– ¿Ya ves?-decía Diana.
– No sabía que su padre tenía un periódico -retrucaba yo.
– Sí.
– ¿Y qué pasó con el periódico?
– ¿Qué iba a pasar? Nos lo robaron los comunistas.
– ¿Su padre peleó contra la Revolución para mantener su periódico?
– Claro que sí. Papá estuvo hasta el último minuto al pie del cañón.
– Es increíble, ¿no?
– ¿Qué?
– A usted le han robado todo, Diana. Su familia le robó el dinero, Castro le robó el periódico, Trujillo le robó el sueño de una infancia en su país… Es usted una víctima de la mentira política.
– Bueno… sí.
– Nuestro testimonio se vuelve cada vez más un retrato desde el abismo, ¿se da cuenta? Su historia, la suya, Diana, es la historia de miles de personas que creyeron en esos países y fueron traicionadas. Nadie ha escrito un testimonio así de valiente, fíjese. Es lo que más les interesaba a Kessler y Vargas Llosa…
– ¿De verdad les interesa?
– Les encanta. Dijeron que sería un libro histórico.
– ¿Histórico?
Diana parecía saborear esa palabra, que elevaba su ego a una nueva dimensión.
– Parece que el libro de Huber Matos ha vendido centenares de miles de ejemplares. Tenemos el escenario caliente. El suyo podría aprovechar la corriente.
– ¿Matos ha vendido todo eso?
Bueno, poco más, poco menos.
– ¿Lo conoce usted?
– ¿Que si conozco a Matos?
Sonrió pícaramente, como si no quisiese hablar mal de alguien que no fuese de su familia. Ella tenía esos gestos imposibles de transcribir, pero prometedores.
– Matos ha pasado a la historia -dije-. Y usted no escribirá el libro que todo el mundo hispano espera con ansias, el libro que las víctimas reclaman. La vida es tan injusta…
– Bueno, quizá…
– No, deje. Ya no importa. Comprendo. Podemos limitarlo a la República Dominicana. Total, de todos modos llamará la atención de algunas personas. Quizá unas veinte o treinta. Creo que hay muchos inmigrantes dominicanos en España, pero no leen gran cosa, ¿sabe? Da igual, sigamos con las entrevistas.
– En realidad, yo me siento más cubana que dominicana.
– Ya veo. Pondremos eso por ahí, es una frase bonita.
– Fue ahí donde crecí, me casé y tuve a mis hijos…
Ella empezaba a considerarlo. Mis mentiras estaban surtiendo efecto.
– Pero quiere ignorar todo eso en su libro.
– No es que quiera ignorarlo. Es que… me parece muy triste acordarme de todo eso. Cuba es una herida que me duele desde hace más de cuarenta años.
El momento emocional había llegado. Era hora de aprovecharlo.
– De eso va este libro, Diana. De hecho, yo pensaba llamarlo Las heridas abiertas o Las venas abiertas del Caribe…
– Eso es horrible. Suena comunista.
– También pensaba llamarlo Parecía el Paraíso…
– Eso me gusta más.
– Es un título de John Cheever. Pero los títulos no se registran en derechos de autor. Podemos usarlo.
– Ese título está bien.
– ¿Usted cree? Serviría si habláramos de Cuba, pero… Bueno, en fin, no vamos a llorar sobre la leche derramada.
– Quizá no esté derramada aun -dijo Diana. Sus ojos brillaban.
– Quizá.
– Quizá puedas ir a La Habana.
– Bueno, eso depende de usted.
Diana se puso nerviosa. Emitió su máxima señal de excitación, que era levantar las manos con las yemas de los pulgares contra las de los índices.
– Tengo una amiga… que no he visto en mucho tiempo. Mariana San Martín. Me gustaría… de verdad me gustaría saber qué pasó con ella. Tengo curiosidad por más personas de Cuba que de Santo Domingo. Al menos por una más.
– Uno es de donde el corazón lo reclama.
– Algunas de las chicas se quedaron después de todo lo que pasó. No sé por qué. Hace tanto que no sé de ellas… Quizá podría aprovechar y buscarlas… Quizá… ¿Crees que nuestro libro sea un libro importante?
– No lo he dicho yo. Lo han dicho los grandes. Y la autora será usted.
Al menos hasta que se me ocurra cómo arreglar eso.
– Déjame pensarlo un poco. Empecemos con las entrevistas de esta semana.
– Muy bien. Hábleme de La Habana.
8.
Mi hermano Minetino sirvió en la guerra durante todo el último año de combates y celebró en Francia la caída del Reich. En cada pueblo encontró gente feliz que lo recibía como a uno de los salvadores de la humanidad. O eso suponía yo.
En la inocencia de mi pubertad, yo lo veía como un veterano que volvía a casa cargado de historias que contar, tal vez con una ligera cojera producto de alguna acción heroica. Me gustaba presumir ante mis amigas de que mi hermano, casi solo, había ganado una guerra mundial. Pero todo eran fantasías. Yo tenía la cabeza llena de películas. En la realidad, en casa no supimos mucho de él durante ese año, y nadie me explicó jamás las razones de su ingreso en el Ejército. Temo que ni él mismo las supiese.
A pesar de eso, y de nuestra breve y fría experiencia en Buenos Aires, me hacía ilusión verlo de nuevo. Yo quería tener un hermano, héroe o no. Sin embargo, tras abandonar Europa, Minetino volvió a Estados Unidos y se quedó en algún cuartel. Empezó a demorar su regreso, una y otra vez, con una nueva excusa para cada ocasión. En sus secos y rutinarios mensajes a la familia, no daba razones ni aclaraba qué estaba haciendo. No decía sí ni no a nada. Ni siquiera sabíamos en qué parte del país estaba exactamente.
Su extrema parquedad hizo pensar a mamá que él ya no nos quería, que había descubierto una nueva vida y nos abandonaría definitivamente. Pero la cuestión no era lo que él quisiese. Lo que ocurría en Miami, donde había sido enviado, no tenía nada que ver con su voluntad. Más bien, como casi todo en su vida, tenía que ver con nuestro padre.
El futuro de Minetino empezó con una misteriosa citación que recibió en el cuartel. El remitente del sobre era un tal Howard Hunt, y se dirigía a él con la altivez de un superior. A mi hermano, el nombre no le decía nada. Cuando llegó el día de su encuentro, ni siquiera sabía de qué iban a hablar. Imaginaba que le ofrecerían algún trabajo de oficina para el Ejército o algo así. Y bueno, supongo que era algo así.
Hunt había sido agente de la OSS, la Oficina de Servicios Estratégicos, y había pasado el final de la guerra sirviendo en China en labores de inteligencia. Desde su regreso, trabajaba en una pequeña oficina de Coconut Grove sin señales aparentes ni placas oficiales. Cuando Minetino llegó, no sabía si debía cuadrarse, como se hacía con los oficiales, o sentarse, como se hace ante los empleados administrativos. De todos modos, Hunt lo recibió sin mirarlo, con varios papeles sobre la mesa y el aire atareado e informal del ejecutivo que no tiene tiempo que perder.
– ¿Su nombre es Giorgio Humberto Minetti, oficial?
– Sí. Está en mi expediente.
– Ya. ¿Cuál es su relación con Giorgio Minetti, el empresario italiano antes radicado en Cuba?
– Es mi padre.
– ¿Tiene usted una buena relación con él?
A Minetino le extrañó una pregunta tan personal. Y también le extrañó que definieran a papá como empresario y no como fascista.
– ¿Tengo que responder a eso?
– No es una orden, pero sería mejor, sí.
– Supongo que tenemos… una relación normal.
Por primera vez, Hunt levantó la vista de sus papeles y miró a mi hermano. O, más bien, le clavó los ojos.