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La reunión de La Habana fue larga y productiva, llena de resoluciones importantes. Se abrieron nuevas rutas comerciales. Se distribuyó el negocio. Se cerraron acuerdos. Pero, paradójicamente, el único que no salió beneficiado de ella fue quien la había convocado. Porque tras esos días cercanos a la Navidad, los jefes de las familias salieron convencidos, por sobre todas las cosas, de que el viejo Lucky Luciano, el gran líder, el fundador, se había vuelto completamente loco.

Sintiéndose seguro y creyendo que los viejos tiempos continuaban, Luciano estaba llamando la atención demasiado. Hizo que sus cuatro dóbermans persiguiesen a un cartero para divertirse. Se trepó al escenario del Tropicana y arrastró a una vedette hasta la pileta de la puerta principal. Se dejó fotografiar en cuatro cabarets de la mano de bailarinas. Montó una fiesta de tres días en el hotel con Frank Sinatra, que atrajo a toda la prensa de espectáculos. Y golpeó a un policía en la puerta del cabaret Sans-Souci.

Su viejo amigo Meyer Lansky trataba de controlarlo un poco. Le pedía discreción y calma, y se ocupaba puntualmente de comprar el silencio de los policías y periodistas que atestiguaban sus barbaridades. Pero Luciano estaba desbocado. Pensaba que en ese país nadie los tocaría, que no tenían enemigos a su altura. Cuando empezó a aparecer también en periódicos de los Estados Unidos, sus socios se alarmaron seriamente. En una de las reuniones, Genovese explotó y le reprochó:

– Luciano, actúas como un adolescente.

– Mejor -le respondió Luciano-. Me siento mejor que cuando era adolescente.

En lo referente al trabajo, Luciano proponía concentrar todo el tráfico de droga en Cuba y cultivar en la misma isla, para ahorrar en transportes. Estaba obsesionado con el negocio de la cocaína y la usaba constantemente, aun durante las reuniones. En una cena, fuera de sí, le ofreció una raya a uno de los camareros, que no sabía cómo responder ni qué decir. Luciano pretendía sobornar a autoridades a todo nivel y se creía capacitado para desafiar a los Estados Unidos por estar en un país soberano. Pensaba que, en el peor de los casos, los americanos no tomarían represalias contra los italianos sino contra las autoridades de la isla. Lo peor era que aún se consideraba el jefe de todos los demás. Despreciaba a quien lo contradijese y se mostraba prepotente. Tras cada una de sus intervenciones, Meyer Lansky y Genovese se observaban y sacudían la cabeza.

– Ha perdido la razón.

– Una pena. Era un tipo tan listo…

– Y ahora es un estorbo.

Tras la reunión del Hotel Nacional, Amleto Battisti encomendó a papá su primera misión: librarse de ese estorbo.

Durante el verano de 1947, Lucky Luciano vino a casa tres días por semana sin falta. Hasta donde yo recuerdo, era un tipo amable, aunque se ponía impetuoso después de la cuarta copa, lo cual solía ocurrir a la media hora de llegar. De cualquier modo, nunca fue escandaloso. Además, por recomendación de Battisti, confiaba ciegamente en papá. Cuando hacía algún comentario desatinado, papá lo corregía con la paciencia de un abuelo. Entonces Luciano se le quedaba mirando un rato y respondía:

– Sí. Supongo que tienes razón.

Invariablemente, cada vez que Luciano abandonaba nuestra casa rumbo a alguna de sus fiestas, Minetino llegaba y se encerraba con papá en el estudio.

En lo personal, yo prefería las visitas de Luciano. Al menos era un tipo divertido, con sentido del humor, con una vida. Mi hermano, en cambio, sólo trabajaba. Ni siquiera tenía amantes o grandes fiestas. Era una persona seca, amargada y, lo peor de todo, siempre andaba de muy mal humor conmigo. A mí me gustaba divertirme. Mamá me había enseñado a tener una vida social intensa. En cambio, para Minetino, una mujer era un accesorio del salón, dedicada exclusivamente a la moda y a engordar. Él pensaba que los hombres debían pasar por nuestras vidas como un plumero, para desempolvarnos y ponernos en un lugar bonito que decoraríamos a nuestro gusto. Y se creía con derecho a darme órdenes. Me exigía estar «presentable» (o no estar presente) cuando estuviese Luciano en casa, y en general trataba de enseñarme a «comportarme» y de reprimir mis ganas de vivir.

Lamentablemente, Minetino se quedaría cerca de mí mucho más tiempo que Luciano, cuyas visitas estaban por acabar. En las reuniones entre papá y mi hermano, el tema fundamental era cómo sacarlo de Cuba.

El primer paso de su plan fue darle a la CIA toda la información de sus operaciones. Cada embarque de droga que Luciano quería mover, cada negocio que trataba de montar, se encontraba con la oposición de las autoridades cubanas presionadas por Estados Unidos. A pesar de eso, el jefe de mi hermano, Howard Hunt, sospechaba de las relaciones entre papá y Luciano. En sus reuniones, siempre hacía preguntas incisivas al respecto y se mostraba suspicaz. Pero Minetino, por supuesto, lo defendía:

– Mi padre nos está transmitiendo todo lo que sabe sobre Luciano. Eso prueba su lealtad a América.

– No sé si es lealtad a América o al dinero de la Cosa Nostra -respondía un malencarado Hunt-. Al fin y al cabo, sigue haciendo negocios con Battisti y los demás, ¿no?

– Está dispuesto a dejarlo si se lo ordenamos. Ahora bien, ¿queremos que él deje la Mafia o queremos que nos informe de sus movimientos desde adentro?

– Supongo que es mejor tener a esa gente en La Habana que en Nueva York. Pero ¿por qué no quitan de en medio a Luciano? Está dejando en ridículo a los Estados Unidos.

– Si los italianos expulsan a su antiguo líder -argumentó Minetino-, se creará una guerra de mafias en la isla. Y será peor.

– ¿Y entonces? ¿Nos quedamos con los brazos cruzados?

Minetino tenía una respuesta para esa pregunta, una respuesta forjada en largas charlas en el estudio de casa, mientras Luciano se divertía en algún cabaret:

– Los italianos no pueden rebelarse contra Luciano. Pero si la presión contra él llega de Estados Unidos, mi padre garantizará que las familias no lo defiendan.

A Hunt le pareció una propuesta razonable.

Para aumentar la presión sobre Luciano, papá empezó a filtrar a la prensa información sobre sus negocios. Los artículos atraían la atención de los cubanos, pero sobre todo de los diplomáticos norteamericanos, que exigían escandalizados la salida de Luciano de la isla. Conforme se iba cerrando el cerco, Luciano empezó a ponerse nervioso:

– Tenemos un infiltrado, Giorgio -decía a veces-. Alguien nos está traicionando, y cuando lo encuentre, le voy a abrir la garganta como a un perro.

Por suerte para papá, no tendría tiempo de descubrir al traidor y cumplir su amenaza. En sólo tres meses, los Estados Unidos declararon a Cuba un bloqueo de medicinas exigiendo la deportación de Luciano.

Cuando la noticia apareció en los periódicos, Luciano llegó a casa furioso. Papá ni siquiera logró convencerlo de encerrarse con él en el estudio o hablar en voz baja. En pleno comedor, mientras yo escuchaba desde la cocina, propuso a gritos sobornar al presidente para que rompiese relaciones con Estados Unidos. Aseguró que con el dinero de la droga podrían manejar todo el negocio desde Sicilia. Pensó en cambiar de identidad y establecerse en Caracas mientras las aguas se calmaban. En respuesta, papá iba enumerando con calma todas las razones por las que sus ideas eran inviables. Luciano estaba borracho y, antes de irse, rompió un jarrón. No sé si lo hizo por rabia o por torpeza.

El 29 de marzo de 1947, papá y Amleto Battisti acompañaron a Luciano al barco que se lo llevaría. En el puerto se habían congregado otros italianos y un par de vedettes del Tropicana. Pero pocos de los abrazos que Luciano recibió ese día fueron sinceros. Las últimas palabras que le dedicó papá fueron:

– No te preocupes. Te traeremos de vuelta cuando las cosas se enfríen.

No era verdad. Cuando el barco zarpó, lo único frío era la botella de champán con que mi hermano esperaba a papá en su Cadillac. Ahora sí eran socios de pleno derecho. Y sobre todo, ahora podíamos sentirnos tranquilos. Finalmente, y de una vez por todas, teníamos un lugar en Cuba. Teníamos la isla entera, porque era nuestra.