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En uno de sus negocios con Battisti, papá ayudó a declarar y reducir los costes de envío de un cargamento de azúcar que salía para Miami. Se trataba de un embarque de proporciones descomunales, pero a papá no le pareció anormal. Era un trabajo como cualquier otro. Un contenedor en un barco que debía llegar de un punto a otro. O eso parecía. O eso quería creer él.

El día anterior a la salida del cargamento, mi hermano irrumpió como un energúmeno en la oficina de papá, cerró la puerta y dijo:

– ¿Te has vuelto loco, papá?

– No, tú te has vuelto loco -respondió papá malhumorado-. Eres mi hijo. A mí no me puedes hablar como si fuera tu chofer.

– ¿Qué sabes del cargamento de Battisti? ¿Los contenedores llenos de azúcar?

– Eso mismo. ¿Qué pasa con ellos?

– Eso no es azúcar, papá. Una parte es azúcar, pero dentro de los costales, el polvo es otro.

– Estás diciendo estupideces.

– La CIA y la mitad de los policías americanos lo saben. Están todos comprados. Pero esto es tráfico de estupefacientes. Como aparezca uno que no haga la vista gorda, te habrás metido en un lío muy duro. Y yo contigo.

Considerando las sospechas sobre papá de los servicios secretos americanos, eso podía ser un golpe mortal. Inmediatamente, papá fue a pedirle explicaciones a su amigo.

Battisti lo recibió en su oficina del Sevilla. Por las ventanas, el mar y La Habana Vieja ponían a su conversación un sereno marco azul y blanco. Pero sus palabras sonaban como abismos y bombazos.

– ¿En qué embrollo me estás metiendo, Amleto?

– No sé de qué me estás hablando.

– Mira, a mí no me importa lo que tú hagas. Pero si hacemos negocios juntos, me tienes que decir adónde me meto. Si no hay confianza, no hay negocio.

Battisti se encogió en su escritorio. Levantó las manos, como si nada fuese culpa suya.

– ¿Quién te lo ha dicho? -preguntó.

– Eso no importa. Lo saben los americanos. Narcóticos podría estar esperándonos.

– Narcóticos sabe que no debe saber nada.

– Aunque no se enteren, me da igual. Éstos no son mis negocios.

Battisti sonrió. Se levantó del asiento y se acercó a la ventana. Señaló hacia fuera, a la ciudad, que se perdía en la línea del litoral.

– Mira este paisaje, Giorgio, y dime qué ves.

– Veo una ciudad en la que quiero estar tranquilo. Ya he tenido bastante en los últimos años.

Amleto se encendió un habano. Una mueca de decepción se dibujó en su rostro.

– Ése es el problema -dijo mientras dibujaba círculos con el humo-. Sólo ves el pasado. ¿Sabes lo que yo veo? Una larga costa de hoteles y salas de juego que va de Varadero hasta La Habana, a lo largo de la Vía Blanca. Veo gente sonriendo y divirtiéndose en las playas y los casinos. Veo placer, Giorgio. Mulatas, fiestas, sol. ¿Y sabes qué más veo? Veo a los americanos venir volando a sumergirse en ese placer, muy cerca de Miami pero infinitamente lejos de los incómodos legisladores de ese gran país. ¿Los ves ahora? Trayendo todos esos dólares libres de impuestos para entregárnoslos uno por uno. Veo el futuro.

Sopló el humo de su habano sobre el rostro de papá, como si fuese el vaho de un sueño.

Difícilmente esta situación tomaba por sorpresa a mi padre. Imaginaba con quién trataba. Había creído que podría mantenerse al margen de la parte peligrosa, pero sin duda ya estaba en el lado oscuro. Su nombre se asociaba con Battisti y su entorno. Ahora, podía pelear con el único grupo de gente leal que lo apoyaría ante cualquier dificultad. O podía aprovechar la situación y devolver la misma lealtad. Papá había dicho muchas veces en casa que nuestro regreso a Cuba era definitivo y que no volvería a salir de ahí bajo ningún concepto, bajo ninguna amenaza. Supongo que estaba dispuesto a lo que fuera por conservar su lugar en el mundo. A lo que fuera.

– Un empresario con tu talento podría hacerle mucho bien a gente como nosotros, Giorgio -continuó Battisti, hablando ya en plural, como si lo invitase a una secta.

– Amleto, yo apenas estoy reponiendo mis negocios en La Habana. No es gran cosa.

– Podría ser más. Nosotros tenemos negocios con un enorme flujo de capital que necesitamos colocar.

– Colocar.

– Necesitamos una persona hábil en las finanzas, ¿me entiendes? Alguien que pueda hacer movimientos de dinero rápidos y limpios. Y sobre todo, alguien leal, de nuestra sangre.

– No sé, Amleto. Yo ya he tenido bastantes problemas en este país y no quiero meterme en más. Aún soy un perseguido, y mi posición es delicada. El FBI debe saber hasta a qué hora voy al baño. Además, yo no sé de estas cosas. Nunca he estado metido en estos negocios.

– Justamente eso es lo que nos interesa, Giorgio. Justamente por eso te hemos escogido.

Y esta vez, su voz no era la de un amigo sino la de un padre, la de alguien que te adopta, que te invita a su familia.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, mientras planeaban la ocupación de Italia, los americanos decidieron tender redes de poder al interior del país para preparar la llegada de sus tropas y sabotear los planes de defensa fascistas. No podían acudir a los partisanos, que eran comunistas, ni a las resistencias antinazis de otros países, que eran extranjeras. Hacían falta italianos organizados y capitalistas con destreza en el uso de las armas y buenos contactos en la política local. Claramente, los únicos que respondían al perfil eran los miembros de las familias de la Mafia.

Varios cabecillas de las principales familias que estaban presos fueron liberados, entrenados en instalaciones militares y enviados a Europa. El más importante de ellos era Lucky Luciano, el hombre que había organizado a la Mafia, sacándola de las destilerías de mala muerte para convertirla en un negocio a nivel nacional. En el acta de libertad de Luciano, el gobierno de los Estados Unidos destacaba su patriotismo, espíritu democrático y fidelidad.

Luciano hizo su trabajo en nombre del mundo libre, y Estados Unidos liberó Italia. Pero terminada la guerra, Luciano comprendió que en ese país no había un futuro para él. Se trataba de un país demasiado pobre, en el que funcionaban ya miles de pequeñas familias con negocios regionales con las que sería muy difícil competir. Era como tratar de instalar un McDonald's en una ciudad donde los clientes no tienen un centavo y los cafés típicos te pueden poner una bomba. Además, a Luciano le faltaba arraigo. En América, la Mafia tenía organizaciones, familias y empresas completamente integradas en la sociedad. Era imposible trasladar todo eso a Europa.

Hizo sus cálculos. Un nuevo negocio asomaba en el horizonte: la cocaína. Llevarla a Estados Unidos podía producir mucho dinero si se encontraba el lugar indicado para trabajar. Un lugar con caletas y radas donde aprovisionar barcos clandestinamente. Un lugar que ya conociese desde la importación de ron durante la ley seca. Un lugar lo suficientemente cerca y lo suficientemente lejos de América. Y ese lugar se llamaba Cuba.

En 1946, Lucky Luciano entró en La Habana con un nombre falso y convocó a una reunión de las familias para planear un nuevo reparto de los negocios. Su regreso fue saludado con optimismo por sus viejos amigos. En diciembre de ese año, el financiero de la Mafia Meyer Lansky, Vito Genovese, Santos Trafficante, un emisario de Al Capone y decenas de caudillos firmaron el registro del Hotel Nacional, el más suntuoso de la isla, un gigantesco edificio frente al mar donde aún hoy se exhiben los cañones de la independencia. El amigo de papá Amleto Battisti no firmó porque él tenía su propio hotel.