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Papá volvió a ver todas las cosas que conocía ya desde la época en la República Dominicana. Las auditorías insospechadas, los problemas burocráticos, la prepotencia de las autoridades. Si no podía meterlo preso, Batista estaba decidido a arruinarlo.

En esta situación, los contactos en la CIA no servían para gran cosa. Mi hermano trató de interceder ante sus jefes, pero Dulles se carteaba con Batista y admiraba su política de represión del comunismo, que consideraba una de las más firmes del mundo. Los amigos de la Mafia tampoco ayudaban. Ellos tenían sus propios problemas. Los grupos financieros de Estados Unidos querían acabar con su competencia, y los iban sitiando. Papá estaba derrotado.

En esas condiciones, el 11 de noviembre de 1953 Batista le ofreció una reunión a papá. El tema a tratar no era ninguna sorpresa: los medios de prensa de la familia. Minetino era partidario de vendérselos a Batista para que nos dejase en paz. Pero papá sabía que sin El Universo, su principal arma de defensa, quedaría fuera de combate.

El día del encuentro, Batista estaba amable, con la amabilidad de quien sabe que tiene todo bajo control.

– Tenemos una situación de emergencia, don Minetti -en venganza por aquello de «señor Batista», el dictador llamaba a mi padre «don», sugiriendo su implicación con la Mafia-. Debemos garantizar la seguridad de la nación y para eso es importante llevar una campaña informativa impermeable al comunismo.

– Lo mejor es mostrar que hay libertad de expresión… -papá ensayó el discurso que funcionaba con los presidentes democráticos.

– Don Minetti, no sea usted comemierda -interrumpió Batista. A esa reunión no se iba a negociar sino a recibir órdenes.

Al salir del despacho presidencial estaba claro que el diario y todos los medios de comunicación de papá cederían su línea editorial a Batista. No habría censura explícita en principio, pero entraría si se hacía necesaria. El diario podría seguir informando con sobriedad, pero nunca en oposición. Además, Batista tenía otra demanda, una aún más ambiciosa: el cierre del banco de papá, que debía ser una señal a los Estados Unidos de que sólo Batista podría lavar dinero en Cuba. Si aceptaba, papá perdería capacidad de presión financiera y política. Si no aceptaba, podía perder mucho más.

Papá aceptó.

Pero no era el único dueño del periódico. El otro gran accionista, Luis Ordóñez, que además era el director, se negó a cambiar la línea editorial. Creía que Batista no duraría mucho, y ya estaba haciendo planes para su caída. Quería montar un escándalo internacional por las presiones contra la libertad de prensa. Quizá años antes papá lo habría secundado. Quizá hasta habría conspirado para asesinar a Batista. Pero supongo que en ese momento simplemente estaba decepcionado de todos y de todo, y lo único que quería era llevar la fiesta en paz.

Papá no discutió con Ordóñez. Esperó con paciencia mientras el diario continuaba publicando furiosos editoriales contra el gobierno. Sabía lo que pasaría. No hacía falta ser un genio para imaginarlo. El 1 de enero de 1954, finalmente, un grupo de agentes del Servicio de Inteligencia Militar fue a buscar a papá a su oficina. Era de noche. Iban armados.

– Usted y nosotros nos vamos al periódico, señor Minetti. Órdenes del coronel Ugalde Carrillo.

Papá no se resistió. Lo subieron a un auto y lo llevaron. Ordóñez estaba ahí. Los agentes lo detuvieron a él y a todos los periodistas que encontraron. Pararon las rotativas y rectificaron lo que consideraron necesario. Papá se preguntaba qué harían con ellos y qué harían con él mismo. A la mayoría los soltaron a las cuatro de la mañana.

Pero de Ordóñez nunca volvió a saberse.

Por entonces, mi principal ocupación era salvar mi matrimonio. Y en 1956 nació mi hija Diana, haciéndome creer que lo lograría. Yo estaba radiante. Mi marido fingió que me quería durante un mes seguido, sin desaparecer. Hasta la insoportable de mi suegra me llevó flores. Y sin embargo, para mi sorpresa, papá no fue a la clínica a conocer a su nieta. Ni siquiera envió una tarjeta. Mamá sencillamente me dijo:

– Tu padre tiene cosas importantes que hacer.

Me ofendí mucho por su ausencia, hasta que mamá me explicó la razón: papá estaba escondido. El jefe de los servicios de inteligencia militar, Blanco Rico, había sido asesinado en la puerta del cabaret Montmartre, propiedad de mi padre, y la policía había culpado a papá de la falta de seguridad en sus locales. Papá había sido citado a declarar, como si hubiese planeado el asesinato él mismo. El gerente del local había tenido que huir a Caracas. Papá no estuvo visible para nadie hasta tener garantías de que no sería detenido.

Cuando volvió a casa, una semana después, ni siquiera me pidió disculpas. Actuó como siempre, como si nada hubiese ocurrido. Yo de todos modos no le reproché su ausencia. Comprendía que él ya tenía bastante. Paso a paso, la isla iba convirtiéndose en un campo de batalla, y papá iba perdiendo sus trincheras.

11.

– Tengo muchas ganas de oír cómo te fue en Cuba.

– Genial, Diana. Encontré mucha información… Muchas cosas… Algunas quizá le resulten un poco tristes…

– ¿Sobre mi matrimonio?

– Sobre su matrimonio… Sobre su padre… Será mejor que las lea. Y luego conversarlas personalmente.

– ¿Viste a Mariana?

– Sí. Se acordaba mucho de usted. Es una mujer notable. Le traje fotos de ella.

– Le escribiré para agradecerle.

– Ella preferiría que la visitase.

Adiviné que sonreía elegante, imperceptiblemente al otro lado de la línea telefónica.

– No, no creo que haga eso. ¿Qué averiguaste de papá?

– De él… él siempre fue… un hombre polémico…

– Combatió contra Batista, ¿verdad?

– Digamos que tuvo una relación complicada con él, sí.

– Envíame los avances y ven este fin de semana.

Escribí entonces los capítulos anteriores de este libro, pensando que quizá todo era exactamente al revés. La historia está hecha de papeles que sobreviven: letras de cambio, cheques, artículos periodísticos, libros. Se supone que el historiador pone un orden en esos papeles, pero ¿cuál? Constaba que la importancia de Minetti había disminuido con Batista. ¿O simplemente sus negocios se habían vuelto más opacos? Estaba claro que a Rico lo habían asesinado los revolucionarios. ¿O fue una venganza entre mafias? ¿Y lo de Ordóñez? Su historia con Minetti venía en un libro que su familia había financiado. ¿Podía considerarla cierta? ¿Y si Minetino nunca habló con Dulles? ¿Y si no lo conoció? Pero ¿era posible que no lo conociese?

Contar una historia es llenar los vacíos entre dos o más hechos. Yo decidí llenarlos de manera que a Diana no le diese un infarto. Probablemente, su padre nunca se resistió a regalarle su línea editorial a Batista. Quizá tampoco compró al marido de Diana. Pero ¿cómo saberlo? Las palabras, dichos y gestos en el interior de una oficina, los pensamientos y las segundas intenciones, no figuran en la historia. Son sus motores invisibles. Traté de hacer un relato que no ofendiese a Diana. Un retrato hablado que llenase los vacíos con buenas intenciones de su padre. Por primera vez, pensé en Diana como una lectora con sentimientos.

Además, me gustaba Giorgio Minetti. Cada vez que todo salía mal en mi vida, en mis papeles, en mi cuenta bancaria, pensaba que me habría gustado ser como él.

Antes de enviar el texto, volví a revisarlo: era un prodigio de esquizofrenia. Pasaba de la CIA al tío Eddy sin ton ni son. Trataba de crear algo legible entre los negocios de Batista y el viaje de bodas o el nacimiento de los hijos, el estilo pasaba del informe financiero a la remembranza familiar, y todo ese desorden escapaba de mi control, como si mi personaje, no la Diana de carne y hueso, sino el personaje del relato, se rebelase y tratase de llevar las riendas de la historia. Era lo justo, era su historia. Al menos, era una de sus posibles historias.