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Ahora no hizo ademanes. Se adelantó con prisa, mirando el reloj.

– ¿Y qué pasa con el otro, el del Amazonas?

– ¿Amazonas? Ah, pues… saldrá en estos meses, supongo. ¿Ya te lo pagué? ¿Estás seguro?

Mi editor y yo: uña y carne.

Ese fin de semana volví a París. Había avanzado muy poco desde mi último encuentro con Diana, pero quedaba material de la República Dominicana. Y después de mi encuentro con Txema, de todos modos, el libro iba a reenfocarse en Cuba. Aún no sabía que toda mi relación con Diana empezaría a reenfocarse en ese viaje.

Para empezar, al abrir la puerta, el mayordomo me anunció, con el mentón hacia arriba y la mirada hacia abajo, como era éclass="underline"

– La señora ha pedido que se aloje usted en un hotel.

Antes de que pudiese reaccionar, estábamos caminando hacia un pequeño hotel de la avenida Matignon, donde había una reserva a mi nombre. Mi cuarto no era tan ejecutivo como el Meliá, pero tenía televisión sin cable y frigobar (¡frigobar!). De todos modos, la situación era un poco inesperada. Mientras volvíamos, el mayordomo me preguntó con flema y una sonrisa irónica:

– Y… ese libro que escribe usted, ¿estará terminado para Navidad del próximo año?

¿Y a ti qué te importa, criado impertinente?

– Estará listo, quédate tranquilo. ¿Por qué me quedo en un hotel?

– Oh, por nada. Madame tiene unas visitas.

Pero de regreso en su penthouse, comprendí que no tenía ninguna visita. No había maletas ni señales de especial actividad. Y aunque las tuviera, en esa casa no faltaban cuartos para recibir a más de una persona a la vez, como cuando coincidimos los Aliaga de la Puente y yo. En realidad, aparte de ellos y los Pérez de Cuéllar, ahí yo nunca había visto ningún visitante. Aunque entre las dos parejas había apellidos suficientes para repartir en un orfanato.

Me senté a esperar a Diana en el salón. Tardaba mucho tiempo, y yo tenía la sensación de que algo extraño estaba ocurriendo. Para relajarme, me empecé a llenar los bolsillos de cigarrillos. Justo entonces, una voz gruesa tronó desde la puerta del pasillo:

– Hola. Vos sos el chico de las memorias, ¿no? Diana me ha hablado de ti.

Disimulé lo de los cigarrillos fingiendo que examinaba con atención la orfebrería de la pitillera. Quien me había hablado era un gordo de unos cincuenta años, aunque llevaba una camiseta adolescente que decía fuck you. Por lo demás, usaba perilla y tenía acento argentino.

– Sí, buenos días. ¿Usted es…?

– El doctor Mankiewitz -dijo desde la puerta Diana, haciendo una entrada triunfal desde el comedor, como si la tuviera ensayada. Ella hacía todo como si lo tuviera ensayado-. Veo que ya se conocen.

Diana irrumpió en el salón y él la siguió.

– Usted es «la visita» -dije yo.

Mankiewitz se rió.

– Podemos decirlo así.

– ¿Argentino?

– Porteño-polaco.

Yo ardía en deseos de preguntarle a Diana qué estaba pasando, por qué me recluía en un hotel. Pero Mankiewitz se quedó hasta el almuerzo, y durante la mañana no trabajamos ni pudimos hablar a solas. En vez de eso, conversamos los tres.

Durante un rato, fue la misma charla insustancial de toda la vida. Pero más adelante, él hizo muchas preguntas sobre el libro. Cuánto llevábamos avanzado, cuál era el hilo conductor, qué habíamos averiguado. Al principio, desconfié de él. Luego comprendí que su interés era el de un hombre culto, con lecturas, algo que al principio resultaba difícil de determinar dado que era una bestia de malos modales. En algún momento, Diana hizo una referencia a las hijas de cierta baronesa. Dijo que eran unas chicas muy extrovertidas que siempre tenían amigos en todas partes.

– Unas putas, ¿eh? -rió Mankiewitz. Yo me puse pálido. Y al mayordomo casi se le cae el strogonoff.

Pero Diana se rió. Con esa risa elegante y social. Y todos nos reímos. Luego Mankiewitz miró al mayordomo.

– ¿Más mostacita no tenés? Porque estos filetes son una mierda de sosos. En Argentina…

Y disertó media hora sobre filetes argentinos. Respetuosamente, el mayordomo prometió hacérselo saber al chef.

Por primera vez, me di cuenta de que alguien más decía malas palabras en esa casa. Entre las aristocráticas amistades de Diana, Mankiewitz resultaba muy peculiar. Me pregunté qué relación tendría con ella. Fantaseé con que fuese su joven amante, un cincuentón desenfadado y peludo. Quizá por eso me había mandado a un hotel. Traté de imaginármelos haciendo el amor y revolcándose por los salones. No. Eso no cuajaba.

Después de almorzar, al fin, Mankiewitz se largó llevándose sus groserías. Tras su partida, el clima de la conversación se enfrió. Diana estaba creando una atmósfera grave. Me llamó aparte, con apariencia de querer decirme algo. Me ofreció bebidas, como de costumbre, y esperó a que se fuese la servidumbre antes de empezar a hablar, con voz pausada y grave:

– He seguido leyendo tus avances, y no me siento segura -me dijo-. Cuanto más leo y releo el libro, menos me convence…

Alerta roja. Todas las alarmas activadas.

– ¿Porqué?

– No lo siento mío, ¿me entiendes? Es como si no lo escribiera yo.

– Es que lo estoy escribiendo yo.

– Sí, y no está mal, pero… Yo estaba pensando en otra cosa. En mis memorias. En un relato que diga quién soy yo, que hable de la vida que yo he llevado, una historia en la que brillen los lugares y los apellidos. Y esto… Es que yo ni siquiera hablo así.

Perlas a los cerdos. Haces el mejor libro que puedes escribir, desnudas la hipocresía, le enseñas a una mujer su propio pasado, y ella insiste en hablar de sí misma. ¿De cuándo acá unas memorias hablan de lo que su protagonista quiere? ¿De cuándo acá hablan de lo que su editor quiere? ¿Alguien sabe que existen los autores? ¿Alguien sabe para qué sirven?

– Recuerde la relevancia social que estamos buscando -comenté con suavidad, sin perder la calma-. Ésa es la clave.

Muy bien, iba bien.

– No quiero un libro con relevancia social. Simplemente quiero un libro mío.

Perlas a los cerdos. Pero era necesario buscar una perla nueva, una golosina para atraer el interés de Diana, la pobre, esa cabecita loca que a veces se distraía del objetivo fundamental, que era que yo tuviese un buen libro, un libro importante, un libro trascendental y polémico. Vamos a ver, una idea, alguna buena idea, una idea persuasiva…

– Pues a Vargas Llosa le encantó el libro -fue lo único que se me ocurrió.

– ¿Ah, sí?

– Dice que le parece… un libro fundamental para la comprensión de la ignominia en la América Latina actual.

– ¿Enserio?

– Y la autora será usted.

Al menos hasta que se me ocurra cómo arreglar eso.

– ¿«Fundamental» dijo?

– Fundamental. Pero dice que hace falta hablar de Cuba. Eso sí.

– ¿De Cuba?

– El editor me ha dicho lo mismo. ¿Le comenté que he estado hablando con un editor? Txema Kessler, el editor joven más serio e importante de España. Él cree que es vital para el libro hablar de Cuba. Usted vivió en Cuba, ¿verdad? Pues he ahí un tema esencial que estamos dejando de lado. Si su vida en la República Dominicana es tan interesante, seguro que en Cuba será aún mejor. El momento político de los cincuenta es muy atractivo…

– Pero en Cuba no están los Picciardi ni mis hijos. Este libro es para ellos y contra ellos.

– Pero de Cuba salió parte del dinero que le robaron a usted. Es necesario saber detalladamente qué hizo su padre ahí. Eso bastará para echar luz sobre el resto de la historia. Eso dijo Vargas Llosa -trataba de repetir ese nombre tantas veces como fuese posible.

Pasamos el fin de semana discutiendo esa posibilidad. Ella sentía una resistencia visceral a la idea de incluir a Cuba en el libro. Llamamos a Jesús Gómez. Después de gritarle durante dos horas en el teléfono, él dijo que meter a Cuba le parecía ridículo e innecesario. Según Gómez, en La Habana Giorgio Minetti había sido sólo un empresario honesto sin vínculos políticos. Tenía un periódico y sus concesionarios de siempre, pero no había nada más que buscar ahí.