– ¿Confía él en usted?
– Sí… Bueno, sí.
– ¿Está usted al corriente de los vínculos que sostenía con el FBI?
– No.
Hunt se quedó observándolo en silencio, presionándolo con la mirada, esperando que cambiase su respuesta. No creía que Minetino hubiese ignorado las relaciones entre papá y los servicios secretos americanos. Pero, en verdad, mi hermano no tenía idea. En el momento de la entrevista era un chico de veinticinco años, y había dejado de vivir con nosotros desde hacía por lo menos ocho.
– ¿Está usted al corriente de los vínculos de su padre con la Italia fascista?
– Sí.
– ¿Sabe si él desea regresar a Cuba?
– Sí. Lo desea.
– ¿Hablan ustedes con frecuencia?
– Más o menos.
A Minetino empezaba a ponerlo nervioso ese extraño interrogatorio. Trató de hacer preguntas él también:
– Disculpe, oficial. ¿Es usted oficial? Disculpe, señor, pero no entiendo adónde quiere llegar.
– Oficial Minetti, seré muy claro con usted. Estamos formando una nueva agencia de inteligencia, una oficina que pueda ocuparse del manejo de información internacional mientras el FBI se concentra en los asuntos internos del país, ¿me sigue?
– Sí, señor.
– Ahora mismo, su padre puede estar tranquilo. El fascismo no es un tema que nos preocupe. Está en el pasado, se acabó. La amenaza que se extiende en este momento por el planeta es el comunismo. Crece, oficial Minetti, como un cáncer, cada día más gordo y lleno de células muertas, matando todo lo que toca. Tenemos especial interés en proteger al mundo de esa amenaza. ¿Es usted un anticomunista, oficial?
– Absolutamente, señor.
– ¿Y su padre?
– También, señor.
– Muy bien. De momento, sabemos que América Central y las Antillas son dos regiones que debemos cuidar especialmente. Esos países están cerca de nosotros y padecen una alta inestabilidad política, lo cual los convierte en un excelente campo de cultivo para el enemigo. Nos interesaría contar con un anticomunista convencido como su padre, pero, claro, eso no es tan fácil.
– A mi padre le encantaría, estoy seguro…
– Entienda la situación, oficiaclass="underline" el FBI nos considera una competencia indeseable y va a hacer todo lo posible por que fracasemos. Y una de esas cosas será denunciar o vetar a un ex espía de Mussolini, aunque haya trabajado para ellos. Dirán que nos estamos aliando con el enemigo y bla, bla, bla. Ellos también tienen asuntos oscuros que tapar, pero no se trata de empezar a sacarnos los trapos sucios, ¿verdad? Se trata de resolver problemas. Su padre tiene experiencia política y diplomática en la zona, además es un empresario de éxito…
– ¿Por qué no habla de esto directamente con mi padre, señor Hunt?
– Eso es lo que le estoy explicando. Su padre no puede volver por el momento a La Habana, al menos no con la fuerza que tenía antes, pero usted sí. Usted es un ciudadano norteamericano que ha luchado por este país, su lealtad está fuera de toda duda, y si acepta ser uno de los nuestros, podrá asumir usted los negocios de su padre. Él podrá volver y administrarlo con perfil bajo -Hunt puso énfasis al pronunciar con perfil bajo-. Cuando la gente se haya olvidado un poco, podrá hacer lo que quiera. ¿Le interesaría a usted trabajar con nosotros?
Para Minetino, se trataba de una oferta inigualable. A pesar de su juventud, podía asumir él el control sobre mi padre, podía decirle qué hacer y qué no hacer porque papá dependería exclusivamente de él para poder permanecer en Cuba. A la vez, sería un agente secreto de los Estados Unidos, prácticamente un intocable en la isla. Durante unos segundos, se preguntó si debería pedir un tiempo para pensar en la propuesta. Luego respondió:
– Cuenten conmigo, señor Hunt.
– Bienvenido a la CIA, agente Minetti.
Tras esa reunión, Hunt partió a instalar la primera oficina de la agencia en México. Años después, estaría involucrado en la invasión de Bahía de Cochinos, sería acusado de haber conspirado para el asesinato de Kennedy y, finalmente, condenado a prisión por su participación en el caso Watergate.
Pero ésa es otra historia. Para mi familia, la única noticia importante que surgió de ese encuentro era la que más esperábamos: regresaríamos a Cuba. Incluso papá, que nunca transmitía emociones, era incapaz de disimular su alegría. El día que aterrizamos en La Habana, mamá se arrodilló y besó el suelo. Y cuando volvimos a casa, besó el dintel de la puerta. Y luego besó el mar Caribe. Y, aunque nunca había sido muy expresiva, me cubrió de besos y me anunció:
– Hoy volvemos a vivir.
A mí, lo que más me alegraba era la perspectiva de ver a mi hermano. De hecho, como nunca antes, nos podríamos ver con frecuencia. Pero él no estaba especialmente feliz con la idea. Había cambiado.
En mis recuerdos, Minetino era un chico tímido, algo soso, pero amable e inseguro. En cambio, el día de nuestro reencuentro en La Habana era un témpano. Al sentirlo llegar a la casa, bajé corriendo a recibirlo y salté sobre él para abrazarlo. Él me contuvo en el aire y me dio un beso que casi parecía una señal de STOP. Luego siguió de largo, se fijó en el sofá del salón y masculló:
– No me gustan los colores de ese mueble. Cámbienlo.
Como un perro que orina para marcar su territorio, recorrió toda la casa, parando en cada rincón, juzgando cada detalle y a cada persona en dos segundos. Ahora supongo que se veía ridículo, un chico casi menor de edad con pretensiones de Humphrey Bogart. Pero en ese momento parecía inaccesible, inalcanzable, un hombre con algo que ocultar. No habló mucho ese día. Sólo se llevó aparte a papá. Displicentemente, como si le diésemos pereza, nos explicó que tenían que conversar de negocios. Y cerró la puerta del estudio. La historia de mi vida ocurría en ese estudio. Para mí, como para la isla, la vida ocurría donde no podíamos verla.
El mismo día en que ocupó su nueva oficina en la calle Infanta, papá volvió a colocar en el centro de la habitación su rosa náutica, que en Buenos Aires había dormido en una caja. Además, mandó tallar otra rosa náutica en la fachada del edificio. Para él, eso significaba que la deriva había terminado. El barco volvía a estar bajo su control.
Según lo acordado, Minetino era el jefe nominal y papá trataba de pasar desapercibido. Pero su sola presencia era una fuerza de la naturaleza. Rápidamente hizo crecer el concesionario y recuperó la exclusividad para proveer de automóviles al Estado: vendía los Oldsmobiles para patrulleros y los Cadillacs para los políticos importantes. En pocos meses, Cuba llegó a ser el segundo país del mundo con la mayor venta de Cadillacs, el primero en ventas per cápita.
Entre sus primeras tareas también estaba la de integrarse en un círculo social. Trabó amistad con un americano de origen italiano, Amleto Battisti, un hombre al que recuerdo por su pulcritud y elegancia. Cada detalle de su atuendo, peinado y uñas estaba finamente pulido y elaborado.
Igual que papá, Battisti era adicto al trabajo. Aparte de sus innumerables negocios, entre ellos el lujoso hotel Sevilla Biltmore, estaba metido en política y llegó a ser el único extranjero elegido parlamentario. Para ello, se labró una imagen pública de benefactor social, mediante generosos donativos a obras de caridad. Battisti aparecía en los periódicos en todas las páginas: la social, la local, política. Incluso en la de espectáculos, compartiendo fiesta con estrellas de Hollywood que alojaba en su hotel. Cada vez que veía una foto de él en la prensa, papá decía:
– Ahí está. Amleto otra vez. Sólo le falta salir en la sección de deportes.
Desde su llegada al país, Amleto Battisti se mostró muy dispuesto a insertar a papá en sus zonas de influencia. Le compró automóviles, le solicitó asesoría legal en varios temas de impuestos. Y más de una vez, le echó una mano con el gobierno del país. Battisti tenía contactos al más alto nivel. Su hotel estaba situado justo entre el Palacio de Gobierno y la Casa Marina, el burdel más elegante de la ciudad. Según las malas lenguas, Battisti tenía oficinas en los tres edificios.