Eso, supongo, tuvo que ver con su extraña y repentina decisión. Quizá en su invisibilidad había acumulado una enorme necesidad de hacer algo distinto, de ser alguien por sí mismo. Hay cosas del pasado, como ésa, que ya nunca podremos saber. Misterios que cambian nuestras vidas sin que sepamos por qué.
Aún recuerdo el día en cuestión. Mi hermano acababa de graduarse, y mamá y yo le habíamos preparado una gran fiesta de recepción para su regreso a Buenos Aires, con confeti y serpentinas colgando de las paredes, y una enorme torta con duraznos, que le encantaban. Papá fue a buscarlo al aeropuerto, y nosotras nos mordimos las uñas cada minuto esperando su regreso. (Yo, más que por él, por la torta. No veía la hora de partirla.)
Pero cuando volvieron del aeropuerto, Minetino apenas nos miró. Ni abrió la boca. Pasó de largo con papá, dejó sus maletas a un lado de la puerta y los dos hombres de la casa se encerraron a discutir durante toda la tarde en el estudio. No hubo gritos ni reproches, pero cierta tensión emanaba de la habitación, como una nube que fuese cerniéndose sobre el futuro de la familia. Cuando finalmente salieron del estudio, mi hermano estaba pálido. Luego nos sentamos a cenar. Papá dijo:
– Dile a tu madre.
Minetino enmudeció y su color blanco se volvió rojo.
– Dile a tu madre -repitió papá con firmeza.
Mi hermano bajó la mirada y dijo:
– Me voy a enrolar en el ejército de Estados Unidos. Me voy a la guerra.
Y, como si se repitiese la escena del Minetti que deja el hogar, como años antes había ocurrido en la lejana Italia, mamá se echó a llorar.
El resto de la visita de mi hermano fue sombrío y triste. Nunca salía de la casa, y si llegaban invitados, ni siquiera abandonaba su dormitorio. De vez en cuando, yo lo sorprendía solo mirando por la ventana la lluvia de Buenos Aires. No era capaz de entender exactamente qué ocurría en esa casa, mi casa. Mamá estaba muy tensa y trataba de que todo fuese perfecto para su hijo en esos días. Cuando por alguna razón él dejaba escapar una sonrisa ante un buen plato de comida, mamá aprovechaba para decirle:
– ¿Ya ves? ¿Quién te va a preparar un almuerzo así en el Ejército?
Lo más increíble es que ella no sabía cocinar. Todo lo hacía una cocinera cubana que nos habíamos llevado. Pero mamá se sentía orgullosa por la comida y moría por que cada detalle fuese maravilloso, inolvidable y, sobre todo, disuasivo. Y a cada uno de sus detalles, cuando le recordaba a su hijo lo feliz que podía ser con nosotros, Minetino se enfurecía y se iba a encerrar en su cuarto. Y mamá lloraba.
La primera vez que eso ocurrió, la misma noche en que Minetino anunció su decisión, yo me acerqué a la habitación de mi hermano para consolarlo y estar con él. No lo había visto apenas, pero sentía esa admiración casi instintiva de los hermanos menores. Mi hermano mayor tenía que ser mi modelo, y era la persona más cercana a mi edad que había en la familia. Yo debía estar con él. Me quedé de pie en el umbral de su puerta. Él estaba volteado boca abajo, con la cabeza hundida en la almohada. Lo llamé por su nombre. Él se levantó y me vio ahí, paradita y sin saber qué hacer. Tenía los ojos hinchados y se había vuelto a poner pálido. Se acercó a mí y me cerró la puerta en la cara. Ése es el segundo recuerdo nítido que tengo de él.
Papá, en cambio, soportaba estoicamente la resolución de su hijo. Se mostraba triste, pero respetaba sus decisiones como siempre respetó las mías. Además, por su propio temperamento, no expresaba emociones ni debilidades. Sólo trataba de que mi madre se mostrase menos sensible con el tema. Creo que, para él, la decisión de Minetino representaba su primera señal de independencia y hombría, pero entendía el matiz de rebeldía que ese gesto implicaba contra él. A un padre, eso le produce sensaciones contradictorias.
El último esfuerzo de mamá por hacer que Minetino se quedase fue presentarle a una chica, hija de una pareja de amigos de mis padres. Venía de una excelente familia muy bien acomodada en Argentina, de modo que resultaba perfecta para mi hermano. Mamá mandó preparar una cena deliciosa y ligera a una hora temprana, para que luego Minetino y su aspirante a novia pudiesen salir «espontáneamente» y conocerse un poco. Era una chica simpática, la pobre. Pero no sabía dónde se estaba metiendo. Desde que llegó a la casa, Minetino no abrió la boca ni una sola vez durante la cena, ni aceptó vino ni comió apenas. Mamá se desesperaba por meterlo en alguna conversación. Decía:
– Minetino se acaba de graduar en Princeton, ¿verdad, hijo?
– Sí -respondía él con esfuerzo.
– Tengo entendido que es lo mejor para la formación en negocios, ¿o es mejor Yale? -preguntaba el padre de la invitada.
– Da igual -respondía Minetino.
– ¿Te gusta bailar? -preguntaba, desesperada, la chica simpática.
– No.
Así transcurrió la noche, más bien sólo una parte de ella. Cuando acabamos de cenar, Minetino se levantó y anunció que se iba a dormir.
– ¿No te vas a despedir de tu nueva amiga? -preguntó mamá en un último esfuerzo.
– Buenas noches -dijo Minetino.
Pero lo dijo de espaldas, ya en camino a su habitación.
Pocos días después se fue. Ya en Estados Unidos, se graduó de oficial en la escuela de Marseilles MTC, abrazó la nacionalidad norteamericana y participó en el desembarco de Normandía. No estuvo en la primera línea, pero sí que peleó. Supimos poco de él, porque era más parco aún por escrito que en persona.
Afortunadamente, cuando él entró en Europa la guerra ya tenía un curso definido. Para los aliados, todo se presentaba cuesta abajo.
Durante el tiempo que duró su experiencia de soldado, en casa, cada vez que yo oía noticias de la guerra lo imaginaba combatiendo en el Mediterráneo, desembarcando en Italia o tomando Berlín. Suponía que mi hermano era un héroe, porque así se pintaba a los americanos en el glorioso combate por la libertad. Y no sabía qué pensar de mi padre. Como italiano, era uno de los malos. Pero en Argentina vivíamos rodeados de italianos y eran buenos, me caían bien. Además, no combatían ni nada, sólo trabajaban.
También me preguntaba si, caso de encontrarlo en un campo de batalla, mi hermano tendría que dispararle a mi padre, o si los héroes podían hacer excepciones en caso de vínculo familiar. Mi cabeza era muy pequeña para un mundo tan grande y lleno de balas. A veces, los disparos de una guerra pueden oírse en la mesa de una familia a miles de kilómetros, como si los combates se peleasen en casa.
Mientras tanto, nosotros permanecimos en Argentina, viendo marchitarse de aburrimiento a mi padre y reventar de intolerancia a mi madre. Ella odiaba ese país. Decía que los argentinos eran insoportablemente pretenciosos, que se vestían para ir a comprar cigarrillos como si fueran a una boda y se consideraban europeos desplazados por un azar del destino al Cono Sur. Solía burlarse mucho y con muy poca diplomacia de las damas platenses, que decían:
– Es que acá sólo nos ponemos la moda francesa, ¿viste?
– Pues entonces supongo que les traen la ropa en submarino.
Tenía razón. Francia estaba en guerra.
Los argentinos no eran lo único que disgustaba a mamá de Argentina. Pasábamos los veranos en Mar del Plata, y a veces la corriente era tan fuerte que los niños teníamos que entrar en el mar con un salvavidas que nos enseñaba a enfrentarnos a las olas. Acostumbrada a las plácidas y azules aguas del Caribe, mamá decía:
– Qué horror, qué manera de bañarse en este país.
Y así, cualquier cosa que ocurriese en ese país tenía que ser una cosa mala. Que si el vino no era ron, que si el cielo no era azul, que si la lluvia no era tropical. Estaba claro que no podríamos volver al Caribe en mucho tiempo. Pero mi padre soñaba con que alguien derrocase a Trujillo y todo volviese a ser como antes. Él parecía funcionar sólo en ese lado del mundo, que amaba y que siguió amando hasta su muerte. Ése era su lugar en el planeta. Y en cuanto a mamá, supongo que sufría por mi hermano, y que mientras él estuviese en la guerra, ella no sería feliz en ningún lugar del mundo.