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Trujillo sólo se enteró de la llegada de su ilustre huésped cuando estaba ya a punto de aterrizar en el aeropuerto de San Isidro. La bienvenida a Batista estuvo a cargo de Ramfis, el sanguinario príncipe heredero en persona, y de un sorprendido embajador cubano al que acababan de despertar con las noticias. Trujillo le dio a Batista máxima prioridad, aunque no del modo que esperaba. Por supuesto, lo recibió en su palacio con todos los honores y le ofreció su máximo respaldo. Pero inmediatamente después, lo invitó a cenar y le dijo:

– He decidido poner a tu disposición algunas divisiones del Ejército y la Armada. Hablamos de veinticinco mil hombres y los barcos y aviones que necesites. A ese barbón hay que sacarlo inmediatamente.

Batista titubeó. Se puso pálido, verde, morado, de sólo pensar en volver a la isla.

– Es que, verás, éste no es un golpe normal. La situación es… más grave.

– ¡Por eso mismo -golpeó la mesa Trujillo-, no puede durar ni un minuto más!

Trujillo insistió, pero Batista se negó a emprender una intentona contra Castro. El forcejeo entre los dos se fue volviendo más áspero hasta que el cubano se atrevió a confesar que no tenía intenciones de dirigir nada en La Habana, que no quería volver, que tenía miedo. Trujillo, entonces, con calma pero con firmeza, respondió:

– Tú tienes que volver a Cuba obligatoriamente. Por el bien de todos nosotros. Ahora que te han sacado, has podido venir acá. Pero si me sacan a mí, ¿adónde coño yo voy?

Batista no dio su brazo a torcer. En sucesivas reuniones se negó y se negó. En la última de ellas, cuando Trujillo tuvo seguridad de que nada podría hacerle cambiar de opinión, sacó a relucir un argumento nuevo que Batista no esperaba.

– Óyeme, tú a mí todavía no me has pagado el último cargamento de armas que te envié para allá.

Batista debe haber sentido una náusea en ese momento, viendo lo que se le venía.

– No tengo que hacerlo -dijo-, ése es un gasto del Estado, no una deuda personal.

– O sea, que tú pretendes que le cobre a Fidel las armas que combatieron en su contra -se molestó el Benefactor-. Pero ¿tú estás loco o qué?

La deuda por las armas ascendía a casi un millón de dólares. Batista juró que no tenía esa cantidad y, bajo la mesa, encargó a un socio de máxima confianza que retirase todo su dinero de la República Dominicana. Pero el socio no merecía la máxima confianza. Le robó hasta el último centavo y desapareció. Para colmo, Trujillo lo encontró, lo mandó matar y se quedó con el dinero. Y aun así le siguió queriendo cobrar a Batista, a la vez que los periódicos dictados por sus asesores pedían la expulsión del cubano de su país.

Como Batista no soltaba el dinero, Trujillo concibió un ultimátum: lo mandó encerrar en el penal de La Victoria y lo obligó a limpiar hasta el baño. Al día siguiente, Batista rascó sus cuentas bancarias y pagó cuatro millones de dólares. Como premio, recibió un salvoconducto y pudo salir del país con rumbo a un pacífico exilio portugués.

En la Cuba que Batista dejaba atrás, las cosas tampoco eran fáciles. Durante los primeros días de enero, se decía que el ejército rebelde había bajado de la sierra y entraría en la capital. Se anunciaba un presidente, y al día siguiente, otro. Pero nadie terminaba de asumir el gobierno. A mí, que no dejaba de pensar en Francisco en todo el día, la confusión a mi alrededor me llegaba como señales de un planeta lejano.

Pero el desbarajuste nacional atravesaría la coraza que me protegía. Literalmente. Una tarde, oímos disparos en la casa de enfrente. Ahí vivía un senador de Batista, y un grupo rebelde estaba tratando de entrar a saquearla. Pero los recibió un grupo de seguridad armado. Los atacantes se atrincheraron en mi jardín. El fuego cruzado nos sorprendió frente al televisor, cuando las balas atravesaron las ventanas del salón.

Mi reacción fue una combinación de instinto maternal, defensa civil básica y pánico puro: cogí la cuna de mi hija y la metí en un armario, escondí a mi hijo bajo una cama y yo corrí a pararme bajo el dintel de una puerta, como recomendaban en casos de terremoto. No se me ocurría qué más hacer.

Mi esposo, para una vez que estaba en casa, no sirvió de nada. Sólo gritó:

– ¿Y qué está haciendo el vigilante de la puerta?

Yo respondí:

– Ojalá que esté a buen resguardo, porque tiene hijos y esposa.

Manuel me miró como si fuera una retrasada mental. Yo admito que el gesto del dintel no fue muy inteligente, pero por favor, el guardia de seguridad no se iba a enfrentar a un grupo de saqueadores armados.

Traté de llamar a papá, pero fue imposible. Las líneas telefónicas estaban colapsadas. Cuando llegó a casa, después del tiroteo, contenía su furia pero estaba de pésimo humor. Si los guerrilleros empezaban a atacar a sus enemigos políticos, no tardarían mucho en buscarlo a él. Y no había manera de entenderse con esa gente.

Algunas noches más tarde, los barbudos tuvieron un gesto lleno de buenos augurios. El guerrillero Camilo Cienfuegos nos ofreció una visita.

Papá y mamá se negaron a recibirlo. Tuvimos que hacerlo mi hermano y yo. Dijimos que papá no estaba en casa y mamá se encontraba indispuesta o algo así. Ellos estaban arriba, pero no querían ni ver ni oír a Cienfuegos. Mamá pensaba que venía a llevarse la alfombra, el coche y las lámparas, y me dio orden de vigilar bien al barbudo. Por cierto, Cienfuegos era el más barbudo de todos. Yo había visto sus fotos entrando a La Habana con Fidel y Huber Matos. Pero en persona parecía más pequeño e inofensivo. Además, venía en son de paz. No se robó nada, pero debo decir que tenía las botas horriblemente sucias y nos destrozó la alfombra.

– Siento mucho que la señora Minetti esté indispuesta -dijo-. ¿Se siente muy mal?

– No… ¡Sí!

Era muy difícil saber qué mentiras debía decirle exactamente.

En honor a la verdad, fue una visita cortés y tranquilizadora. Cienfuegos dijo que la Revolución no se había hecho para que sufran hombres como mi padre, comerciantes que no tenían nada que ver con la política. No parecía muy comunista.

Al final, claro, todo era mentira. La Revolución nos cayó encima como una aplanadora. Primero desaparecieron la vida social y los clubes. Y luego fuimos sometidos a una especie de guerra de nervios desde el nuevo gobierno: nos ponían guardias, según ellos, para nuestra protección. Pero parecían más carceleros que vigilantes. Poco después, intervinieron los medios de prensa como el de papá. Y al final, empezaron a perseguir a mi hermano Minetino.

Lo de Minetino se destapó justo antes de la confiscación total de los medios informativos. Muchas personas influyentes, amigos y empleados de mi padre, llevaban meses desfilando por la casa para expresar su solidaridad con mi familia. Cuando corrieron los rumores de expropiación, muchos de ellos fueron a buscar a mi hermano para planear una respuesta. Pero mi hermano no estaba. Yo iba recibiendo a la gente y le ofrecía café. No tenía idea del paradero de Minetino. Después de una hora, recibí una llamada telefónica. El mayordomo dijo simplemente así, «tiene una llamada», sin decir de quién. Cuando cogí el auricular, frente a todas las visitas, escuché la voz de papá:

– Diana, no digas quién soy. Di que soy tu hermano.

A mi alrededor, las visitas guardaban silencio y bebían café.

– ¡Ah, Minetino! ¿Cómo estás? Hay mucha gente que ha venido a verte.

– Diana, Minetino se ha refugiado en la embajada de Estados Unidos. No lo digas. Si alguien llega a saberlo, nos vamos a meter todos en un lío. Así que finge que te estoy diciendo que todo está bien.