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– ¡Pero qué rápido has aprendido!

Otras cosas me asombraban de esa escuela, como que tenía un palco en la ópera. Las chicas podíamos registrarnos y asistir en grupos de cuatro o cinco. Si nadie se registraba, Mother Krim designaba a algunas chicas para no perder el palco. Eso sí le gustaba a mi madre, que se esmeraba por que yo fuera correctamente vestida. Aunque quizá su idea de «correctamente vestida» no era la misma que la de mi preceptora. Alguna vez, mamá le preguntó a la monja:

– ¿Y qué ropa debe llevar a la ópera?

Mother Krim respondió:

– Ampliamente escotada y con unos lazos bellísimos.

Como lo había dicho una religiosa, el escote venía aprobado por las principales autoridades morales. Pero mi madre nunca estuvo muy convencida al respecto.

El objetivo de Mother Krim era que aprendiésemos a usar nuestra libertad con responsabilidad. Una vez, por ejemplo, llegó una chica con copas de más. Todas pensamos que la iban a expulsar. En vez de eso, Mother Krim nos reunió a todas y nos hizo ver lo desagradable que es una chica en esas condiciones. Luego explicó que nadie podía enseñarnos hasta dónde llegar, que nosotras mismas debíamos aprender a beber y calcular la cantidad que resistíamos, porque no hay nada más horrible que una mujer que ha bebido de más.

Además de las lecciones de las monjas, llevábamos un curso llamado Preparación para el Matrimonio, que se ocupaba de hablarnos técnicamente de las cosas, inclusive del método anticonceptivo del ritmo, que era el único que se podía enseñar en una escuela católica, claro. También llevábamos una asignatura de temas de la casa: cocina, costura y esas cosas.

Volví a La Habana a punto de cumplir dieciocho años, no muy diestra pero oficialmente graduada en todo lo que la sociedad esperaba de mí. Sólo faltaba un curso, que para mi católica madre era indispensable: caridad.

Mamá me envió a trabajar en el dispensario de San Lorenzo, un centro médico para pobres que pertenecía a un agustino amigo de papá. Durante dos meses, fui la secretaria y asistente del psiquiatra. Llegaba todas las mañanas y salía cuando llegaba la comida, porque el olor de los platos era tan repugnante que no lo podía soportar. Parte de mi trabajo ocurría cuando a alguno de los pacientes se le suministraba un electroshock. Yo tenía que arrojarme sobre él a ayudarlo para que no se cayera de la mesa.

Mi única amiga en ese puesto era una loca que tenía delirios de sangre azul. Siempre se vestía de rosado y simulaba con sus harapos los vuelos de las faldas de la aristocracia. A veces se creía María Antonieta, a veces Josefina. Yo le seguía la cuerda y conversaba con la mitad de la historia francesa en la versión alucinada de ese pobre ángel. Cuando la dieron de alta, me la llevé a trabajar a la casa, para ayudar a su reinserción. Dos horas después de llegar, estranguló al gato con sus propias manos. Ahí se terminó mi trabajo social.

Pero al menos lo intenté. Y había muchas chicas haciendo lo mismo. Eso no lo he visto en ninguno de los libros que aparecen sobre esa época. Todos hablan de la corrupción moral, y seguramente la había. Debe haber habido drogas y affaires prohibidos, como en todo el mundo. Pero básicamente, el mundo en que yo me crié era muy sano, tradicional y muy consciente de los deberes sociales. Esas cosas se harían, si se hacían, en círculos muy cerrados. Ahora ya ni siquiera hay que preguntarle a alguien si es homosexual. Hay que preguntarle si es heterosexual, más bien. Pero por entonces, los vicios eran más discretos. La primera vez que oí hablar de un homosexual, ni siquiera sabía de qué estaban hablando. Tomábamos té en un club y alguien dijo:

– ¿Sabías que el hijo de Alicia se tuvo que ir a los Estados Unidos?

– ¿En serio? ¿Y por qué se tuvo que ir?

– Algo.

– ¿Cómo?

– Pasó algo, tú entiendes.

– Algo.

– Exactamente.

Muchos años después, me enteré de que «algo» significaba un escándalo gay de proporciones. Pero no era fácil saberlo. Tampoco las drogas circulaban con facilidad. Y eso si circulaban, porque yo ni siquiera sabía lo que era una droga. Tengo amigas que advierten a sus hijas hoy en día que no beban nada que no haya sido abierto frente a sus ojos. En La Habana, eso jamás habría supuesto un riesgo para nosotras.

Normalmente, las chicas pasábamos todo el tiempo en los clubes. Los domingos por la noche, el Country Club organizaba sus famosos tés familiares, que en realidad eran cenas con baile que servían para que los jóvenes buscasen pareja bajo la atenta vigilancia de los padres.

La única excepción se daba cada 31 de diciembre, cuando no podías sentarte en la mesa de tus padres porque eso significaba que nadie te había invitado. De hecho, tus padres no podían pedir una mesa porque eso era como poner un cartel diciendo «Nadie quiso invitar a mi hija», una cosa realmente humillante. Tenías que ir con alguien, así no fuese tu pareja ideal.

Yo tenía un amigo que me invitó tres años seguidos. Yo aceptaba para entrar con él pero estar con todo el mundo. Eso no le hacía mucha gracia a mi amigo, que estaba buscando una relación. Con el tiempo se casó con otra amiga mía y empezó a decirme:

– ¿Tú sabes la cantidad de dinero que me hiciste tirar en champán? ¡De haberlo sabido, no te invitaba!

En una de esas fiestas conocí a quien se convertiría en mi esposo. Se llamaba Manuel Rodríguez y Fernández de la Vega. Era hijo de los marqueses de Valle Siciliana y marqués de la Real Proclamación. En Santo Domingo, como en España, los títulos se habían dejado de usar. Pero en La Habana, la alta sociedad vivía muy orgullosa de ellos y había una gran competencia social. Una broma de esos años decía que, si te quedabas sin dinero, podías vender tus apellidos. Luego he descubierto que no era una broma. Es lo que hizo mi novio al casarse conmigo, exactamente.

A pesar de sus nobles apellidos, mi padre odió a mi marido desde el primer momento. Nunca dijo nada, pero yo podía sentirlo. Ahora supongo que había calado a Manuel de inmediato, mucho antes que yo. A papá le habría gustado que me casase con un muchacho bueno y trabajador. Y mi primer esposo, digámoslo de una vez, era un zángano.

Pero había que contar con mi madre también, y ella estaba fascinada con mi prometido: hijo de cubanos con títulos nobiliarios, buen mozo, era el gran partido de aquella época y todas las niñitas estábamos detrás de él. Además, para mamá, Manuel era la llave de la alta sociedad. En todo el Caribe, las viejas familias formaban una élite cerrada, a la cual sólo se accedía por vía matrimonial. Fue así como papá entró en la República Dominicana, y lo mismo haría mi hermano años después.

En Cuba, las familias con apellidos despreciaban a los nuevos empresarios, especialmente a los extranjeros. Pero compartían espacios con ellos, como los clubes, porque no les quedaba remedio. Eran familias conservadoras con inversiones principalmente agrarias que, debido a la inestabilidad política, arriesgaban poco. Y por eso ganaban poco también. Cada vez menos. Los empresarios extranjeros, más dinámicos y arriesgados, controlaban una parte de la economía mucho mayor que la de aquella vieja aristocracia dormida entre sus sedas.

A mis dieciocho años, yo estaba fascinada con Manuel. Me encantaba su personalidad, su savoir faire, su mundo. Pero supongo que no estaba enamorada. Ni siquiera sabía qué era estar enamorada. ¿Y cómo podía saberlo? Era una niña. Para mí, era un misterio incluso cómo estaba construido un hombre. Sin embargo, Manuel fue mi primer amor, luego mi primer novio y, al final, mi primer marido. ¿Por qué? Creo que la mejor respuesta es la más simple: por idiota.

En cuanto a Minetino, cada día llegaba más alto en su trabajo de la CIA, que por lo demás era lo único que tenía en la vida. Para 1950, despachaba con Alien Dulles, subdirector de la Agencia Central de Inteligencia. En una de esas reuniones, Dulles se quejó de varias medidas del gobierno cubano: