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– Cambiaremos de metodología esta vez -dije, por tomar alguna decisión-. Lo haremos como el psicoanálisis. Usted se recostará ahí, de espaldas a mí, y dirá lo que sienta, lo que quiera. Dejaremos que su memoria fluya. Sólo quiero que se ponga cómoda y deje que sus recuerdos se expresen libremente.

– Parece fácil.

– Lo es. En realidad… es lo que debimos hacer desde un principio.

Le agradó oír eso. Quizá esperaba una muestra de humildad por mi parte. Dócilmente, se acomodó en su sofá como en un diván. Yo encendí la grabadora y preparé mi cuaderno de notas. Por primera vez la escucharía hablar a ella, a la persona que había detrás de los datos financieros y las peleas entre mafias, a Diana Minetti, sin padre, sin exilios, sólo una mujer.

12.

¿Puedo hablar de todo? ¿Puedo hablar de lo que quiera? Sí, supongo que puedo. Este libro es mío.

Una vez tuve un amante. Me gustaría que él tuviese un lugar en mis memorias. Me gustaría que algún día encontrase el libro por ahí y se sorprendiese de habitar entre sus páginas. Se llamaba Francisco Irureta. Francisco y su esposa -cuyo nombre me reservaré- formaban parte de la vida de los clubes de La Habana desde mi adolescencia, y habían sido siempre cercanos a Manuel y a mí. Más aún después de su matrimonio, que fue casi al mismo tiempo que el nuestro. Salíamos mucho juntos. Cuando digo «salíamos» me refiero a todos menos mi esposo, que nunca estaba ni en casa ni en ninguna parte.

Por entonces, una mujer casada no salía sola de noche. Después de ocuparme de la casa y los niños todo el día, yo no tenía nada que hacer. Los Irureta venían a mi piscina, y luego íbamos por la noche a cenar o ver algún espectáculo. Con el tiempo, me hicieron madrina de uno de sus hijos. Yo los quería mucho, y a Francisco, de un modo más intenso del que yo misma podía entender en ese momento.

Pero empecé a entenderlo una mañana, cuando me ofreció pasar por casa a dejarme una cesta de aguacates de su finca. Me pareció un detalle bonito. Sólo después de colgar el teléfono, pensé: «Pero qué extraño. ¡Si yo tengo un árbol de aguacates!».

Cuando Francisco llegó, le ofrecí un café y conversamos». Lo senté de espaldas a la ventana, para que no viese el gigantesco árbol de aguacates en mi jardín. Conversamos toda la mañana, como si fuera la primera y última vez. Hay cosas que se sienten en el aire, aunque una sea tonta, como era yo. Pronto comprendí que la razón de su visita no tenía nada que ver con los aguacates.

A partir de ese día, nuestros encuentros cobraron una luz inesperada. El solo hecho de ir a la cocina por una botella o a comprar cigarrillos con él me despertaba sensaciones nuevas. Cada gesto, o cada una de las tonterías que nos decíamos, se me aparecían revestidos de un halo especial.

Finalmente, cedimos a lo que sentíamos. No fue un arrebato de pasión espontánea. Al contrario, lo planeamos cuidadosamente. El escondite elegido fue una casa de citas. Me inspira pudor reconocerlo, pero eso le daba un toque de aventura a toda la ocasión. Además, en pocos lugares podíamos sentirnos tan a salvo como ahí, en nuestra isla particular. Esa noche, los castristas volaron en pedazos un buque a cuatrocientos metros de nuestra cama. Pero estábamos tan extasiados con nosotros mismos que ni siquiera lo oímos. Tras la explosión, Francisco abrió los ojos y preguntó en voz baja:

– ¿Has oído algo?

– Debe haberse cerrado una puerta.

Me pasé el día siguiente preguntándome si esa noche había significado algo para él. Por instantes, me venían a la cabeza flashes de la noche, instantes que aún hoy no soy capaz de olvidar. Él me llamó por la tarde. Su voz sonaba distinta, más clara, ese día. Para correr menos riesgos, me habló en inglés:

– Did you like it last night?

– I think about it all day.

Feliz como estaba con todos esos nuevos sentimientos, no me preguntaba qué pasaría después. No obstante, me sentía extraña. Yo era muy religiosa, comulgaba a menudo, y la situación me producía dolorosos ataques de culpa. La siguiente vez que vi a Francisco en público, sentí una mezcla de vergüenza y emoción tan fuerte que tuve que abandonar la reunión. Pero dos días después, recaí en el dulce pecado.

Ése fue el comienzo de una relación basada en la pasión y el riesgo. Francisco y yo nos besábamos furtivamente en cada rincón, incluso con nuestras parejas en la habitación de al lado, y nos excitaba saber que podíamos ser descubiertos.

Durante una de nuestras cenas de parejas, ocurrió algo muy extraño. Con la excusa de buscar hielo, Francisco y yo nos escabullimos a la cocina para acariciarnos. Fue algo muy rápido, apenas un cariñito, pero mi esposo Manuel abrió la puerta de golpe. Aunque Francisco me soltó de inmediato, todo era demasiado evidente. Los tres nos quedamos mirando. La esposa de Francisco estaba afuera con otras tres parejas. Los siguientes segundos gotearon lentamente, mientras esperábamos la reacción de Manuel. Hasta que mi marido dijo:

– Bueno, ¿qué pasa con el hielo? Mi whisky está caliente.

Y luego regresó a la mesa. Desde el salón, oímos risas.

Nunca supe si Manuel no nos vio, o simplemente no le importaba. No creo que le importase nada que tuviera que ver conmigo, ni siquiera que me acostase con otro. Al fin y al cabo, tampoco dormíamos mucho juntos. Dormir con mi esposo era un acto que, por su carácter obligatorio impuesto por la Iglesia, yo denominaba «el patíbulo». Ya a esas alturas, si no rompía mi matrimonio era sólo por Manuelito. En caso de divorcio, según la ley cubana, los varones mayores de cinco años quedaban bajo tutela del padre: y yo no iba a perder a mi hijo.

En cambio, la situación de Francisco y su mujer era más delicada. Ella sí era muy posesiva, y muy perceptiva. Desde el primer día sospechó que él tenía una amante. Y como yo era su amiga y confidente, me lo contaba a mí. Según me decía, vigilaba cada uno de los movimientos de su marido, e incluso contrataba a gente del servicio para seguirlo. Claro, que los criados no querían problemas. Se limitaban a cobrar y decir que no habían visto nada. De todos modos, para eludir su red de espionaje, Francisco tenía que recurrir a los trucos más delirantes. A veces, preparaba montajes dignos de Hollywood. Por ejemplo, la noche en que la pareja asistió a una recepción de la familia de mi marido. Mientras regresaban en el auto, Francisco le dijo a su esposa con voz de mal humor:

– ¿Qué hacías hablando con él?

– ¿Con quién?

– No te hagas la boba. Sabes bien de quién te estoy hablando.

– En realidad, no tengo idea…

– No quiero volverte a ver hablando con ese tipo.

– Pero es que yo…

– He dicho que no quiero volverte a ver con ese tipo. Y no se hable más.

Francisco cerró la discusión con esas palabras y mostró su disgusto durante toda la noche. Al día siguiente, al bajar a desayunar, la pareja se encontró un arreglo floral gigante para ella. En la tarjeta, finamente decorada en relieve, se leía: «¿Sabes quién soy?».

Francisco montó en cólera y abandonó la casa presa de la furia. Cuando volvió, a la hora de cenar, su mujer acababa de recibir un alfiler de plata para el pelo. La tarjeta, del mismo modelo que la anterior e igualmente anónima, repetía la frase que había acompañado a las flores.

Esta vez, él abandonó la casa rompiendo floreros contra las paredes, y no volvió en todo el fin de semana. Fue nuestro primer fin de semana juntos.

Yo había mandado las flores y el alfiler. Lo más difícil había sido inventar una letra que mi amiga no reconociese. Tiempo después, ella me confesó que se había sentido muy halagada con el admirador secreto y el ataque de celos de su esposo. No recordaba haberlo visto nunca tan ardientemente furioso por ella. No le dije nada a Francisco, pero me pareció demasiado cruel y no volvimos a usar ese ardid.