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Mi desgracia no acabó ahí. Cuando llegaron las primas, salí a recibirlas con lo que yo consideraba mi atuendo de campo: un sombrero panamá, una camisa y un cigarrillo en boquilla… y ellas aparecieron decoradas con perlas y encajes.

De más está decir que mi marido no me ayudó en nada. Al contrario, desapareció después de la primera noche ahí. Pero en esos días, la persona que más me hacía sufrir era su odiosa madre.

La marquesa es la única persona a la que le he visto los ojos brillar literalmente de codicia. Era ambiciosa, y su esposo, un hombre muy triste. Nunca discutían, porque cuando él trataba de exponer un punto de vista, ella se limitaba a decir «Cállate y siéntate» y él obedecía. La pareja vivía de las viejas glorias familiares y trataba de disimular la decadencia en cada detalle. Al principio, cuando iba con mis padres a cenar a su casa, todo relucía, y la comida llegaba en hermosas vajillas y platerías. Tras mi boda, los ceniceros de plata se convirtieron en ceniceros de ferretería, el cristal se convirtió en vidrio, las alfombras se enrollaron para siempre y la plata se recogió. Sólo volvían a aparecer para las visitas importantes, lo cual no me incluía.

Entre el tío Eddy, mi desastroso matrimonio, mis primeros fracasos como señora de la casa y mi poco colaboradora suegra, me sentía muy sola. Albergaba grandes deseos de tener un hijo. Y por una vez, mi esposo estaba de acuerdo conmigo en algo. Aunque no por las mismas razones. Él quería un primogénito. Y yo creía que un bebé arreglaría mi matrimonio. Ésa es otra de las cosas demasiado ingenuas que una chica pensaba por esa época: si la pareja no va bien, convertirla en familia mejorará las cosas. No es muy lógico, pero así se decía.

El problema fue que, al parecer, yo había heredado las dificultades de concepción de mi madre. Perdí algunos embarazos hasta que el doctor recomendó que me pusiese unas inyecciones para ver si podía conservar el feto. Acabé yendo a ponérmelas a un hospital de chinos que, lo supe tarde, era el hospital más popular de abortos de Cuba, donde iban a interrumpir su embarazo las chicas americanas porque en Estados Unidos estaba prohibido. Para los chinos era un gran negocio, pero para mí fue un susto de muerte. Y tampoco tuvo resultados.

Durante todo este tiempo, mi suegra, en vez de apoyarme, me presionaba para que quedase encinta. Me trataba como a un animal de criadero. Y no perdía la oportunidad de deslizar comentarios hirientes sobre mis carencias como esposa, ama de casa y ahora madre. Cuando finalmente quedé embarazada, como a la cuarta vez, el doctor me recomendó mantener reposo durante los últimos cinco meses de la gestación en cama plana. Aun en esas condiciones, mi suegra me recriminaba que no tuviese un embarazo más normal. Esa mujer me desesperaba a tal grado que la fiebre me subía cuando me visitaba. Lo descubrió mi enfermera, y lo probó durante varias visitas. En cuanto la marquesa subía por las escaleras, la temperatura me aumentaba dos grados.

Todas estas cosas, además, me ocurrían en la más profunda soledad. No recuerdo haber hablado mucho de esos problemas con nadie. Ni siquiera sabía con quién podía hacerlo. Mi madre opinaba que las mujeres están hechas para aguantar y que el divorcio es un disparate. A la pobre, papá le ponía los cuernos un día sí y otro también, y ella lo sabía. Pero, aun así, nunca lo traicionó. Lo consideraba parte de su deber.

Al fin, mi niño nació y le pusimos Manuel, como su padre. Fue una pésima idea. Con un nombre así, sólo podía crearme problemas. Y con el tiempo, eso hizo.

De cualquier modo, el niño me convirtió en una mujer más segura, capaz de despreciar a su esposo con plena confianza. Di por terminada mi etapa idiota. Abandoné el ingenio de los marqueses y me busqué actividades que pudiese hacer por mí misma. Mi padre me regaló una casa al lado de la suya, que yo empecé a reformar. Me entretuve con eso durante un año, y cuando quedó terminada, me mudé ahí.

Pero los hombres son tan torpes. Desde el momento en que lo abandoné definitivamente, Manuel empezó a verme con otros ojos. Comenzó a llamarme de nuevo, y a dar señales de arrepentimiento. Me sacaba a cenar. Me llevaba a bailar. Claro que lo hacía por el dinero. Pero yo quería creerle. Y no quería que mi hijo creciese sin un padre. Ya lo sé, ya sé que estoy diciendo bobadas. Pero entonces no lo sabía. Al fin y al cabo, yo seguía siendo una idiota.

En Cuba, de hecho, nada dejaba de ser. Todo parecía repetirse eternamente, como si la vida fuese circular. Para confirmarlo, poco después del nacimiento de Manuelito, Batista regresó al poder.

Creo que nunca he escuchado a papá renegar tanto como en esos años. En la época de Trujillo, sólo se criticaba en voz baja. Pero ahora, papá ventilaba sus quejas sobre la prepotencia de Batista en todos los almuerzos familiares y frente a cualquiera que lo quisiese escuchar. A veces, incluso venía a ver mis trabajos de decoración, y después de fingir interés por mis tapices, empezaba con la letanía. Simplemente quería que alguien lo oyese, aunque fuese yo. Lo que más le molestaba era el descaro del dictador. Batista llamaba personalmente a su oficina y le decía:

– Oiga, Minetti, tengo un amigo al que aprecio mucho y me gustaría regalarle un auto por sus servicios. Un Oldsmobile estaría bien.

– Muy bien, señor Batista -papá siempre se negó a decirle «presidente»-. Envíe a alguien a ver los modelos y estoy seguro de que le podremos hacer un precio especial.

– ¿Un precio especial? Bueno, mire, yo creo que enviaré a este señor a que escoja él mismo y usted lo cargará en mi cuenta.

– Lo lamento, señor Batista. Los autos sólo pueden salir de aquí pagados. Puede usar una línea de crédito si quiere…

– Pero estoy seguro de que usted podrá hacer una excepción debido a nuestras buenas relaciones.

– Algunas reglas no tienen excepción, señor Batista. ¿Usted da concesiones de explotaciones bajo palabra? No, ¿verdad?

– Pero no es lo mismo.

– Para mí, sí.

Batista, acostumbrado a obtener lo que quería con sólo ordenarlo, no podía soportar que papá le negase un capricho. Y vaya si tenía caprichos. No pagaba las cenas en los restaurantes, ni las cuotas de sus préstamos, y ay de quien intentase cobrarlos. Para él, eso era una especie de beneficio extra del poder.

Papá siempre había sido muy práctico y adaptable. Estaba dispuesto a negociar. Pero el sargento venía con todo el apoyo de los americanos para poner orden, el orden que ellos necesitaban, cualquier orden, su orden. Para colmo, aún le dolía la actitud de Batista ante su expulsión de Cuba por la Guerra Mundial. Por eso, desde la llegada del dictador, papá se convirtió en un feroz opositor desde su periódico. Y Batista tampoco tenía paciencia para críticas.

En enero y mayo del 53, surgieron sendas órdenes de silencio contra papá desde los despachos del Ministerio de Gobernación. Ambas fueron revocadas por la presión del Bloque de Prensa. Eran demasiado descaradamente dictatoriales. Pero el 26 de julio la situación dio un vuelco que terminaría por perjudicar a papá de muchas maneras y durante largo tiempo.

Ese día, un grupo de revolucionarios trató de asaltar el cuartel Moncada en Santiago, sede de la jefatura del Primer Distrito Militar de Cuba. A la cabeza de los rebeldes figuraba un joven militante del Partido Ortodoxo llamado Fidel Castro. La reacción de Batista entonces sí que fue furiosa. Y ahora, tenían la excusa perfecta para suspender las garantías democráticas: lo que ellos llamaban «terrorismo».

La inseguridad le dio a Batista la mejor justificación para acallar todas las voces que no se plegaran a su impopular régimen. Esta vez, la orden de censura contra los medios de prensa fue imparable. Batista no sólo apeló a los medios militares y legislativos. Como Trujillo había hecho casi veinte años antes, le arrebató a mi padre la concesión de automotores y se la dio a la Chrysler.