Pero el Batista que recibió a mi padre aquel día de 1942 era ya indistinguible de su colega dominicano. El comunismo se le había olvidado desde la primera vez que cruzó la puerta de la embajada americana. Ahora vestía de civil. Llevaba el pelo engominado y el rostro radiante de quien ha alcanzado todas las metas de su carrera hacia arriba. Quizá lo único que quedaba de su pasado de pobre era esa dificultad para pronunciar la c característica del mulato cubano, la que le hacía imposible decir «doctor» o «electoral». Él decía «dotor» y «eletoral».
Recibió a mi padre con amabilidad y le dijo que no tendría que preocuparse de nada, que él no estaba registrado oficialmente como diplomático italiano y que, por lo tanto, se podía quedar en Cuba, pero que formalizar eso tomaría unos días, quizá más.
Mi padre entendió desde los primeros minutos de la entrevista que el presidente quería un soborno.
– Mire usted, Minetti -dijo Batista-. Nuestra intención es ayudarlo y ayudar a los italianos, que siempre han sido un pueblo hermano de Cuba. Pero la presión de los Estados Unidos es demasiado fuerte. Lo quieren joder a usted. Usted tiene un valor simbólico. Sin embargo, podemos interponer nuestros buenos oficios si usted interpone los suyos.
Ese medio lenguaje se utilizaba en el Caribe para cualquier negocio sucio, estafa o soborno. Nadie lo ofrecía ni lo pedía, pero todo el mundo entendía de qué se trataba. Con ese medio lenguaje, Batista «recomendó» a Minetti que comprase ciertos insumos industriales.
Papá estaba indignado, pero no se encontraba en situación de pelear. Eso sí, tampoco le daría un centavo a Batista. De hecho, durante la reunión, a pesar de sus formalidades y su frialdad profesional, era evidente que se odiaban. Batista consideraba a mi padre un espía de Mussolini y papá consideraba a Batista una cucaracha. Salió sin dejar nada claro. Un soborno habría sido dinero tirado a la basura: por mucho que le pagase, Batista no se negaría a las presiones de los Estados Unidos. Sólo trataría de sacarle la mayor cantidad posible antes de traicionarlo.
A partir de ese día, vivimos con las maletas en la puerta. Papá compró pasajes de avión abiertos. Muchas de nuestras cosas fueron empaquetadas y preparadas para salir en cualquier momento. La casa parecía estar empacándose constantemente, los cuartos se iban vaciando, la servidumbre se reducía. Y, lo más sorprendente de todo, papá no se movía. Lo recuerdo siempre sentado junto a la rosa náutica que había mandado traer de su oficina. Él, que era un hombre hiperactivo y enérgico, estaba agazapado en su oficina semivacía, como un francotirador que pierde la escopeta en medio del combate.
Los empleados de Batista llamaban a casa casi todos los días a ver si su negocio seguía en pie. Papá no hizo ninguno de los pagos exigidos. Tampoco hizo nada más. Estaba anulado, con todas las puertas cerradas, esperando un milagro o una orden de detención. Al fin, el 7 de febrero de 1942, la orden de arresto y confiscación de bienes fue definitivamente firmada. Papá llevaba casi dos meses tratando de evitarla. Lo único que había logrado era el compromiso de las fuerzas de seguridad de avisarle antes de llevar a cabo la orden. Y cumplieron, quizá porque a nadie le convenía que papá contase muchas de las cosas que sabía.
La última mañana en La Habana, yo estaba sentada con papá en nuestro salón. Parecíamos dos fantasmas. No había nada que hacer en casa, y papá cada vez insistía más en tenernos a todos a la vista. Pasábamos horas sentados sin decirnos nada, esperando algo, yo ni siquiera sabía qué. Hasta ese día, cuando papá descolgó el teléfono y sólo le oí decir:
– Sí… sí… sí.
Luego colgó. Tres horas después, estábamos todos en un avión hacia Buenos Aires.
Sólo tengo un recuerdo del vuelo. Mamá llevaba una cofia horrorosa que le agrandaba la cabeza. Yo quería jugar con la cofia, porque me aburría en el avión. Se la quité de la cabeza y ella me la arrebató rápidamente. Pero pude verla bien. En el forro interior de la cofia llevaba cosidas decenas de billetes de mil dólares. A partir de entonces, y durante el resto de su vida, mamá juró que en Argentina habíamos vivido de esos billetes que había estado cosiendo al forro durante meses antes de dejar la isla.
La expulsión de Cuba marcó un antes y un después en la vida de mi padre. Supongo que le hizo entender al fin que el Caribe funcionaba de un modo y que tratar de cambiarlo era como pelear contra el mar. Supongo que se volvió más pragmático desde entonces, para bien o para mal. Y supongo que lo hizo por su familia, por nosotros. Nuestros buenos tiempos en Cuba habían durado menos que en Santo Domingo. Y ni siquiera la astucia de papá había podido salvarnos. No se puede tapar el sol con un dedo. Y menos detener una guerra mundial desde un consulado.
Nuestra huida a Argentina fue el segundo exilio político de nuestra vida.
Yo tenía doce años.
Papá se aburría en Buenos Aires. Vivíamos en un pequeño departamento cerca de la calle Corrientes, y él trabajaba ahí mismo, en un pequeño estudio. Su incomodidad era evidente. Se sentía mediocre y fuera de lugar. Un hombre de su energía no podía vivir en esas condiciones. Por suerte, consiguió un hobby: de pura abulia, empezó a asistir a remates inmobiliarios y a descubrir que ése era un negocio con mucho futuro. Empezó a comprar casas, arreglarlas y venderlas, y acabó ganando mucho dinero con eso. Pero para un hombre con sus antecedentes, seguía siendo poca cosa.
Yo tampoco la pasé muy bien. Me matricularon en un colegio de monjas pasionarias, donde mirar a los ojos a la madre superiora era ya una insolencia. Tenías que cruzar los brazos y mirar al piso. Tenías que guardar silencio. Supongo que yo me habría rebelado de haber tenido alguna experiencia con que compararla, pero no la tenía. Ahora, no me puedo considerar una católica practicante, ni creo que la Iglesia haya hecho gran cosa por convertirme. Su idea de la educación era crear mujeres sumisas que siempre aceptasen la autoridad establecida. Definitivamente, no me gustó.
Pero no la pasé tan mal como papá. Se notaba. Él necesitaba emociones que ningún país fuera del Caribe podía darle. Tenía esa obsesión por trabajar que décadas después empezó a llamarse workaholism. Y el único sobresalto, la emoción de nuestra vida ahí la produjo, por primera vez, mi hermano. Aunque no creo que fuese el tipo de «acción» que papá buscaba.
A Minetino, hasta nuestra salida de Cuba, yo lo había visto muy poco. Me llevaba diez años y nunca crecimos como miembros de una misma familia. Él pasó toda mi infancia -su adolescencia- estudiando en Estados Unidos. La distancia entre nosotros fue siempre tan grande que mi primer recuerdo ni siquiera es de su rostro o de su voz. Es de mis padres llevándolo al garaje de la casa en Santo Domingo, donde le tenían una sorpresa al regresar de sus estudios: un Opel. Recuerdo bien el Opel -era negro por fuera y rojo por dentro-, pero a mi hermano lo tengo un poco borroso.
Yo imaginaba a Minetino como una réplica en chiquito de mi padre. Hasta su nombre indicaba eso. Pero, cuando empezó a visitarnos en Argentina, supe que era diferente. Si papá era expresivo y gritón, mi hermano era una persona retraída y hosca. Si papá siempre era muy claro, a veces toscamente claro, Minetino era más bien sinuoso y oscuro, hablaba a media voz, como tratando de ocultar lo que decía, y se apretaba contra los rincones en las ocasiones sociales.
Creo que para él debía de ser muy difícil crecer bajo la sombra de un hombre como mi padre, que hacía sentir apocado a cualquiera y que, a la vez, era capaz de hacer una fortuna en dos años en cualquier país al que llegase. Quizá sea mejor para un hijo tener padres mediocres y sosos, que nunca representen un reto demasiado grande para él.
Pero no era el caso, y mi hermano tenía que asumir ese conflicto prácticamente solo. Nunca había sido una persona rebelde. Siempre había hecho lo que debía, es decir, lo que mi padre planeaba para él. Había sido un estudiante correcto pero no genial y un hijo gentil que casi no veía a sus padres. No había hecho nada bueno, tampoco nada malo. Era un hermano invisible.