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Yo aún era muy pequeña, y no sospechaba que, quizá, mi hermano había ido a la guerra por orden de papá.

7.

– ¿«A la guerra por orden de papá»? ¿Mi hermano? -Diana estaba lívida.

– Bueno, no deja de ser una posibilidad. No hay manera de explicar el posterior regreso de su padre a Cuba si no especulamos con…

– Éstas son unas memorias. No se especula: se rememora. ¡Y todas esas cosas sobre los fascistas y el FBI!…

– No es tan grave…

– ¡Claro que es grave!

Diana nunca perdía la calma, y menos al lado de sus catálogos de joyería francesa y arquitectura del valle del Rin. Pero en esta ocasión, por primera vez, había palidecido de verdad. Lo bueno es que las cuatro copas de champán que llevaba me ayudaban a templar el ánimo mientras ella me dedicaba su ataque de rabia. Mi estrategia del capítulo bomba había funcionado. Cuarenta y ocho horas antes, después de un largo silencio, Diana me había llamado. Con la voz temblando entre el estupor y la rabia, me había ordenado presentarme ante ella ipso facto y sin excusas. Hasta cierto punto, sus métodos se parecían a los de Trujillo. Aunque los míos tampoco habían sido completamente honestos.

– Está bien -admití-: Lo de su hermano es un rumor sin confirmar. Pero es un gran fin de capítulo para alimentar la curiosidad del lector. Ahora, podría ser verdad. ¿Acaso el chico tomaría tamaña decisión sin el consentimiento de su padre? Además, al final, el más beneficiado fue precisamente su padre.

– ¿Y todo lo demás es para «alimentar la curiosidad del lector»?

– No. Todo lo demás sí está documentado. He tratado de justificarlo y suavizarlo, pero es la pura verdad. Su padre les vendía armas a los italianos pero también los traicionaba si hacía falta.

– ¿Y dónde está mi historia con Jackie Onassis?

– Vendrá más adelante. Corresponde a un periodo posterior de su vida…

– ¿Y para qué me entrevistas si luego pones lo que se te ocurre?

Me había hecho la misma pregunta durante el vuelo desde Madrid. Ya tenía el material que necesitaba para el libro. Podía prescindir de ella. No obstante, sospechaba que esta historia podía tener más soga que tirar. Y mientras siguiese trabajando para Diana, ella me pagaría por tirar de esa soga. Por eso, esa mañana me sentía seguro y relajado. Continuaría jugando a escribir su libro mientras escribía el mío, y decidiría al final cuál publicar.

– No pongo lo que se me ocurre. Ésa es su historia, Diana.

– La vida que hay en este libro no es la mía. Y tampoco la de mi padre. No se dice nada de cómo papá odiaba a mi esposo. De hecho, ni se menciona a mi esposo. Leo este libro que se supone que narro yo, pero no reconozco nada. Además, ¿a qué lector te refieres? Nunca hemos hablado de publicar este libro.

Por un momento, hasta mi copa pareció vibrar con su indignación. Afuera el cielo estaba nublado y tormentoso, como el ánimo de mi clienta. Me serví otro champán yo mismo, sin esperar al mayordomo, y me di aires de decir algo importante:

– Pues quizá… sea hora de hablar de la publicación.

– ¿De esto?

Y mientras llamaba «esto» a mi libro (su libro), lo sostenía entre los dedos con una mueca de asco. Diana no había sido criada para expresar ni siquiera el desagrado. Sus dedos como pinzas eran el máximo reflejo de estar ofendida al que podía aspirar. Pensé que tendría que quemar mis últimos cartuchos o me quemaría yo. Pregunté:

– ¿No quería hablar de su caso, de la injusticia de la herencia?

– Esto no tiene nada que ver con mi herencia.

– Ahí se equivoca. Toda la historia que a usted no le gusta es la historia del dinero que usted reclama.

– ¿Cómo has dicho?

Eso era lo último que iba a aguantar. Que yo dijese que su herencia legítima, fruto del sudor de su padre y arrebatada por malas artes, era dinero mal habido de un doble agente fascista y estafador. Comprendí que tendría que retirar mis piezas del tablero o llevar el ataque a las últimas consecuencias. Opté por lo segundo:

– Su caso hay que verlo considerando el contexto político de la era Trujillo: la corrupción, el caos, la crisis, todo sigue igual porque gobiernan los mismos. Pregúnteselo a Jesús Gómez.

Sí. Pregúnteselo a Jesús Gómez, coño. Empecé a exaltarme. Creo que era el alcohol. Dije, quizá grité un poco:

– Porque si a usted no le interesa resolver el tema de su herencia, discúlpeme por pensar que podía ayudarla. Me pareció que haríamos un libro serio, un libro de verdad. Si publica usted unas memorias contando el color de los calzones de la esposa de Trujillo, toda la República Dominicana se reirá en su cara. ¿Eso quiere?

En toda su vida, que era una vida de setenta años entre la crema de la crema, nadie le había hablado así. La crema nunca grita ni pierde los estribos. Hasta sus hijos habían sido más respetuosos que yo. Pero claro, los respetuosos ya le habían birlado cuatrocientos millones de dólares, y yo no.

– No te permito…

– ¿No me permite qué? -exploté-. No me lo permita si no quiere. Éste es su libro y se hará como usted diga. En adelante, me limitaré a obedecer órdenes y no pensaré. ¿Eso desea? Pues adelante, cuénteme alguna boludez de los Picciardi, vamos a ver, hábleme de cómo se viste la reina Beatriz o quien carajo quiera.

Encendí la grabadora y me hundí en el sofá de terciopelo rojo. Había dicho carajo. Y en esa casa. Seguro que era la primera vez que esa palabra resonaba entre los oropeles de la avenida Roosevelt. Mi carajo parecía haber salido de mis labios para rebotar por los tapices en busca de algún sitio para esconderse. Yo no tenía claro si mi furia era real o impostada. Cosas de la literatura.

Rose y el mayordomo bajaron a ver qué ocurría. Temí que Diana me mandara echar, pero ella los despidió con un gesto. Yo pedí algo fuerte. Sí, coñac estará bien. Demoraron en traer las copas, quizá para darnos tiempo a calmarnos. Diana suspiró hondo y fijó la mirada durante unos segundos en la chimenea neoclásica. Luego señaló la grabadora y dijo:

– Apaga eso.

Obedecí. Tal vez me había excedido un poco con mi arrebato. Cosas del alcohol. Pero ella estaba tranquila, casi dóciclass="underline"

– ¿Tú crees que este libro puede ayudar a resolver el caso de la herencia? -preguntó.

En ese momento, fue como si una luz se encendiera ante la puerta del túnel del desempleo. Respondí:

– Podemos darle publicidad al caso. Si el libro se publica en España, con una editorial seria, tendrá resonancia. Habrá reacciones. Es imposible saber cuáles, pero pasarán cosas. Para eso, necesitamos ahondar en las raíces históricas y políticas del caso, en la historia de las élites de la República Dominicana.

– Yo no sé nada de eso.

– Usted es una de ellos, Diana. Y lo que no sepa usted, lo averiguaré yo. Yo seré sus ojos y su boca. Eso es mi trabajo. Si so tratase sólo de transcribir sus anécdotas, podría haber contratado a su secretaria. Lo contaremos desde su perspectiva, ¿comprende? Será una historia de ascenso y caída de una familia. Cómo crearon un imperio y cómo ese imperio acabó con ustedes.

– ¿Y los Picciardi?

– Estarán en el libro, pero no por cómo se vista la niña, ni con quién se acueste. Estarán como miembros de una clase corrompida, serán el ejemplo de cómo se ha gobernado su país.

– No creo que el caso se resuelva ya. Seguramente no se resolverá nunca. Pero quiero que les duela lo que me hicieron. Que les duela a mis hijos lo que me robaron. ¿Se puede hacer eso?