Una mañana, Paula despertó gimiendo de dolor. Tenía un calambre muy fuerte en el brazo. En el hospital dijeron que tenía un desgarro muscular por el exceso de peso que cargaba en las bandejas. Le ordenaron reposo. Pero su jefe, que también era un gordo (¿por qué los jefes siempre son gordos?), le concedió veinticuatro horas de descanso y advirtió que se las restarían del sueldo.
Al salir del restaurante, Paula me pareció más chiquitita y frágil que nunca. En la calle, apoyó su cabeza en mi hombro. Sentí un par de lágrimas recorriendo mi brazo. Me pregunté qué hacíamos ahí, me pregunté si Cortázar había pensado también en eso cuando hablaba del «derecho de ciudad».
En casa, por primera vez, Paula habló seriamente de regresar al Brasil.
Si ella terminaba de decidirse, a mí tampoco me quedaría gran cosa que hacer en Madrid. Cada cinco días, yo llamaba a la productora que me debía dinero. Aún no encontraban una salida legal. Diana Minetti ni siquiera había llamado para pagarme. Debía estar furiosa. Y al final de mi periodo de prueba con los volantes, mi jefe me había dicho que yo era su repartidor más culto y que apreciaba mi creatividad de guionista, pero no me podría dar un contrato fijo. Si quería seguir, tendría que hacerlo ilegalmente. Habría dado lo mismo no tener papeles. Ya no había tiempo de buscar otra cosa, ni me quedaba más dinero.
Como último recurso, decidí preguntarle a Txema Kessler si mi libro iba a salir o no. Si iban a publicarlo, esperaría. Con un libro publicado, pensaba, quizá sea más fácil conseguir trabajo en algo cercano a escribir. Llamé a la editorial.
– Oye, Txema, quería saber cuándo va a salir mi libro.
– Es el del río, ¿verdad?
– Ese mismo.
– Pues mira, no sé. ¿Ya te lo pagué?
– Sí, Txema, ya me lo pagaste.
– Supongo que sale el próximo año, porque… Anda… Espera, espera… Pues ahora que recuerdo…
– ¿Qué pasa?
– Necesitamos una novedad para junio, y nos acaba de fallar un autor. Joder, los autores sois unos malagradecidos…
– Txema…
– Los editores os damos a conocer y luego nos abandonáis…
– Txema, yo no…
– Porque un editor trabaja a largo plazo, ¿me entiendes? Invierte en vosotros, os da lo mejor de sí… y vosotros, peseteros, os vais a la primera que alguien os ofrezca dos duros más… Yo no sé si puedo…
– Ya.
– No se si puedo seguir publicando en estas condiciones. Sois tan ingratos…
– No me has respondido sobre mi libro.
– Ah, pues sí… En junio.
– Junio es el mes que viene.
– Pues eso.
– ¿De verdad?
– Sí. Oye, ¿no conocías tú a Mario Bellatin, el que se ganó el Premio Médicis?
– ¿Se lo ganó? Creo que fue finalista, pero…
– ¿Lo conoces o no?
– Sí.
– ¿Por qué no le pides que te dé una frase para la faja de la portada? Eso vende. Que te ponga algo bonito… «La Nueva Narrativa Peruana» o algo así… Todavía hay gente que compra esas cosas, ¿vale?
– Sí, Txema.
– Que sea rápido, ¿eh? No tenemos todo el año. Venga, hasta luego.
Ahora no me quedaba más remedio que resistir, al menos hasta junio.
Txema me envió las pruebas del libro para corregirlas, y al día siguiente me dijo que me olvidase de corregirlas y se las mandase a Mario Bellatin directamente. Yo me sentía un poco avergonzado. Conocía a Mario. Eso era cierto. Él había sido uno de los primeros escritores de verdad que habían leído mi trabajo. Pero temía mandarle la novela y que no le gustase. Entonces no escribiría la frase y Txema pensaría que yo ni siquiera conocía a Mario y me odiarían todos y mis libros serían un fracaso. Pero calma, lo mejor era enviarle las pruebas y no adelantarse a los hechos.
Mientras tanto, necesitaba un contrato con urgencia. Lo que fuese con tal de aguantar hasta la salida del libro. Algo que me permitiese resistir y aprovecharlo. Una vez más, sólo tenía una salida.
– Javi, tienes que ayudarme.
Javi me observaba con los ojos de un tamaño normal. Considerando su consumo habitual de hachís, eso significaba que los tenía muy abiertos.
– Ahora sí estás loco, tío. Estás mal de verdad.
– ¿Qué te cuesta hacerme un puto contrato?
– Pero, tío, a ver si me entiendes, yo no tengo ingresos. ¿Cómo te voy a pagar un sueldo?
– No te lo van a preguntar.
– Pero tendré que pagar la Seguridad Social.
– Pero si es de mentira, Javi. La Seguridad Social la pagaré yo cada mes. Tú sólo fingirás que la pagas tú. Eso es todo. Firmas un papelito y te olvidas.
– Macho, eso es estafar al Estado.
– Javi, por Dios, siempre dramatizando…
– ¡Es que es un contrato falso, tío, es un fraude, es delito!
– Vamos a ver, Javi. En caso de estafa, ¿quién pierde dinero? ¿El estafador o el estafado?
– Pues el estafado, claro.
– Y en este caso, ¿quién es el estafado?
– El Estado.
– ¿Y qué pierde el Estado en este caso?
– Pues… pues lo estás engañando…
– No, a ver: ¿el Estado pierde dinero?
– Es que según…
– ¿Pierde o no pierde dinero? Limítate a contestar.
– Pues no… Porque vas a pagar tú.
– Exactamente, voy a pagar yo. ¿Y a quién le voy a dar ese dinero?
– Pues al Estado, a la Seguridad Social.
– ¿Quién es entonces el beneficiario de esta operación? ¿Y quién es el estafado?
– Me lías, tío. Esto no puede estar bien.
– ¿Sabes a cuántas personas como tú podrá atenderse en la atenderse en la Seguridad Social gracias a mi aporte constante?
– Pero…
– ¿Cuántas medicinas podrá comprar el Estado para los españoles con cualquier tipo de enfermedad o minusvalía?
– Venga ya…
– ¿Y todo por qué? Porque quieren que les compre mis derechos. Quieren que les dé dinero para que me reconozcan un nombre y una ciudadanía. El que debería estar furioso soy yo. Me están obligando a engañarlos y comprarlos. Te aseguro que si voy a la Seguridad Social y les grito en su cara que mi contrato es falso, no querrán oírlo. Sólo quieren que pague.
– Joder.
Javi aceptó ir a la Seguridad Social conmigo. Si ahí decían que él realmente podía contratarme, me haría el favor. A la menor señal de problemas, él saldría corriendo y a mí me deportarían a Túnez, según sus palabras. La mañana de la cita, llegó sin afeitarse ni bañarse. Olía a porro y cerveza y estaba prácticamente en pijama. Fiel a mi costumbre, yo fui bien vestido. En vez de mi jefe, Javi parecía mi perro. Nos recibió un calvo sonriente y amable detrás de un escritorio.
– ¿En qué puedo ayudarlos?
– Queremos darme de alta. El señor es mi empleador.
– ¿Quién?
– Él -dije yo.
– Sí, yo -dijo Javi rascándose la nariz.
El calvo nos miró con extrañeza, pero no hizo ninguna observación.
– Voy a necesitar su contrato de servicios, sus carnés de identidad y el número de cuenta de la Seguridad Social del empleador.
– ¿Mi qué? -dijo Javi.
– Su número de cuenta de la Seguridad Social, señor.
Javi me miro petrificado. Yo lo miré con absoluta tranquilidad. Javi dijo:
– Ah… Pues, hombre, es que lo he olvidado, fíjese. Voy a buscarlo y volvemos otro día…
– ¿Es la primera vez que contrata a alguien?
– Sí.
– Entonces no lo ha olvidado. Usted no tiene un número de cuenta. No se preocupe, le abriremos uno.
– Vale.