Tampoco hacía falta. Francisco trabajaba para la Coca-Cola y viajaba mucho sin necesidad de inventar nada. Pasaba la semana en Nassau y viajaba a Cuba los fines de semana a reunirse con su familia. Mi esposo Manuel hacía lo contrario: los fines de semana se iba al ingenio. Al menos, eso decía. Así que los viernes, Francisco tomaba un avión a La Habana y venía a mi casa, de donde salía a la mañana siguiente para reunirse con su familia.
Nuestra relación continuó sin sobresaltos hasta que la esposa de Francisco cayó enferma. Padecía un mal misterioso, que los doctores no podían explicar. Sufría fuertes dolores de espalda y terribles migrañas que la postraban en la cama. En mis visitas al hospital, comprendí por qué era posesiva con Francisco: no tenía amigas. Su vida entera estaba dedicada a su marido, y yo era la única mujer que la visitaba. Durante su temporada en el hospital se fue volviendo muy dependiente de mí. Le gustaba mucho mi compañía. Pasé noches enteras velándola y leyéndole revistas. La mezcla de emociones en mi mente se volvió peor que nunca. Me sentía una traidora.
Para agravar las cosas, su tema principal de conversación era su infelicidad: no hacía más que contarme lo mal que iba su matrimonio y lo desconsiderado que era Francisco con ella. Según ella, él sólo se ponía simpático cuando yo estaba delante, pero el resto del tiempo la tenía abandonada. Eso me hacía sentir perversamente bien. Me creía la favorita de mi amante. Y si Francisco estaba a mi lado durante las visitas, yo tenía una mano en la frente de mi amiga y otra bajo la cama, sobre la pierna de su esposo.
A cada visita, la situación se volvía más retorcida. Mi amiga se regocijaba creyendo que si Francisco y yo estuviésemos desnudos en una habitación, no pasaría nada. A menudo, lo decía en voz alta, incluso estando los dos delante. Para mí, oír eso era un tormento. Y para ella -para cualquiera- era un poco enfermo. ¿Tendría tal vez sospechas? ¿Sabría lo que estaba pasando y ésa era su manera de defenderse?
Al fin, los doctores llegaron a un diagnóstico: el mal de mi amiga era una feroz depresión. En efecto, lo único que la hacía sentir bien era el Demerol, que yo le llevaba en cantidades industriales. El Demerol la relajaba, pero cada vez necesitaba más y cada vez lo pedía con mayor desesperación. Hasta que los doctores me prohibieron que le administrase más. Eso detonó la crisis. La última vez que ella me pidió una dosis, le respondí que no tenía, y que nunca volvería a darle ningún medicamento. Ella empezó a gritar:
– Tú no sabes lo que es estar acá. ¡Tú no tienes idea de lo que es vivir como yo vivo!
Algo explotó entre nosotras. El Demerol era una excusa para destapar la olla a presión.
– Eres tú quien tiene que aprender a vivir mejor. Te estás hundiendo.
– ¡No! Me está hundiendo ese miserable de Francisco. Ese… ese hipócrita. Si por él fuera, me quedaría aquí para siempre. Ni siquiera ha venido a verme en una semana. Me odia, Diana.
– Él no te odia.
– Lo hace a propósito, para que yo no vuelva a la casa.
– No estás siendo razonable.
– ¡Me odia! Él y todo el mundo… Ya estoy pasada de moda… ¿Sabes? Ya nadie me viene a ver… Ni siquiera él… Se irán olvidando de mí… Todos.
– Estoy enamorada de tu esposo.
No sé por qué dije eso entonces. Aún me lo pregunto a veces. Supongo que necesitaba librarme de esa carga. Ella me hizo repetirlo. Yo obedecí, sintiendo el peso de cada sílaba en mi boca. Oía mi voz como si viniese de otra persona.
Desde luego, ella no mostró la frialdad de Manuel. En fin, no hace falta repetir sus insultos y sus alaridos. Tumbó la botella de suero, y el líquido se confundió con sus lágrimas en la sábana. Yo sólo pude replicar que las cosas habían sido de ese modo, que uno no escoge de quién se enamora. Trataba de atenerme al guión del raciocinio mientras ella era presa de un ataque de histeria. Cuando llegaron las enfermeras, salí del hospital corriendo sin mirar atrás. Recuerdo que mis tacones se rompieron a mitad de la carrera, en alguna calle que yo no conocía.
Supongo que esas cosas pasan cuando la gente se casa como nosotros nos casábamos, casi como si fuéramos a una ocasión sociaclass="underline" llegaba un momento en que tenías que casarte y vivir con alguien que hiciese gala de ciertas características, pero no tenías por qué tener un compromiso moral con esa persona. Casarse era parte de las costumbres, algo que no se hacía por sentimientos sino por cuestiones prácticas y sociales.
En la sociedad en que me crié, eso significaba que los hombres, cuyas obligaciones laborales les permitían salir de casa mucho, podían llevar una vida sexual paralela sin obstáculos. Como Manuel y Francisco. En cambio la mujer, que debía ser madre, esposa y señora de la casa, siempre se definía en función de otros: los hijos, el esposo, hasta el inmueble que ocupaba. No era una persona que pudiese vivir o sentir por su cuenta y riesgo, sino un objeto que se evaluaba según la satisfacción que produjese en esas otras personas para las cuales vivía. Mi amiga (mi ex amiga) y yo éramos víctimas de lo mismo, sólo que practicábamos distintos tratamientos para sentirnos vivas, para sentir que éramos personas y no adornos glamourosos del salón.
Por la noche, Francisco me fue a buscar a casa. Yo esperaba su visita. Aunque llovía a cántaros, sentí el inconfundible sonido de sus llantas y su motor en el patio. Después de tantos viernes juntos, yo reaccionaba como los perros al sonido de su coche. Aunque esta vez no salivé ni moví la cola. Bajé a recibirlo al jardín, mientras el cielo se venía abajo. Él estaba aún más furioso que su mujer:
– ¿Te has vuelto loca?
– No sé por qué lo dije.
– ¡Te has vuelto loca!
– ¡Lo siento!
– ¿Sabes lo que puede pasar ahora? ¿Sabes el problema en que me has metido?
Los rayos iluminaban el cielo por instantes, pero el rostro de Francisco seguía oscuro.
– ¿Por qué… por qué no podemos simplemente decir la verdad?
– Porque así es la vida, Diana. Tú no lo sabes porque eres una niña rica, pero así es la vida y no vamos a cambiarla nosotros.
– Perdóname.
– Ya no hay nada que hacer. Todo se acaba de ir al carajo.
– Perdóname… Por favor.
No sabía qué más decir. Nada más salía de mi boca de niña rica. Me eché a llorar. He llorado pocas veces en mi vida, pero quiero que en este libro salgan todas esas veces. Ésta fue la peor que recuerdo. Trataba de que Francisco no lo notase. Era fácil, porque mis lágrimas se confundían con la lluvia.
Francisco trató de dejarme ahí. Me dio la espalda. Subió a su auto. Yo no dejé de llorar. El coche se alejó hacia la calle salpicando charcos de agua y desapareció. Pero a los cinco minutos, estaba de vuelta. Yo no me había movido. Francisco apagó el motor. Bajó. Me abrazó. Besó mis lágrimas. Subimos a mi cuarto. Hicimos el amor sin dejar de llorar.
Parece increíble, pero después de todo ese melodrama, nada cambió entre nosotros. Seguimos viéndonos igual que antes. Ya no nos invitábamos, pero coincidíamos en las ocasiones sociales. La vida social de La Habana era muy grande porque la sociedad era muy pequeña. Una recepción mínima podía contar con veinte invitados, porque todos nos conocíamos, y nadie podía quedarse fuera. A veces, en las cenas o en los clubes, me cruzaba con Francisco y su esposa, mi amiga. Nos saludábamos los tres con cortesía y evitábamos hablarnos. Tratábamos de perdernos mutuamente en los grupos, en las risas, en el humo del tabaco Cohiba. Y los viernes por la noche, Francisco dormía en casa. No sabíamos vivir si no era mintiendo.
Toda La Habana era una larga comedia. En el burdel Casa Marina, al lado del Sevilla Biltmore, las estrellas de Hollywood como Errol Flynn o George Raft se divertían. A menudo eran descubiertas, y las fans se apelotonaban en la puerta del burdel esperando que su ídolo terminase y saliese a firmarles un autógrafo. En la televisión, el negro Chicharito se ofrecía a recibirle las cenizas del habano a un senador. En el Tropicana y el Sans-Souci tocaban Benny Moré y Naja Kajamura. Bailaban Las esmeraldas del Pacífico. Todo formaba parte del mismo espectáculo. Nuestras familias, nuestros amigos, nuestros clubes: seguíamos viviendo una larga y dulce fiesta entre los escombros de un mundo que ya no nos pertenecía. Nuestros cócteles transcurrían en los mismos lugares. Alguna canción pasaba de moda, y el país seguía siendo esencialmente igual. El derrumbe de nuestra vida sonaba como un eco apagándose entre la música.