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– No tiene nada que ver. Fue obligado por las circunstan…

– Ya, claro. Yo también voy a luchar por la independencia del Timor cuando tenga un pasaporte alemán y una casa en Mallorca.

Paula era así. Un poco impulsiva. Yo la amaba, pero no dejaría que nada arruinase mi cita de ese día. Y por la tarde, salí de casa con el corazón henchido de literatura.

Vargas Llosa vivía cerca, en los alrededores del Teatro Real. Caminé hacia su calle con una sola consigna en la mente: no hables de política que vas a meter la pata, no se te ocurra hablar de política bajo ningún concepto, si él empieza a hablar de política, sonríes y dices que sí a todo. Meses antes, a finales de septiembre de 2001, yo había publicado un artículo contra otro de él, en que recomendaba apoyar «inclusive con pertrechos militares» a los opositores afganos. Me pregunté si lo habría leído. Si me odiaba de antemano. Me tranquilicé pensando que las revistas donde yo publicaba no las leía ni mi madre.

El edificio en cuestión debía ser del siglo xix, por lo menos. Tenía un enorme portal de madera que daba entrada al recibidor. El ascensor demoró una eternidad en subir. Pero al llegar, una asistente me hizo pasar directamente a lo que me interesaba: la biblioteca.

Era como lo soñaba, el estudio perfecto del escritor: vista al centro de la ciudad, un piso lleno de libros, una escalera para subir al otro piso lleno de libros, un par de cómodos sillones para recibir a los escritores jóvenes que babean con las rodillas temblorosas y las lágrimas a punto de salírseles de los ojos. Vargas Llosa me recibió con inesperada cordialidad y me ofreció una Coca-Cola. Él es de los grandes escritores que no son borrachos. Él es un ejemplo de que se puede. Afortunadamente, no hay muchos más.

Cuando nos sentamos, me sudaban las manos y me hervía la cabeza. Sin mucho orden, empecé a vomitar declaraciones de amor, comentarios a libros, risitas bobas. Pero él escuchaba. Cuando yo sea un gran escritor, no pienso escuchar un carajo de lo que me diga nadie, que se jodan. Pero este hombre ponía atención y reaccionaba ante mis incoherencias, como si realmente le estuviera diciendo cosas que valían la pena. Le conté quién era yo. Le dije que escribía, pero siempre era difícil estar en una ciudad nueva, siempre sin terminar de instalarme, lejos tanto tiempo, con la incertidumbre de no saber si era posible vivir de escribir. Quizá dramaticé un poco. Pero él comprendió. Después de escucharme un rato, sentenció:

– Cortázar decía que cuando uno llega a una ciudad nueva hay que pagar derecho de ciudad. Toma un tiempo, claro, y es difícil.

– ¿Ustedes pasaron por eso?

– Hombre, siempre es difícil. Pero vale la pena, ¿ah? Si quieres escribir, lo único que tienes que hacer es escribir.

Parece una estupidez porque es sencillo y lúcido. Si yo se lo digo a cualquiera, no le causará ningún efecto en especial. Pero si te lo dice él, es verdad. Me sentí acogido. Sentí que era la primera persona con quien hablaba que entendía exactamente a qué me refería. Sentí que todo lo que me ocurría les había ocurrido antes a él y a Cortázar, y que por lo tanto mi futuro estaba asegurado.

En cuanto conseguí calmar mi excitación, le hablé de las memorias de Diana. Parecía encontrarlo entretenido:

– ¿Y por qué quiere escribir sus memorias esta mujer? ¿Ha tenido una vida de aventuras y peligros?

Le hablé de papá Giorgio en términos generales, sin mencionar nombres. Conté sus conspiraciones contra Trujillo, sus idas y venidas por el mundo, lo del FBI, lo de las transnacionales y sus movidas oscuras con el fascismo. Cada cierto rato, Vargas Llosa comentaba:

– Qué divertido, ¿ah? Muy divertido.

– Divertido, sí.

Él quería saber más. O yo quería que quisiese. Se suponía que yo iba a entrevistarlo, pero estaba tan nervioso que no podía parar de hablar. Al fin, conseguí controlarme y entrar en materia. Le pregunté qué sabía él de estas familias, qué podía decirme de sus actividades, qué sugería leer. Sentí que estaba escribiendo un libro con Mario Vargas Llosa, el maestro, casi mano a mano. Le confié algunos de los nombres que había investigado. Picciardi no le decía nada. Tenía algunas noticias de los Peynado. Pero solo cuando pronuncié el apellido Minetti le brillaron los ojos:

– ¡Ah! ¡Los Minetti! -dijo de buen humor-. A ésos claro que los conozco. Siempre los veo en mis viajes a la República Dominicana. Prósperos empresarios, ¿ah? Buenos amigos míos.

Prósperos empresarios.

Buenos amigos míos.

Las buenas familias -como la mía- se conocen en todos los países.

En ese momento, se acabó la entrevista para mí. Me quedé de piedra. Si le contaba la información que tenía, se la pasaría a mis personajes. Es el problema de escribir un libro sobre gente que está viva.

Decidí cambiar de tema. Cambiar de tema. Política. No. No hablar de política. Hablé del Amazonas, de cómo había hecho el viaje y cómo reelaboraba el material de la realidad para convertirlo en una ficción persuasiva. Sí, eso estaba bien. Era su propia teoría literaria, pero deformada por mí y convertida en un torrente de nerviosas afirmaciones dispersas. También lo encontró divertido.

Al final, cuando su asistente tocó la puerta para dar la entrevista por finalizada, él se levantó, tomó uno de sus libros de un estante y me escribió una dedicatoria que decía: «Para mi colega escribidor, con un fuerte abrazo». Después, me alcanzó el volumen. Era un ejemplar de La verdad de las mentiras.

Me pareció de lo más adecuado.

Estimulado por mi encuentro con Vargas Llosa, le dije a Diana que tenía un viaje de trabajo muy importante y pasé las siguientes dos semanas encerrado con mi novela sobre el Amazonas. Trabajaba en estado de trance durante jornadas de doce horas diarias, y ya ni siquiera bebía alcohol. Sólo tomaba café y fumaba. Un lunes de madrugada, con tiempo de sobra antes del plazo de entrega, escribí la palabra FIN, y caí rendido en mi cama. Dormí durante catorce horas de un tirón.

Al despertar, le envié el texto a Txema sin disimular mi orgullo. Era más densa de lo que yo solía escribir, pero si lograbas engancharte, no estaba mal. Tenía toneladas de información. Yo conocía cada rincón del río. Inclusive la densidad de estilo se correspondía con la atmósfera del Amazonas. Pero de todos modos, yo estaba abierto a los comentarios del editor. Me veía a mí mismo trabajando con Txema codo a codo, noche y día, corrigiendo, reescribiendo, perfeccionando. Era mi editor. Él confiaba en mí y yo en él. Dicen que Carver era en realidad un mediocre, pero que su editor le cortaba los finales y los diálogos. Y creó al mejor cuentista del siglo. Quizá Txema fuese un editor así, una fábrica de genios.

Como si los dioses me sonriesen, ese día llegaron nuestros papeles: un año de residencia prorrogable. Paula y yo lo celebramos con una cena de lujo -o sea, con postre-, y brindamos por el fin de nuestros problemas, el inicio de una vida normal o, por lo menos, legal. Al volver a casa, nos acostamos enredados uno con otro, como un nudo humano apretado y cálido, feliz.

A pesar de los papeles, Paula estaba tensa porque iba a estrenar una obra de teatro como productora. Decía:

– ¿Crees que el montaje saldrá bien? Nunca he hecho teatro antes.

– Saldrá bien. Y yo publicaré ese libro.

– No sé si nuestra directora confía en la obra. No la veo segura.

– Ya. Y luego, le venderé a Txema el libro de la Minetti. Quizá pueda convencer a Diana de poner mi nombre en la portada, ¿no crees? Memorias de una dama escritas por mí.

– Estaría bien.

– Claro que sí. Ese libro resolverá todos nuestros problemas.

– ¿Por qué dices «nuestros» cuando quieres decir «míos»? Tú sólo piensas en ti.

– Eso no es verdad.

– Sí es verdad.

– No.

– Sí.

Insistimos cariñosamente y fuimos besándonos cada vez con más pasión. Acabamos haciendo el amor. Al terminar, justo antes de dormirse, Paula dijo: