En mi dormitorio había un reproductor de vídeo, y puse la cinta. Se trataba de una conversación que Diana Minetti había sostenido con un congresista dominicano en París, pocos años antes. Y a continuación, una entrevista que el congresista había concedido a su regreso a la televisión de su país. A instancias de Madame, el congresista había propuesto formar una comisión parlamentaria para investigar la estafa Minetti, porque todo ese dinero (¡cuatrocientos millones de dólares!) no había pagado impuestos en la República Dominicana. A cambio, Madame Minetti ofrecía pagar los impuestos y sus correspondientes intereses si el caso se resolvía a su favor.
Según el resto de los papeles, las más altas esferas habían tomado partido en el caso. Un recorte de un periódico dominicano reproducía la denuncia del congresista. Otro, del día siguiente, abría con el hijo de Diana dándole la mano al presidente del país. Era una respuesta velada. En la foto, por cierto, el hijo no se parecía mucho a su madre.
La cantidad de dinero en juego me mareó: ¿qué hace alguien con cuatrocientos millones de dólares, o con quinientos o mil? Yo no sabría ni cómo gastar uno. Por otro lado, ¿qué tenía yo que ver con esa historia?, ¿qué podía hacer por ella? Pasé un rato dando vueltas alrededor del dosel, confundido, y luego salí a caminar.
Recorrí los Campos Elíseos, atravesé la plaza de la Concordia y seguí por entre los jardines hasta el Louvre. Luego regresé bordeando el Sena. Aún seguía ahí la luminosa rueda de la fortuna con que París había celebrado la llegada del milenio. Me trajo recuerdos.
Ese mismo Año Nuevo, poco antes de empezar a salir con Paula, lo había celebrado en París. Había llegado a la ciudad en bus con un salchichón en la mano para no pagar comida y me había quedado con cinco amigos en un estudio microscópico de la Rue de Rennes. Al principio, los precios de París habían hecho imposible cualquier diversión más allá de vino barato y pan de molde. Pero después había estado saliendo con una estudiante mexicana llamada Mariela, en cuyo estudio pasé las últimas tres noches. Ella tampoco tenía dinero, y por no tener, ni siquiera tenía un retrete dentro de su vivienda. Había que salir al pasillo, al baño compartido, y hacerlo todo de pie. Pero de todos modos, con ella todo cambió. Durante un largo fin de semana, paseamos por la ciudad de la mano deteniéndonos ante cada detalle de sus fachadas, nos maravillamos con sus palacios, y dedicamos nuestros limitados recursos a montar en la rueda de la fortuna. Por las noches, ella hacía vino caliente con canela, y nos metíamos en la cama. Fue, después de todo, una linda semana, llena de besos y canciones. El tipo de viaje con que sueñas, y que luego recuerdas cuando todo va mal para convencerte de que tu vida vale la pena.
Me pregunté si, ahora que estaba de vuelta, debía llamar a Mariela. Quizá era tentar al destino. No quería engañar a Paula ni nada de eso, pero tenía que comentar con alguien lo que estaba pasando. Parecía tan irreal que aún ahora, mientras lo escribo, me pregunto si alguien puede considerarlo verosímil.
Después del paseo, regresé a la casa, y por lo tanto a la realidad. Madame Minetti volvió poco después con sus invitados, y la mucama vino a mi cuarto para anunciarme que tomaríamos el café en el salón. Cogí el portafolio y bajé, tratando de poner un tono de voz profesional, de tipo que tiene otras ofertas de trabajo.
– El suyo me parece un caso fascinante -le dije a Madame con un café y una copa de Napoleón-, y me gustaría ayudarla en todo lo que pudiese a recuperar su herencia. Pero no tengo claro qué puedo hacer por usted. Ya hay un libro sobre esta historia -señalé el panfleto-. No veo la necesidad de repetirlo. Ya ha llevado el caso al parlamento y a las más altas instancias. No sé qué más espera.
Madame Minetti sacudió su cabellera de platino. Claramente, su tema favorito de conversación era ella misma. Así que nada le producía más placer que hablar con alguien que había dedicado toda la mañana a estudiar ese tema.
– Ese libro lo escribió bajo seudónimo Jesús Gómez, un periodista cubano que trabajaba para mi padre. Se lo encargué yo para dar a conocer mi caso. Y fue útil. Pero lo que quiero hacer ahora es muy distinto. Quiero escribir mis memorias, contando toda mi vida: sobre todo es una historia de glamour, llena de grandes apellidos y una rutilante vida social. Ahora bien, tiene una parte oscura: este caso, que no se ha resuelto y que debe figurar en el libro.
– ¿Qué pasó con la comisión parlamentaria que quería formar el congresista dominicano?
– Nunca se formó. A él lo compraron.
– ¿Y el litigio por la herencia?
– Lleva veinte años y aún no se resuelve. No se resolverá nunca, porque mi hijo tiene controlados a los jueces de República Dominicana.
Miré a mi alrededor. Los Aliaga de la Puente estaban sentados uno a cada lado de Madame, asintiendo con la cabeza, como dos guardaespaldas. Reparé en que en toda esa casa llena de adornos y encajes, no había ninguna foto familiar.
– ¿Hace cuánto que no ve a sus hijos?
– En los últimos veinte años, apenas los vi un par de veces en los tribunales.
– ¿Nunca trató de reconciliarse con ellos?
Ella sonrió, luego hizo un gesto lánguido y descuidado con una mano perfectamente manicurada y entrenada para cada movimiento.
– Yo ya no tengo ningún hijo -respondió al fin.
Hablaba sin traslucir emociones, con el mismo tono que usaba para pedir el coñac. Me resultaba tan difícil situarla en su país como en el mío. Me resultaba imposible situarla en ningún lugar de la Tierra a más de trescientos metros de los Campos Elíseos.
– ¿Hace cuánto que no va usted a la República Dominicana?
– ¿A la República Dominicana? ¿Yo? -soltó una delicada carcajada-. Eso sería darles perlas a los cerdos.
– Ya. Sólo una pregunta más. ¿Por qué me llama a mí? ¿No necesita más bien a un periodista dominicano?
– No puedo confiar en ningún dominicano. Lo comprarían. Quiero a alguien que no tenga nada que ver con el caso. Pero ya que lo dice, temo que sea usted demasiado joven para el trabajo.
Ok. Cambio de estrategia. Tanta frialdad tampoco es útil. Pasé el resto de nuestra entrevista tratando de demostrar que era joven pero maduro. Cada vez que un miembro de la servidumbre desfilaba ante nosotros, yo aprovechaba para hablarle en su lengua, a ver si impresionaba a Madame con mi cultura. Al final, noté que lo único que la impresionaba de mí eran mis buenos antecedentes familiares certificados, excluyendo el pasado rojo de mi padre, que procuré no mencionar.
Después de un rato hablando de las buenas familias, la conversación derivó hacia la novia del príncipe de Asturias, que en ese momento era una modelo noruega. A Madame le parecía inapropiada para una familia real. Yo me mostré plenamente de acuerdo en eso y en todo lo que pude. A continuación, considerando que había tenido un día productivo, Madame Minetti salió a arreglarse para cenar con los Aliaga de la Puente.
Y yo no pude más y llamé a Mariela, la estudiante.
Por la noche, fui a visitarla. Vivía cerca del metro Saint-Placide, en un sexto piso sin ascensor. A cambio de sus labores domésticas en casa de los propietarios, estaba exenta del pago del alquiler. Estudiaba en La Sorbona una maestría en temas latinoamericanos. Tenía una sonrisa grande y una cara tan mexicana que parecía árabe. Odiaba a los franceses. A todos. Compramos vino y queso y pasamos la noche en su casa oyendo música.
– No puede ser -me dijo-. No puedes tener tanta suerte.
– Ya. Yo tampoco me lo creo. ¡Es trabajo de escritor! Trabajo de escritor en París, como los grandes: Bryce se vino a París, Ribeyro, Vargas Llosa, Vallejo… et moi.
– ¿Te quedarás a vivir aquí?
– No puedo. Tendré que estar yendo y viniendo mientras busco trabajo en Madrid. Aunque todo depende de mi clienta, en realidad. Si no hay más remedio, me vengo. ¿Me puedo quedar en tu casa?