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– Algo muy feo está ocurriendo en ese país -dijo parapetado tras un bigotito ralo y un gesto seco-. Nos han bloqueado las concesiones mineras. Han declarado zafra libre. Han creado un Banco Nacional. ¿Se está volviendo comunista el presidente Prío?

– No creo. Sólo está demasiado presionado. Trata de contentar a todo el mundo.

Dulles encendió su pipa.

– Yo no sé para qué mantenemos a ese hijo de puta -dijo mientras la mascaba.

– Porque los demás son peores -respondió Minetino.

– Ridículo. Batista arreglaría todo y pondría orden en dos patadas, y nosotros lo tenemos jugando al bridge en Daytona mientras la isla entera se quiere volver comunista.

– No sé si sea conveniente…

– ¿Y los italianos? Tú conoces a todos los mafiosos de ahí. ¿Qué están haciendo ésos? Antes al menos servían para algo. Ahora, todo el país nos grita que tenemos una cueva de la Cosa Nostra a veinte metros de Miami. Y ellos se forran de dinero a nuestra costa. Por Dios, esa gente le pagaría a Lenin si él les garantizase sus hoteles. Esto es una mierda…

A Dulles le brillaba la media calva. Parecía haber sido medio calvo desde siempre, desde su niñez.

– Podemos apretarles las tuercas a los italianos -ofreció Minetino-. Exigir mayor discreción en las operaciones. Pero debemos ser pacientes. La situación está muy complicada. Los más comunistas son los opositores del Partido Ortodoxo. Están haciendo campaña con el tema de la corrupción. Y la gente los escucha. Si nos precipitamos y cometemos un error, podríamos regalarles una victoria en las próximas elecciones.

– ¡Elecciones! -bufó Dulles, y era difícil saber si era un quejido o una carcajada-. Les damos la democracia a estos países y mira lo que conseguimos: nichos de delincuentes y gobiernos estalinistas. No saben gobernarse. A ver si tendremos que invadir cada pequeño país del mundo para evitar que se vuelvan locos.

– Tenga paciencia, Mister Dulles. Deme una oportunidad de arreglar esto.

Tras el humo de su pipa, Dulles observó a mi hermano con desconfianza. De todos modos, él observaba así a todo el mundo.

– Está bien -accedió finalmente-. Haz lo que quieras. Pero si sale mal, llamamos a Batista.

Minetino volvió a La Habana con un mensaje claro: había que detener las reformas del gobierno mientras se limpiaba su imagen de corrupto. Y, a la vez, desacreditar al Partido Ortodoxo. Eso costaría mucho dinero en campañas publicitarias, y lo más caro, en sobornos. Pero era una inversión necesaria.

A mediados de 1951, el líder ortodoxo Eduardo Chibás dio un ultimátum. Dijo tener pruebas de la corrupción en los más altos niveles del gobierno. Juró que mostraría a la luz pública la evidencia. Durante días, todo el mundo en La Habana contuvo la respiración, desde el Hotel Nacional hasta el Yacht Club. Pero algo extraño ocurrió. Las pruebas nunca aparecieron. Chibás no pudo explicar cómo las había perdido, o si las tuvo alguna vez.

El primer domingo de agosto, Chibás emitió en la radio su último mensaje público. Segundos después, se suicidó.

Ese mismo día, a la misma hora, y en presencia de mis padres, parientes y amigos más cercanos, contraje nupcias con Manuel Rodríguez y Fernández de la Vega. Mi boda fue un gran acontecimiento que apareció en toda la prensa de sociales. Entre los quinientos invitados estaban Hemingway, Amleto Battisti y el presidente Prío. El día anterior a la fiesta, el presidente envió agentes del Servicio Secreto a registrar la casa. Pero mi madre les dijo que la mía era una boda privada a la que el presidente había pedido ser invitado. Si Prío se presentaba, lo haría como cualquier otra persona. Y, por cierto, sus agentes no estaban invitados. Mamá tenía el mismo estilo desde los tiempos de Trujillo.

En la recepción, se consumieron trescientas botellas de champán y se reventó un castillo de fuegos artificiales. Y al terminar, un Lincoln negro nos llevó a nuestro departamento de Alturas de Miramar, la nueva casa que habríamos de compartir, regalo de papá. Recuerdo el arranque del auto, bajo una lluvia de arroz, confeti y flores, con las ventanas llenas de fotógrafos y amigos.

Ése fue el último momento agradable de mi matrimonio.

En parte, lo que ocurrió después fue culpa mía. Yo no sabía lo que me esperaba. Quiero decir: no sabía ni siquiera la parte más elemental de lo que me esperaba. La noche anterior, mamá, que jamás en la vida había pronunciado la palabra «sexo», me había preguntado sutilmente si tenía yo idea de lo que los esposos hacían después de la ceremonia. ¡Claro que no la tenía, ni la más mínima! Pero yo era de una inocencia conmovedora y, como toda chica de esa edad, veía el matrimonio como algo esplendoroso que comenzaría con una luna de miel por Nueva York, Marruecos y Europa. Mamá no tuvo corazón para darme lecciones.

La fiesta había sido larga, y Manuel había bebido de más. Pronto, sus caricias se volvieron más bruscas. Cuando empezó a incomodarme, le pedí que se cambiase de ropa en el baño y se refrescase un poco. Él aceptó. Recuerdo que mientras lo escuchaba maniobrar en el baño, yo estaba en la cama, aterrorizada, esperando lo que tenía que venir, preguntándome cómo retrasarlo.

Y lo que vino fue terrible.

No daré detalles al respecto, pero, básicamente, yo no sabía qué hacer. Y el muy idiota de Manuel parece haber creído que se encontraría con una mujer de experiencia. Por lo menos de su experiencia, que, a todas luces, era desbordante. Sumados mi pánico y su estupidez, todo fue un desastre. Después, Manuel se dio la vuelta. Y antes de dormir, me dijo:

– Pensé que serías diferente.

Y eso fue lo más romántico que le oí decir durante todo el matrimonio. Ya durante la luna de miel, Manuel comenzó a flirtear con otras mujeres.

Al volver del viaje de novios, Manuel decidió que nos mudásemos a la hacienda azucarera de su familia. Bueno, no nos mudamos. Él me mudó ahí, donde apenas se presentaba, probablemente para mantenerme alejada de sus amantes de La Habana. El día que llegué, para colmo, el ingenio ni siquiera era un lugar habitable. El único mueble de la casa era una cama con un agujero en el colchón.

Las sorpresas desagradables no terminaron ahí. Al amanecer, encontré frente a mi habitación un borracho sentado contra la pared desnuda. Llevaba en la mano una botella de whisky vacía. Apestaba a alcohol y a ropa sucia. Yo me asusté. Pensé que era un ladrón que se había metido en la casa. Él no se inmutó. Sólo después de unos minutos, como si reaccionase en cámara lenta, intentó ponerse de pie. No tuvo éxito, pero logró decir casi con propiedad:

– ¿Dónde se guarda el alcohol en esta casa, sobrina?

El hombre resultó ser tío Eddy, el hermano de la marquesa, un tarambana alcohólico que la familia de mi esposo mantenía oculto. Nadie lo había mencionado nunca y, desde luego, no lo habían invitado a mi boda. Pero después de cada borrachera demasiado escandalosa, lo enviaban al ingenio para que se calmase. Comprendí entonces que el ingenio San Juan era precisamente un desván de las miserias que la familia no quería mostrar al público. Como yo, por lo visto.

Al menos en un sentido, sí había que esconderme: yo era una inútil. Con el tema del mobiliario y el tío Eddy, simplemente no sabía qué hacer. Tuvo que venir mi madre, comprar muebles y sobornar al tío con un cargamento de ron para que desapareciese de mi vista. Yo sólo atinaba a llorar.

Ni siquiera sabía recibir a la gente. Para la primera visita que llegó -un grupo de primas de Manuel- quise preparar sándwiches y un cake como los que me habían enseñado a hacer en la escuela de cocina. Pero el pan tenía un agujero al medio y no servía ni para canapés. Y el cake se hundió. Y luego se quemó. Terminé arrojándolo contra la pared de la pura rabia. Decidí hacer un ponche por lo menos, pero la única botella de vino que encontré en la casa parecía una mezcla de jarabe y veneno. Tío Eddy había acabado con todo lo demás.