El calvo tecleó un poco en su computadora. Cada cierto rato, levantaba la vista de la pantalla y nos miraba. Yo le sonreía pacíficamente. Javi le sonreía con los ojos inyectados de sangre, parecía un psicópata. El calvo preguntó:
– ¿Qué actividad va a desarrollar?
– Soy cocinero -dije yo.
– Limpia la casa -dijo Javi al mismo tiempo.
– Soy cocinero, limpio la casa… Sé hacer de todo.
– Entiendo -dijo el calvo.
– ¿Entiende qué? -preguntó Javi.
– Entiende que sé hacer de todo -dije yo.
– Claro -dijo Javi.
El calvo revisó los papeles y puso un par de sellos. Luego volvió a teclear algo en la máquina. Dijo:
– Vamos a tener un problema.
Javi casi saltó de la silla y volvió a caer sentado. Dijo:
– No figuran mis ingresos, ¿verdad? Suele pasar… Es gracioso, ¿no? Nunca figuro en los programas. Tengo un problema con los ordenadores. Me borran. ¿Sabe? No les gusto.
– Me refiero a que necesitaremos copias de sus identificaciones -dijo el calvo.
– ¿Copias? ¿Sólo eso?
– ¿Tendría que haber algo más?
– ¿No hay problema con mis ingresos?
– No lo sé, señor. No sé cuáles son sus ingresos.
– Quiero decir, si yo fuese, por ejemplo, un muerto de hambre desempleado y no pudiese contratar a este… cocinero… limpiador de casas, ¿no habría un problema?
El calvo lo miró fijamente, casi con piedad. Me miró a mí. Yo sonreí. El calvo dijo:
– En ese caso, ustedes tendrían un problema. No nosotros.
– Claro. Es lógico. Siempre lo supe.
Sacamos las copias, firmamos un par de cosas y entré, finalmente, en el sistema de Seguridad Social europeo. El sistema me quitaría ciento veinte euros al mes. A eso había que sumar los trescientos ochenta de alquiler. Quinientos euros mensuales. Y todavía no había comido. Hay que ser muy ilegal para ser legal.
Para cubrir los gastos, pasé al turno nocturno. Por las noches se concentraba el mayor volumen de trabajo y la mayor cantidad de perdedores necesitados de sexo paseando por la Gran Vía. Yo terminaba de repartir volantes a las dos o tres y volvía a casa. Gateaba hasta la habitación, donde Paula casi dormía, y me arrastraba entre las sábanas. Ella apenas abría los ojos para susurrar:
– No he conseguido otro trabajo. Hoy tampoco.
Una noche le contesté:
– ¿Por qué no vuelves a la cadena de comida rápida?
– Porque eso es explotación. Y me niego.
– No seas engreída, Paula. Todos estamos haciendo cosas que no nos gustan. Hay que tener paciencia.
– ¡Tú estás haciendo cosas que te gustan! Has estado escribiendo por el mundo y vas a publicar un libro. Qué fácil es decirlo para ti.
– ¿Y tú? Mucha ideología, mucho que el pueblo y toda esa mierda, pero no eres capaz de hacer el trabajo que hace todo el mundo.
Eso fue un golpe bajo. Muy bajo. Traté de disimularlo:
– Resiste un poco. Sólo hasta junio, por favor. Publicaré ese libro, conseguiré trabajo y nos quedaremos juntos.
– Tú no estás aquí para quedarte conmigo -dijo ella. A pesar de la oscuridad, comprendí que estaba llorando-. Tú estás aquí para publicar tu libro. Te da igual lo que pase conmigo. Sólo te sirvo para compartir el alquiler.
– Mi amor, si mi libro se vende bien, nuestros problemas estarán resueltos.
– Llevas meses diciendo eso, pero no se resuelven. Ahora tu libro saldrá. Eso es lo que quieres ver: tu libro publicado en España. Si yo estoy o no te da igual.
– ¡Es que no haces más que quejarte!
Antes, esas discusiones se resolvían con un abrazo. Nos callábamos y hacíamos el amor. Esta vez estábamos demasiado cansados para movernos. Apenas nos daban las fuerzas para discutir y discutir en círculos. Casi amanecía cuando Paula me mandó a dormir al sofá.
Me despertó el timbre del teléfono cuando el sol ya se veía alto en el cielo. No contesté, pero no dejó de sonar. Por alguna razón, tampoco saltó el contestador. Traté de esconderme entre las sábanas, pero el pitido del aparato era insoportable. No tuve más remedio que coger el auricular. Sentía la lengua reseca, aunque no había bebido, y el cuerpo pastoso. Pero lo que oí en el teléfono fue una cura inmediata de mis males. De todos:
– ¿Qué tal, cariño? Hace mucho que no nos vemos.
Me levanté de un salto.
– ¡Diana! Qué bueno volver a oír su voz… Pensé… Pensé lo peor.
Música para mis oídos. Su voz era eso. Perlas para un cerdito desamparado como yo.
– Tomé unas largas vacaciones. Estaba muy estresada. Lo siento, ni siquiera te he pagado. Ven este fin de semana. Tenemos mucho trabajo que hacer.
Besé el teléfono antes de colgar. Diana era como mi ángel de la guarda. Siempre aparecía cuando había problemas.
Habían pasado casi tres meses desde nuestra última conversación, pero ahora yo sabía lo que tenía que hacer. Su silencio había sido una clara indirecta. En adelante, me olvidaría del relato policial. Le preguntaría por ella, abriría paso a sus memorias. Vida privada de presidentes y anécdotas con Jackie Kennedy. Sin sobresaltos. Sin escándalos. Eso era lo único que ella quería, el retrato de sí misma que deseaba dejar. Y yo me ceñiría plenamente a sus deseos. No cometería más errores. No tenía más sueños de gloria. Sólo quería llegar a fin de mes.
Fui a ver al gordo de los volantes y le dije que se podía meter su empleo por el culo. Me había explotado como había querido y ni siquiera habíamos hecho una película porno. Al abandonar ese local anegado en sudor de cerveza rancia, me sentí libre.
El sábado, en París, me alojaron de nuevo en un hotel. Y tuve que esperar en el salón durante una hora para encontrarme con Diana. Los indicios del paso de Mankiewitz -su abrigo, su maletín, su acento- estaban desperdigados por el salón. Pero ya no me importaba quién era, ni qué pasaba. Estaba decidido a convertirme en un transcriptor de entrevistas. Para eso me habían contratado y eso era todo lo que necesitaba hacer. Lo demás ocurriría alrededor de mí sin que yo lo viese ni lo escuchase. Caminaría por ese mundo de cristal con la boca y los oídos amordazados.
Diana estaba más delgada que antes, pero igual de radiante. Me saludó con cordialidad y me ofreció champán, como siempre. Era como si nos hubiésemos visto por última vez la semana anterior.
Nos sentamos y hablamos un rato sobre muebles, ebanistas y arreglos florales. En realidad, ella habló. Y no mencionó ni una vez el texto que yo le había enviado. Diana no se comunicaba con lo que decía, sino con lo que dejaba de decir. Me había costado mucho tiempo entenderlo. Y aún nos costó un rato reconocernos mutuamente, tantearnos, antes de entrar en materia:
– He decidido cambiar el enfoque de sus memorias, Diana.
– Ah.
– Hasta ahora nos hemos centrado en el entorno político de su padre. Creo… que me identifico en cierto modo con su padre. Él fue un extranjero dando la batalla y eso… bueno, me atrajo.
Ella no dijo nada. No me sorprendió. No me había contratado para que le contase de mí. Continué:
– En fin, los últimos avances que le he mostrado ni siquiera son sus memorias, sino un rompecabezas de cosas que he oído e investigado. Creo que es hora de que hablemos de usted.
Hablar de ella. Eso sí le gustaba. Pareció recobrar el interés al oírlo. Pero admitió:
– Quizá yo tampoco lo he hecho bien. Me cuesta contar asuntos personales, ya lo sabes. Pero he estado pensando que si no los cuento ahora, ya no lo haré nunca.
Hasta cierto punto, se nos estaban cayendo las máscaras. Ella dejaba de fingir que toda su vida había sido feliz. Y yo dejaba de fingir que ella me importaba. Ahora me importaba en realidad.
– También tendremos que hablar del tema de su herencia -añadí.
– Supongo que sí. Quizá después… No sé por dónde empezar.
Realmente, a pesar de que estaba tan elegante como siempre, parecía desvalida, como una niña pequeña.