Las emociones estaban sueltas en esa casa. Diana sentía rabia y dolor, aunque apenas perceptibles, amortiguados por el terciopelo de las cortinas.
– Claro que sí. Usted misma, querida Diana, no es consciente de lo que significa su vida. Usted pertenece a la clase dominante que ha saqueado América Latina, y luego ha devorado a sus hijos, como usted misma. Nuestro libro será el testimonio de una despojada, de una desterrada del paraíso, que por primera vez habla en contra de la clase que representa. Nadie ha hecho eso hasta ahora, Diana. Usted será la primera. Será admirada por su valor, y no denostada por su frivolidad. Un libro puede ser muy poderoso si se sabe cómo escribirlo.
Por primera vez, vi un brillo en sus ojos. Pero sus pupilas aún temblaban:
– ¿Y papá? ¿Quedará bien?
– Quedará como lo que era. Un hombre astuto entre las espinas del poder, tratando de esquivarlas como podía. Tendremos éxito en la medida en que nos atengamos a la verdad. Por eso debe estar todo documentado.
Lo peor de todo es que yo creía al pie de la letra iodo lo que estaba diciendo. Llega un momento en que las mentiras se le confunden a uno con la verdad. Ya me había pasado antes. Ella sonrió:
– ¿Crees que nos escucharán?
– Nos escucharán, Diana. Confíe en mí.
Ese fin de semana fue realmente productivo. Por primera vez, teníamos un enfoque claro de hacia dónde iba el libro. Y, lo más importante: era mi enfoque. Le exprimí la memoria para que me diese una lista de todos los funcionarios y personajes importantes que podrían aparecer en la investigación. Logré que dejara de pensar en nobles y primos de novias de reyes para concentrarse en personas vinculadas a la región. Averigüé con su secretaria qué nuevas fuentes de información se podrían conseguir: diplomáticos, especialistas franceses y españoles, amigos suyos en Miami. Ella tenía pocos amigos fuera de Europa.
Ni siquiera tuve tiempo de ver a Mariela esa vez. Sólo hablé por teléfono con ella, para saludarla. Me dijo que se iría a una fiesta y me dejó la dirección. Yo prometí ir si podía.
Pero por una vez tenía cosas que hacer. Diana había recuperado la euforia y la prisa que se había ido apagando en nuestros últimos y ociosos encuentros. Cada cinco minutos recordaba a alguien que podría saber sobre la política caribeña, y nos poníamos en contacto con esa persona. También empezaba a hilar detalles por sí misma. Y sacaba conclusiones que abrían nuevas pistas. Se divertía con ese juego del detective. Estaba descubriendo cómo piensa un periodista de investigación. Estaba radiante.
Creo que ése fue el viaje en que mejor la pasé con ella. La mañana de ese domingo, parecíamos dos niños que se encontraban para jugar. Ella me dio los buenos días con una sonrisa de emoción. Se sentía importante:
– Tendrás que hablar con Mario Vargas Llosa, ¿no? -dijo-. Por su libro sobre Trujillo.
Le dije que haría lo que pudiera. Yo habría estado encantado de hablar con Vargas Llosa, claro, sobre Trujillo o lo que fuera, pero ya tenía amigos que habían tratado de conseguir citas con él para tesis, entrevistas y novelas. Siempre estaba de viaje o escribiendo y era muy difícil acceder a él. El poco tiempo que tenía, no lo perdía con novatos como nosotros. Yo tampoco lo habría hecho.
Sin embargo, Diana tenía un as bajo la manga. Me extendió un sobrecito con dinero y me dijo:
– Anda y cómprate algo de ropa más o menos elegante. Vienen a cenar los Pérez de Cuéllar.
Eso también era una buena señal. Por primera vez desde la desastrosa cena de la Toscana, yo le parecía un ente presentable en sociedad.
Javier Pérez de Cuéllar había sido secretario general de las Naciones Unidas y candidato a la presidencia del Perú. Así que, para esa noche, me compré una camisa y un pantalón de tela. Era lo más elegante que podía ponerme. Por la noche, cuando bajé al salón, los Pérez de Cuéllar ya estaban ahí. Diana, por primera vez, me presentó como un periodista peruano (!) que escribía la vida de su padre (!!).
– Papá fue el primer conspirador contra la dictadura de Trujillo -dijo con orgullo-, y también se opuso a Batista. Yo nunca supe todo eso, recién lo he descubierto a raíz del libro que estamos escribiendo.
¿Estamos? ¿Quiénes estamos escribiendo mi libro?, pensé, pero no lo dije.
Pérez de Cuéllar mostró interés. Era un caballero amable y un diplomático, que opinaba poco pero escuchaba mucho, justo al revés que yo. Y su esposa, Marcela, tenía los ojos verdes más bonitos de mi país.
Con los postres, llegamos (¿cuándo no?) al tema de la inmigración. Comentamos la situación de unos inmigrantes ecuatorianos que habían tomado una iglesia española para exigir papeles de trabajo. Las mujeres de la mesa estaban indignadas. Marcela dijo:
– Yo creo que a esa gente sí habría que enviarla de regreso a sus países, aunque fuera por la fuerza. No son personas confiables.
En ese momento entró el mayordomo con su bandeja de plata, y los ojos de Marcela, como dos esmeraldas, se reflejaron en el metal, igual que el pelo de Diana y los gemelos del señor Pérez de Cuéllar. Una luz invadió la sala. De repente, sentí que, en esa mesa, todos éramos inmigrantes, pero inmigrantes de lujo: high class, clase VIP de la miseria, de los que no ocupan iglesias. Sólo les hacen donativos.
Pero esa incómoda sensación duró poco, hasta el café, cuando Pérez de Cuéllar dijo:
– Deberías hablar con Mario, por su libro La Fiesta del Chivo. Yo creo que le gustará escucharte, es una persona muy abierta.
Para mí, esas palabras fueron como un amanecer.
Empecé a preparar frenéticamente mi entrevista con Vargas Llosa desde mi regreso a Madrid. Volví a leer La Fiesta del Chivo y, por si acaso, Conversación en La Catedral. Ensayé palabras que había leído en sus artículos, como «dictadorzuelos», «cacaseno» y, sobre todo, «ignominia». Al fin, después de una hora ensayando cada vocablo que iba a pronunciar, llamé a su esposa, que estaba prevenida por Marcela de mi llamada. La cagué un poco por el teléfono. Le dije «Patricia Vargas». En esa familia todos se apellidan Vargas Llosa, los hijos también. Y ella, justo ella, es la única que sólo se apellida Llosa. Debió pensar que yo era un poco deficiente mental, pero igual me consiguió un hueco en la agenda.
Tuvimos que esperar a su regreso de Nueva York. Y luego a su regreso de Grecia. Y de Holanda. Pero, finalmente, el día de nuestro encuentro llegó. Temblé toda la mañana. Vargas Llosa era el maestro, el novelista máximo, el hombre de mi vida. Quería impresionarlo.
Claro, que, como siempre, Paula tenía sus propias ideas sobre éclass="underline"
– ¡Es un fascista!
– Es un escritor genial.
– Genial pero de derechas. En su libro sobre la República Dominicana, parece que los Estados Unidos no existieran, ¿no? Que no tuvieran nada que ver con la historia.
Yo me estaba vistiendo, preguntándome si debía ir vestido como estudiante aplicado o como escritor bohemio. Y Paula estaba sentada en la cama, observándome de ese modo que me incomodaba.
– Es una novela, Paula. No tiene que ser historia.
– No me jodas. Está hablando de Trujillo, de sus asesinos con nombre y apellido, de Balaguer. Si eso no es historia, ¿qué es?
– Es una reelaboración ficticia de la historia. Su valor es estético.
– Ya. Y si yo escribo una oda a Franco y digo que es una novela, ¿su valor es estético también?
– Si está bien escrita, lo único que pued…
– Genial. O sea, si está bien escrita, la propaganda fascista no es fascista. Goebbels estaría orgulloso de ti.
– Oye, no es justo. Vargas Llosa peleó por la democracia del Perú.
– ¡Vargas Llosa se nacionalizó español!