El jueves, cuando ya tenía los pasajes, me llamó la secretaria de Diana para pedirme que postergase mi viaje a París. Según dijo, Diana tendría visitas. Y luego viajaría un par de semanas a ver a algún duque de algo en Marruecos. En el fondo de la línea se escuchaba el estentóreo acento porteño de Mankiewitz.
– ¡Decile que ella lo llamará cuando vuelva!
Hasta en francés conjugaba como un argentino.
Ahora sí, pensé, a Diana no le ha gustado nada lo que he escrito. Y a su amigo-novio-asesor-o-lo-que-sea tampoco. Se me ocurrió que, quizá, no la había podido engañar después de todo. Que sabía lo que había detrás de todas mis historias mal maquilladas y no quería saber más. Que seguía sin reconocerse en el texto. Que Mankiewitz (¿de dónde cuernos había salido Mankiewitz?) le había advertido que no le convenía publicar ese libro. Que nuestra conversación telefónica a mi regreso de Cuba había sido la última.
– La he cagado -le comenté a Javi-. Ella no quería saber su historia. Ella quería que yo le vendiese una historia nueva.
– Con toda esa pasta, yo también me compraría otra historia, macho. La mía es un desastre.
Javi siguió jugando con su simulador de vuelo.
– Yo estaba impresionado con el trasfondo político. Pensé que para ella sería también una investigación interesante.
– Pues sí. Pero ya no vas a investigar nada, por listillo.
– Javi, cállate y juega con tu puta máquina, ¿quieres?
– Además, es un coñazo de libro, tío. Todos esos rollos políticos aburridos. Y las frases tipo «podemos apretarles las tuercas a los italianos». Como si fuera un telefilme.
– Javi, tú eres analfabeto.
De todos modos, tenía otras cosas en que pensar por el momento. Cosas legales. Obtener los papeles no implica el fin de la tortura. Una vez que los tienes, debes empezar a pagar la Seguridad Social española. Para renovar la primera residencia de un año, debes haber pagado por lo menos seis meses. Ahora bien, la tarjeta te llega con cinco meses de retraso. Así que, si no consigues trabajo en el primer mes, ya no es necesario que lo busques. Ya has vuelto a ser ilegal.
– ¿Tiene que ser trabajo fijo? -le preguntaba a la abogada.
– Sí, para eso te han dado los papeles -respondía ella masticando su cigarrillo mentolado.
– Con nómina y planilla y contrato…
– Con todo.
– ¿Y si hago varios trabajos de manera independiente?
– No te renuevan los papeles.
– ¿Y cómo pagan los españoles la Seguridad Social?
– Muchos no la pagan. Por eso quieren que la pagues tú.
– Pero yo no puedo conseguir trabajo en un mes. Ni los españoles consiguen trabajo en un mes.
– Puedes ir al campo, trabajar de camarero, atender una tienda, ser teleoperador…
– Trabajos basura.
– Son los que hay.
– ¿Puede ser medio tiempo?
– No.
Empecé a repartir currículos en editoriales, productoras y revistas. Envié por correo unos cien. Dos recibieron respuesta, pero los productores se desanimaron al ver que no era español. Temían que no conociese el humor o la jerga del país. Pensé en hablar con Txema Kessler, pero pedirle trabajo habría sido reconocer que no tenía contactos ni dinero ni escribía para ninguna revista, como le había dicho durante nuestra borrachera un año antes, en las dos horas de mi vida en las que él había tenido interés en mí.
Pase por varias oficinas en las que todo el mundo estaba demasiado ocupado para atenderme. Perdí horas y días en salas de espera vacías. Empecé a reducir mis expectativas. Busqué trabajos de camarero, cuidador de ancianos y paseador de perros. Pegué anuncios en las calles que tenían muchos ancianos y perros. Nadie me llamó.
Terminé buscando trabajo en un local de putas cerca de Gran Vía, donde también funcionaba una tienda de juguetes sexuales y artilugios para alargar el pene. El dueño era un tipo gordo y grasiento que parecía sacado de una película erótica de los años setenta. Compartí la cola para la entrevista con tres inmigrantes ilegales y dos yonquis autóctonos. Mi entrevista fue así:
– ¿Qué otros trabajos has hecho?
– He escrito una novela de viajes sobre el Amazonas, he viajado a París y el Caribe para investigar a una familia de la Mafia, he escrito telenovelas, he enseñado en dos universidades y he trabajado como asesor político.
– O sea, que no tienes experiencia en nuestra rama.
– He tenido sexo muchas veces.
– Y trabajo fijo… normalmente no has tenido.
– Mis trabajos sí eran fijos. El que no era fijo era yo.
– ¿Y qué sabes hacer?
– Soy escritor.
– Anda ya.
– De verdad, eso soy.
– Te voy a mostrar uno de nuestros volantes y tú me vas a decir si tiene errores de ortografía, ¿vale?
El gordo me pasó un papel amarillento con una mujer desnuda mal dibujada a un lado. Los textos eran muy didácticos. Dije:
– «Clítoris» lleva tilde. Y «potencia» es con c.
– ¡Pues es verdad, eres un escritor, macho!
– Ya lo ves.
– ¿Sabes lo que te digo? Te voy a decir dónde está el futuro, chaval.
– ¿Dónde?
– «Futuro» tiene cinco letras. Y se escribe «porno».
– Ajá.
– Imagínate un buen argumento porno y lo filmamos.
– Ya lo tengo: Escuela de calor, una escuela donde todos follan contra todos, alumnos, profesores, todos.
– No está mal, pero ya está visto.
– Lo que el viento me metió: porno de época. Caballo incluido.
– Muy caro. Y nada de filmar con niños ni animales. Es incómodo e ilegal.
– Despedida de soltero, Olimpiadas carnales, Qué grueso era mi valle…
– Vale, vale, vale. Piénsatelo un poco mientras repartes estos volantes. ¡Hala!
Negociamos un mes de prueba. Si yo demostraba poseer cualidades para entregar papeles a transeúntes, el gordo me haría un contrato. Mi trabajo era pasar todo el día en la Gran Vía tratando de que alguien aceptase mis volantes. Pero la gente en la calle es como los jefes en las oficinas: no te miran, como si no estuvieses ahí. Aceptan los papeles que les das para botarlos en el siguiente basurero. No te dan siquiera una oportunidad de mentir.
Los fines de semana, cuando llamaba mi familia desde Perú, les hablaba de mis reportajes y mis viajes de periodista internacional. Hablaba de Cuba y París. Del nuevo libro que preparaba. No se me hacía difícil. Era como cantar una canción conocida. Y así ellos estarían tranquilos con su hijo que triunfaba en Europa.
Paula entró a trabajar a una cadena de comida rápida ocho horas al día. Por las noches trabajaba en sus guiones para el Brasil. Además, estaba embarcada en la producción de su obra de teatro. Volvía a casa a medianoche y sólo tenía fuerzas para acostarse. A la mañana siguiente, se levantaba a las ocho. A las nueve, tenía que estar trabajando.
Tras nuestro primer fin de mes con papeles, Paula y yo acabamos molidos. Ninguno de los dos había escrito una línea, ni tenía tiempo o fuerzas para hacerlo. Paula empezó a preguntarse por qué estábamos soportando eso. Decía:
– No me molesta ser camarera. Me molesta ser sólo camarera, y estar obligada a serlo para siempre.
Además, tenía sentimientos encontrados. En la cadena de comida rápida se había hecho amiga de una colombiana que huía de la violencia. La colombiana tenía dos hijos. Trabajaba de día en esa cadena y de noche en otra. Y dice Paula que era la mujer más alegre que había visto en su vida. Cuando la colombiana le decía que trabajaba doce horas diarias y era feliz, Paula no sabía si insultarla por dejarse explotar o sentirse la pija más mimada y repugnante de toda la oleada migratoria.