– Aéreo, por favor. No tengo mucho tiempo.
Arreglamos los detalles del viaje y colgué. Volví a la cama y abracé a Paula muy fuerte. La besé entera. El gato volvió a acurrucarse en la cama. Hicimos el amor (con Paula, no con el gato). Paula hacía el amor siempre como si fuese la primera y la última vez. En esos días, si algo estaba claro era que cada día podía ser la última vez. Pero ahora estábamos salvados, al menos de momento.
Dos semanas después de esa llamada, mientras esperaba en el salón Voltaire, había decidido cobrar mil dólares al mes más viáticos por la redacción del libro. Me parecía una fortuna. Además, gastaría pocos viáticos. Me movería en bus y metro pero lo facturaría como taxi. Funcionaría. Con eso, descontando el alquiler ridículo que pagábamos, Paula y yo podríamos vivir tranquilos mientras buscábamos algo estable.
Calculaba que el libro me permitiría vivir unos seis meses, aunque iba firmemente decidido a prolongar el trabajo tanto como fuese posible. En el taxi, mientras recorría el barrio de Madame, el octavo arrondissement, pensé que podría cobrar mil cien dólares. Ella ni siquiera notaría la diferencia. Al ver su apartamento, mientras la esperaba con el café y el cigarro, aumenté a mil doscientos. Quizá era mejor exigir más, darse más valor.
Y entonces apareció ella.
Se abrieron las puertas del salón de par en par y entró una mujer majestuosa que no tenía nada que ver con la ancianita venerable que yo imaginaba. Diana Minetti llevaba un traje blanco y plateado a juego con su cabello, que caía copiosamente sobre sus hombros, como una cascada de nieve. Debía tener alrededor de setenta años, pero caminaba con firmeza y hablaba con seguridad. Resplandecía. Me ofreció una copa de champán. Eran las diez de la mañana. Mil trescientos, pensé.
Tras ella, como un séquito, venían dos peruanos de rancio abolengo, Juan Armando y María Eugenia Aliaga de la Puente, quienes habían presentado a mi abuela con Madame Minetti durante su visita a Lima. Esta mañana, los Aliaga de la Puente estaban de paso por París rumbo a Ginebra, Luxemburgo, Viena y Londres, «a Madrid nunca vamos porque nos parece un pueblucho, como Lima pero más grande». Entendí que ellos, especialmente él, eran los encargados de evaluarme, de pasar revista a mi confiabilidad y decencia.
Juan Armando Aliaga de la Puente comentó que él había estudiado con mi padre, que en sus años locos había dirigido un grupo de estudiantes socialistas:
– Tu papá era un hombre muy inteligente -comentó Juan Armando-, aunque no compartíamos los colores políticos.
– ¿Y cuáles son tus colores políticos? -interrumpió Madame con mirada suspicaz.
Pregunta capciosa. No era difícil adivinar los suyos. Yo pensé que, a fin de cuentas, era un inmigrante. Y me acordé de la integridad de Paula ante aquel productor de cine en el bar. Pero miré mi copa de champán y el cuadro renacentista sobre la chimenea, y pensé que quizá podría cobrar mil cuatrocientos dólares.
– Creo que lo importante es respetar los viejos valores que hacen grandes a las naciones -respondí.
Madame asintió. Le parecía una respuesta razonable. Nunca he sido un héroe. Pero para ser cobarde, es mejor ser un cobarde con sueldo que uno desempleado. Juan Armando continuó el interrogatorio:
– ¿Estudiaste en el colegio jesuita de Lima?
– Sí -respondí orgulloso.
Generalmente, ésa era una respuesta correcta. Pero esta vez falló:
– ¡Los jesuitas! -se alarmó Madame-, unas alimañas.
Afortunadamente, Juan Armando también había estudiado con los jesuitas. Se ocupó de defenderlos él mismo. Después llegó la pregunta por mi familia española. Sabía quiénes eran mucho mejor que yo mismo. Mencionó -él, no yo- que soy sobrino nieto directo del escritor Toribio Vega y Centeno, Premio Planeta 1961, uno de los más importantes escritores monárquicos y católicos durante el franquismo -algo que procuraba ocultarle a Paula- y más o menos mi pariente, algo que nadie me cree. En honor a la verdad, Toribio Vega y Centeno estaba casado con una prima lejana de mi abuela, pero en la nebulosa genealogía de ultramar ella ha convencido a todas las familias de alta sociedad de que era como su hermano.
– ¿Y ahí en España trabajas para el periódico de tu familia? -preguntó Juan Armando-. Creo que no he leído nada tuyo.
El diario conservador con más tradición de España había sido fundado por el padre de Toribio y dirigido por él mismo, y aún tenía miembros de la familia entre sus directivos, y por supuesto, desde mi llegada a ese país, mi arribismo había puesto mira en conseguir un puesto en él. A tal efecto, preparé toda una batería de estrategias, mentiras y medias verdades. Lamentablemente, mi tía Puri se llevaba muy mal con la viuda de Toribio, y todos mis esfuerzos por acercarme a los Vega y Centeno se habían estrellado contra la pared de su resentimiento. De todos modos, yo no iba a permitir que eso arruinase las ilusiones de Juan Armando:
– Sí, por supuesto, en la página editorial. Pero no firmo los artículos. Escribo la voz institucional del periódico.
A veces me sorprendo a mí mismo.
Madame apreció que yo estuviese avalado por una familia decente. Para ella, mi único curriculum era mi apellido, al menos el apellido que ella me suponía.
Inmediatamente después, entró el mayordomo a anunciar que el chofer estaba en la puerta. Mi anfitriona y sus invitados tenían un almuerzo, y luego pasearían un poco. Al levantarse, ella me entregó un portafolio.
– Quiero que leas estos papeles y veas este vídeo. A mi regreso me darás tu opinión.
Abandonó el salón rodeada por su corte. Estaba radiante y misteriosa. Sólo por eso, le cobraría un poco más.
La mucama me llevó a mi habitación, que estaba en un ala independiente del dúplex. Tenía una cama con dosel, como los reyes de las películas, y televisión por cable, además de un recibidor propio. Desde mi ventana se veía Montmartre. Pensé en Baudelaire, Henry Miller, Boris Vian, en Hemingway, la sociedad de escritores borrachos. Todos esos perdedores jamás habían tenido una vista como la mía. Desde mi cuarto, París era una fiesta con dosel.
Pasé el resto de la mañana examinando el contenido del portafolio. Pensaba encontrar una selección de páginas sociales y revistas del corazón sobre la vida glamourosa de Diana Minetti. Pero lo que hallé no tenía nada que ver con mis expectativas. Se trataba de una resma de recortes de periódicos dominicanos y norteamericanos, alguno del New York Times y del Miami Herald, un panfleto de ochenta páginas y una cinta de VHS, y a primera vista hablaban más de política y economía que de fiestas y galas.
En busca de un orden, me concentré en el panfleto: contaba la gran estafa que Diana había sufrido en el reparto de la herencia de su padre, un honesto y ejemplar empresario italiano llamado Giorgio Minetti. En 1975, papá Minetti había fallecido por sorpresa, dejando una enorme pero oscura operación financiera a medias, y en el momento de su deceso todo su dinero y posesiones estaban en un fideicomiso dedicado a la educación de sus nietos. Hasta ahí, la cosa era rara pero legal. Sin embargo, según el texto, los hijos de Diana -con la ayuda de una familia llamada Picciardi- habían llegado a un acuerdo con el banco para saltar a su madre en la sucesión y quedarse directamente con toda la fortuna: unos cuatrocientos millones de dólares.
Cuatrocientos millones de dólares.
Volví a leer.
Cuatrocientos millones de dólares según el cálculo de los bienes sólo hasta la fecha del testamento. Desde entonces, había corrido tiempo suficiente para doblar o triplicar una cifra tan grande. A Madame le habían dejado con un fideicomiso de veinte millones para que viviese de los intereses. Según el panfleto, ella estaba arruinada, despojada, expoliada. Pensé que ése era justo el tipo de ruina que yo necesitaba con urgencia.