9.
La Habana se parecía a Santo Domingo de un modo extraño, como si fuesen la misma ciudad en dos universos paralelos: cada una era lo que la otra podía haber sido. La capital cubana tenía una bahía con apariencia de río, como el Ozama, pero estaba quieta, dormida, bajo una fortaleza costera que ya no tenía nada que defender. Ahí comenzaba uno de los malecones más antiguos de América Latina, pero en vez de modernos hoteles con cristales ahumados, entre las casonas derruidas se elevaban un par de viejos edificios de los años cincuenta, clavados ahí como monumentos a lo que nunca fue.
El barrio del malecón, Centro Habana, estaba arrasado, como si una guerra le hubiese pasado por encima. Las fachadas se sostenían con columnas de madera improvisadas. Las paredes se descascaraban. Los interiores estaban tan subdivididos que no se sabía dónde empezaba una casa y terminaba otra. Por las noches, junto al mar se amontonaban las parejas y los que podían pagarse una botella de ron. Los demás se quedaban en casa dormitando frente al televisor, alternando entre la señal de los dos únicos canales.
En medio de ese malecón adormilado estaba mi hotel, el Deauville, construido en 1956. En su inauguración, durante los años dorados de Minetti, el Deauville había sido considerado el mejor puticlub del Caribe: tenía salas de juego, piscina, salón de baile, restaurante y ciento cuarenta habitaciones distribuidas en once pisos. El lujo del hotel atraía clientes de todo el continente. Pero cuando yo llegue, casi cincuenta años después, era sólo un alojamiento barato. Por una suma de dinero ridícula, me quedé en el piso 11, con vista al mar y a los escombros de la ciudad.
Diana ya no conocía a casi nadie ahí. Y yo tampoco, pero daba igual. En Cuba, si tenías que hablar con un periodista, llamabas a la Unión Nacional de Periodistas. Si buscabas a un escritor, llamabas a la Unión Nacional de Escritores, y ahí tenían los datos de todos. Lo único difícil sería encontrar a la vieja amiga de Diana, Mariana San Martín. No tenía su número ni su dirección. No sabía si seguía viva, ni qué había sido de ella.
Llegué un lunes por la mañana y decidí ponerme en acción de inmediato. Tiré mis maletas en la habitación y bajé a la recepción. Tras el mostrador, dormitando con un ejemplar del periódico Granma sobre la cara, vegetaba una gordita de uñas moradas y pelo teñido de rubio.
– ¿Me puede dar una guía telefónica, por favor? -pedí.
La gordita ni se movió. Apenas desplazó hacia mí una de sus pupilas y contestó:
– Compañero, ¿necesitas una guía telefónica en la playa?
– No he venido a la playa. Vengo a trabajar. Tengo que llamar a algunas instituciones oficiales.
– Puedes esperar un poco que no hay nadie. Hoy es festivo.
– ¿Cómo que hoy es…? Pero si no…
– El comemielda de Bush ha hablado contra Cuba otra vez. Hay asamblea constitucional para declarar el socialismo intocable en la Constitución. Fidel ha declarado festivo, para que todo el mundo pueda ver la retransmisión de la asamblea.
Regresé a mi cuarto y encendí la televisión. Ahí estaban los padres de la patria. En los dos canales en simultáneo, quinientos representantes en la Asamblea Nacional decían exactamente lo mismo uno tras otro. Y no acabaron ese día. Al final de la jornada, un locutor de noticias anunció que el martes continuarían las deliberaciones. Un festivo más. Muy probablemente, el miércoles pasaría lo mismo. De los cinco días útiles que tenía para investigar, el comandante me acababa de anular tres.
Pensé darme un baño para relajarme. Me quité la ropa y abrí la cortina de la ducha. Bajo el caño, había dos cucarachas con antenas enormes. Parecían estar hablando de mí. Traté de llamar a la recepción, pero la línea telefónica no funcionaba. Tuve que vestirme y bajar en el ascensor, temiendo que se estropease en cualquier momento. Al llegar al primer piso, estaba furioso:
– ¡Hay cucarachas en la ducha! -grité ante la gordita inamovible.
– ¿Cucarachas? -quiso confirmar, y al ver mi cara de desesperación, hizo gesto de iniciar las gestiones, aunque no se movió-. No te preocupes, compañero. Sólo dime una cosa. Esas cucarachas que dices, ¿están vivas o están muertas?
– ¿Y cuál es la diferencia?
– Que si están vivas, te mando al exterminador. Pero si ya están muertas, te mando al de la limpieza nomás.
No contesté. Sólo subí por mis maletas y huí de ahí. Corrí por la calle hasta cruzarme con una bicicleta que llevaba detrás una carretilla y que se identificó como «taxi».
– Llévame a cualquier hotel sin cucarachas, por favor -le dije.
Me llevó al Sevilla, en el límite de Centro Habana, un lugar rodeado de edificios esplendorosos como el Capitolio, la fábrica de tabaco y el edificio Bacardí.
Como no podía hacer nada durante el día de la asamblea, decidí pasar la mañana relajándome y leyendo un poco. Me acerqué a la piscina, pero el paisaje sexual me impacto: todas las mujeres eran blancas. Todos los hombres, negros. Las solteras europeas jugueteaban con sus amantes vacacionales, les pagaban las copas y les tocaban los bíceps. Era la única piscina con máquina de preservativos que había visto en mi vida. Me sentí demasiado blanco para conseguir a una europea y demasiado peruano para atraer a una cubana -que además no había- y cambié de planes.
Salí a pasear. Conocí la catedral, recientemente restaurada, y una plaza de Armas llena de libreros y espectáculos al aire libre. Al principio, pensé que si no entrevistaba a nadie, al menos podría hacer un viaje turístico entretenido.
A cada paso que daba, una nube de vividores me rodeaba, zumbando como abejorros. No eran mendigos ni asaltantes. Sólo gente que se acercaba a hablarme, a contarme chistes y ofrecerme tabaco, ron, conversación, guía turística o unos minutos de simpatía. Igual que en Santo Domingo, todos creían que era español. En cada esquina, alguien me gritaba:
– ¡España!
Y luego inventaban algún vínculo con ese país, y empezaban a conversarme, para tantear qué quería yo. Calculaban que todo el mundo quiere algo. Especialmente si pasea solo.
Después de dos horas, la situación se hizo insoportable.
Volví al hotel desesperado. No tendría ni investigación ni paseo. Me quedaría en mi cuarto toda la semana viendo la Asamblea Nacional en dos canales y agradeciendo que no hubiese cucarachas. Inventaría algo para Diana al regresar, aunque de ser posible, volvería de inmediato. Era el viaje más espantoso que me había tocado.
Y entonces, cuando todo parecía perdido, me di de bruces con la solución a mis problemas. Literalmente.
En una pared del pasillo del hotel, bahía una foto de Giorgio Minetti.
«Al principio, pensé que era una ilusión óptica producto de mi angustia. Pero al mirar bien, no quedaron dudas. Era él, justo entre Lucky Luciano y Vito Genovese. Empecé a fijarme con atención en el lobby. Todos los muros estaban llenos de fotos de antes de la Revolución: actores de Hollywood, políticos importantes y un personaje recurrente: Amleto Battisti, el antiguo dueño del hotel. Con Battisti, figuraban en las fotos empresarios americanos e italianos que parecían sacados de una entrega de El Padrino. Y en dos de ellas, Giorgio Minetti.
Regresé corriendo a los puestos de libros de la plaza, pero no encontré nada sobre la Mafia en Cuba. Pasé por dos o tres librerías con el mismo resultado. Ni libros sobre los italianos, ni sobre sus negocios. Los libreros sólo tenían ediciones de la obra completa de Martí.
Oscurecía cuando abandoné la última librería. Estaba cansado y un poco frustrado, pero al menos sabía adónde dirigir mis pasos. Ya a dos calles del hotel, se me acercó un mulato sonriente, como todos los de La Habana: