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– ¡España! -me dijo. Así se acercaban siempre.

– No, Perú -le dije yo, un poco harto de dar la misma respuesta, con la ilusión de decepcionarlo. Pero eran incansables.

– Ah, Perú. Yo tengo unos amigos ahí. Los García. ¿Conoces a los García?

– No, no conozco a ningún García. Jamás en mi vida he escuchado ese apellido.

– Ah. ¿Y cómo va la visita? ¿Te gusta Cuba?

– Mucho, sí, pero vengo por trabajo. Y tengo prisa y…

– Yo me llamo Rubén.

Y me extendía la mano. El truco de siempre. Eran tan amables que resultaba imposible mandarlos a la mierda a pesar de las ganas que uno tenía.

– Hola, Rubén.

Perdí.

– ¿Necesitas algo: tabaco, ron, un lugar donde comer?

– No, nada.

– ¿Dar una vuelta, tomar algo, un café, conocer la catedral?

– Realmente no…

– ¿Salir con alguien, conocer gente, fiesta? Se conoce gente. Yo tuve una novia argentina.

– Ah.

– Se fue hace unos meses, pero nos seguimos escribiendo un poco. Yo le digo que la quiero, que quiero verla. Creo que me voy a ir para Buenos Aires.

Era inevitable. Habría que conversar. Se me ocurrió un último recurso.

– ¿Tú consigues cosas? ¿Sabes lo que necesito? Un libro sobre la Mafia en Cuba durante la década de los cincuenta. ¿Puedes conseguirme eso?

Me miró como si le hubiese pedido un caramelo. Ni siquiera preguntó qué tipo de libro, nada.

– Fácil -dijo.

Pensé que trataría de estafarme, pero se veía tan natural y tranquilo que no pude menos que seguirlo. Me llevó a un portal donde un anciano estaba sentado con una caja. Miró a todos lados, como si fuese una operación secreta e ilegal, y murmuró:

– Viejo, ¿tienes algún libro sobre la Mafia en Cuba? Hay uno de Letras Cubanas, ¿te acuerdas?

Lo dijo así. Con editorial y todo. Como quien pide un café. Y el anciano revisó su caja. Tenía dos ediciones, una de ellas ilustrada, de un estudio sobre la Mafia en Cuba que había ganado el Premio Casa de las Américas en 1993. Con las manos temblando, abrí la edición ilustrada. Entre las fotos, una vez más, había una de Giorgio Minetti, que era presentado como el encargado de las fachadas legales de los negocios de la Cosa Nostra. Bingo, como dicen los gringos.

A partir de ese día, Rubén se convirtió en mi asistente de investigación. Cada mañana al salir, me lo encontraba en la puerta del hotel. Me conseguía taxis baratos. Me acompañó personalmente al edificio de Minetti en la calle Infanta, que aún tenía la rosa náutica en la fachada. Y sobre todo, me agenció libros, datos y contactos. Yo necesitaba un libro sobre los bienes expropiados a partir de 1960. Rubén lo tenía. Una lista de italianos fascistas, una guía telefónica del 59, una historia política de Cuba. No había problema. Yo pagaba buen precio por los documentos, y además le llevaba los jabones que robaba del hotel, a veces una camiseta de mi equipaje. El único límite para sus habilidades fue la amiga de Diana, Mariana San Martín, a quien nunca pudimos localizar.

En los dos días útiles que me dejó la asamblea revolucionaria, conseguí ampliar la historia con algunas entrevistas. Según los informantes, Minetti no sólo había creado el vínculo Mafia-CIA, sino que luego le había vendido la línea informativa de su periódico a Batista. Y aunque odiaba y despreciaba al dictador, había terminado congraciándose con él porque era el único modo de hacer negocios. Así cerró su triángulo de poder. Era un genio, por donde se lo mirase. Un Rasputín del trópico con sangre italiana.

Para no lastimar a Diana, haría falta justificar en el texto a su padre, ensalzarlo, no pintarlo como un delincuente sin escrúpulos sino como un hombre con instinto de supervivencia. Aun así, la historia era espectacular. Y lo mejor de todo: era totalmente imposible de verificar. Aunque sus bases eran sólidas, el relato de Minetti estaba hecho de cuentos de ancianos, chismes de viejos periodistas y declaraciones sin pruebas. O sea, el sueño de un escritor. Una historia sin referentes claros te da mucho margen para inventar. Y yo puedo inventarme cosas mucho mejores que la realidad.

El único inconveniente de la historia era que no tenía nada que ver con Diana. Para resolverlo en la narración, decidí inventar una escena en la que Lucky Luciano frecuentaba la casa. Ya vería cómo convencer a Diana de que eso era verdad.

Un día antes de partir, había acumulado suficiente información y suficientes mentiras como para cobrar mi sueldo durante tres meses más. De todos modos, en vez de irme a la playa, entrevisté a un último periodista octogenario: Camilo Pérez Cino. Como casi todos los intelectuales que había encontrado, Pérez Cino residía en El Vedado, una antigua zona de clase alta. El barrio aún conservaba algo del viejo esplendor en algunas de sus avenidas, sobre todo donde habían puesto escuelas e instituciones públicas. Pero la mayoría estaba hecha pedazos. Los coches que circulaban por las calles no habían cambiado desde el año 60, aparte de algunos Lada soviéticos. De vez en cuando, asomaba un Jeep o un Fiat, propiedad de algún funcionario público o ejecutivo turístico.

Pérez Cino me citó en la heladería Coppelia, donde los cubanos hacían largas colas para comprar un helado, pero los extranjeros no. Le invité un helado para extranjeros y me pedí otro.

Pérez Cino no sabía bien quién era Minetti, ni nada sobre la Mafia. Después de un rato, empecé a sospechar que sólo había aceptado mi invitación para ganarse un helado. Eso sí, como para merecer su premio, hablaba sin parar. Conversamos un poco más sobre la vida y otras tonterías, hasta que terminamos el segundo helado. Entonces me levanté:

– Bueno, señor Pérez Cino. Muchas gracias por su ayuda.

– Cuando quieras. ¿Te quedas mucho tiempo?

– Me voy mañana, pero creo que ya tengo todo lo que necesitaba. Sólo me he quedado con las ganas de ubicar a una amiga de mi jefa, una mujer llamada Mariana San Martín. Supongo que ha muerto, porque…

– ¡Mariana! Pero si ésa es mi hermana, chico.

– Está bromeando.

– No. Y conozco su casa. Te puedo llevar ahora mismo. A ver si nos invita un café, chico.

Subimos a su auto, que se estaba cayendo a pedazos, y tuvimos que parar dos veces en el camino porque la puerta se caía y el motor no soportaba las cuestas. Y eso que en esa ciudad no hay cuestas.

Atravesamos un puente de hierro y llegamos al barrio de Miramar. Miramar acogía las casas más bellas de Cuba, las de los antiguos aristócratas, y la mayoría de ellas seguían ahí. Ahora era el barrio de las embajadas. Pero no pude apreciar la arquitectura, porque casi todo el camino empujamos el auto en vez de tripularlo. Hicimos una tercera parada para poner gasolina, que pagué yo.

Después de esa odisea, llegamos. Mariana San Martín vivía en un amplio apartamento cerca de la playa. Pérez Cino llamó a gritos desde el portal, porque habían cortado la luz, y alguien nos abrió la puerta tirando una soga desde el tercer piso. Arriba, en un salón decorado con artesanía santera cubana y adornos étnicos africanos, nos recibió una mujer de pelo corto, vestida con jeans y bandanas de colores en la cabeza. Se presentó como una antropóloga. Y cuando supo que venía de parte de Diana, pareció volverse loca de contento:

– ¿Diana está viva? ¿Cómo está? ¿Dónde está? ¿Qué sabes de ella?

Le conté casi todo. No se habían visto en más de cuarenta años. Mariana había permanecido en Cuba todo ese tiempo. Había viajado también, pero nunca retomó los contactos de su familia, ni buscó a su vieja clase social desperdigada en el exilio. Había publicado varios libros sobre cultura cubana. Le gustaba pintar. No echaba nada de menos. Durante un instante, la imaginé como la otra cara de Diana, la Diana Minetti moderna y hippie que habría resultado de haberse quedado en la isla.

– ¿Y Diana no va a venir? -preguntó.

– Se le hace muy triste volver. Creo que yo soy algo así como su emisario. Pero me gustaría convencerla de que venga.