– Qué bueno que estés bien. Que todo esté bien.
– Minetino ha sufrido un retraso pero no tardará mucho. Anda, dilo.
– ¿Que todo está bien pero se va… te vas a retrasar? Muy bien, ¿y qué les digo a tus visitas?
– Que lo esperen. Dile al mayordomo que anuncie cada media hora que se vuelve a retrasar, hasta que las visitas se vayan, ¿ok?
– Claro, Minetino. Claro, hermanito.
Por la noche, fui a visitar a mi hermano a la embajada. Lo hice por ingenua, no era consciente del peligro en que me estaba metiendo, pero ahora sé que yo era una joven valiente. Nadie me agradeció ese valor nunca, pero lo tuve. Y esa noche, por primera vez, escuché de su boca que mi hermano era agente de la CIA, y me contó algunas de las historias que ya he narrado aquí.
Minetino abandonó Cuba poco después. Y el siguiente en refugiarse fue mi padre. Había tratado de permanecer en La Habana a cualquier costo, pero no tenía sentido. Lo detenían con frecuencia para interrogarlo en la comisaría y humillarlo. Lo acusaron de enriquecimiento ilícito y ni siquiera se lo notificaron: nos enteramos por los periódicos. Papá tampoco podría responder desde su propio diario, porque ya no era suyo. En cuanto leyó su nombre en los titulares, papá se asiló en la embajada italiana.
No tardó en aparecer otro titular con su nombre: el que anunciaba que todas las propiedades de Giorgio Minetti y su familia habían quedado confiscadas. Cuando lo leyó, mamá se sumó al asilo de la embajada italiana. No lo había hecho desde el principio porque quería quedarse a cuidar su casa. Ahora ya no le quedaba nada que cuidar.
Yo me quedé afuera con una tarea: salvar todo lo que fuese posible, libros, muebles, sobre todo cosas de valor personal, joyas, mi butaca preferida. Arramblé con lo que pude a lo largo de la mañana. Quería que Castro se quedase con lo menos posible. Metí todo en el coche a empellones para llevarlo a casa de la familia de Manuel, donde las cosas estarían a salvo. Pero nada más atravesar la puerta de casa, me detuvo un retén militar. Los guerrilleros que revisaron el coche sabían de antemano lo que encontrarían.
Me acusaron de robar patrimonio del Estado y me declararon en arresto domiciliario. Regresé a casa con un escolta, que se quedó en la puerta. Sin embargo, aún tenía una posibilidad de escapar. Una posibilidad que sólo una mujer podía disfrutar, al menos en ese país y en ese momento.
Al día siguiente, como todos los días, pedí a las niñeras que vistieran a los chicos para ir al colegio. Llamé a un taxi -nuestros coches estaban confiscados- y llevé a los chicos a la puerta de la casa. Como era previsible, el guardia me impidió la salida. Y entonces, hice lo que sólo una dama podía hacer en esas circunstancias: chillar.
Grité y grité como una histérica, diciendo que siempre llevaba a mis hijos al colegio y que no me podía quitar esa libertad. Armé una alharaca gigantesca, como si toda nuestra situación, toda mi vida, mi isla y el éxodo familiar fuesen culpa de ese pobre guardia de la puerta. Imagino que en sus andanzas por los montes, nunca había topado con un prisionero con semejante garganta.
El guardia llamó a su cuartel y les contó la situación. Ahí le dijeron:
– Que los lleve. Pero ve tú con ellos.
Nos amontonamos en el vehículo con las mochilas escolares. El guerrillero iba en el asiento del copiloto. Olía mal, pero no estaban las cosas para reparar en detalles.
El colegio de los chicos estaba a sólo dos calles de la embajada de Italia. Siguiendo mi plan, le pedí al guerrillero que me permitiese entrar y explicarle la nueva situación a la madre superiora del colegio. Él accedió, más por pereza de discutir que por compasión. Yo subí a la oficina de la monja y llamé por teléfono a la esposa del embajador:
– Por favor, sáqueme de aquí. Quiero pedir asilo, como mis padres.
– No va a ser tan fácil, querida. Tú estás bajo arresto. Si te acogemos, Cuba podría pedir legalmente que te devolviésemos a ti y a toda tu familia.
– Por lo menos llévese a los niños -supliqué.
Por primera vez en mi vida, no tenía adónde ir. Trato de recordar qué hacía Manuel en esos días, o dónde estaba. Simplemente ha desaparecido de mi memoria. Tampoco podía involucrar a alguno de mis amigos. Tendría que volver a casa más sola que nunca.
Mi estado de pánico era tan patente que la mujer me dijo:
– Bueno, yo no he dicho que no vengas a la embajada, eso lo ha dicho mi esposo, que sólo es el embajador. Ven y veremos qué hacer.
La esposa del embajador era húngara, había sufrido en carne propia el ascenso de los comunistas al poder y tenía un corazón de oro. Y la madre superiora, aunque estaba en estado de shock, tenía recursos. Me vistió con un hábito de monja y, junto con otras tres hermanas, salí a la calle llevando una larga fila de niños, los míos entre ellos. Tuvimos que detener el tráfico en dos esquinas, y hacerlo sin aspavientos para no despertar sospechas. Esos doscientos metros se me hicieron interminables.
Tras cruzar el umbral de la embajada, sólo nos quedaba conseguir un salvoconducto para abandonar la isla. Cuba accedió rápidamente a extenderlo. Para el gobierno, nuestra partida era una manera más ágil de expropiar nuestros bienes. Pero cuando todo parecía solucionado, aún quedaba un escollo por salvar, y estaba donde menos lo esperábamos: mi esposo Manuel se negó a firmar un permiso de salida para los niños. Al fin entraba en escena, y lo hacía del único modo posible: para arruinarlo todo.
Papá tuvo que prometerle a Manuel que costearía sus viajes para ver a los niños todos los fines de semana. Lo único que pretendía, supongo, era irse de farra gratis y mantener abierta una puerta a los Estados Unidos por si las cosas se le ponían difíciles. Aparte de toda la rabia acumulada, en esos días albergué un profundo desprecio por mi esposo. Pero al menos yo sentía algo. Él no sentía nada por mí. Nada.
De todos modos, y aunque yo no lo decía en voz alta, toda esta situación encerraba una ventaja: me iría a Miami, donde estaba Francisco.
Durante las noches en la embajada, no dejaba de fantasear con él, y nuestro futuro juntos. Necesitaba verlo. Necesitaba abrazarlo. Al fin seríamos libres, o por lo menos estaríamos a salvo del pueblerino ambiente de La Habana y sus chismes. La Revolución me había hecho entender que las reglas pueden cambiar de repente, y puedes perderlo todo en un instante. En el futuro, estaba resuelta a vivir mi vida sin consultar, y sin respetar normas impuestas por nadie más.
Lo primero que hice al aterrizar en Miami fue llamar a los amigos comunes para localizar a Francisco. Ellos me informaron que se había mudado a Nueva York.
13.
Diana acabó su relato entre aliviada y exhausta. Había hablado sin parar durante siete horas, con una prisa y una claridad que nunca había tenido antes. Y ahora, mientras miraba la araña de la sala silenciosa, cansinamente, parecía haberse librado de un peso. Terminó su té. Sólo había bebido té, como si quisiese conservar la lucidez. Arrastrado por su sobriedad, yo mismo había bebido sólo cuatro copas. Le pregunté por el exilio cubano, por su exilio. Saliendo de la nada, una voz nos interrumpió:
– De eso tendrán que hablar mañana. Diana está cansada.
Era Mankiewitz.
– No se ve cansada -repliqué impertinentemente.
– No se ve pero lo está. Ahora, si me permitís…
Se llevó a Diana dándole tiempo apenas para despedirse. Ella aceptaba sus órdenes como una pequeña cuidada por su padre. Había perdido algo de la fuerza con que la conocí. Cosas del amor o de lo que sea. Yo tuve que irme a mi hotel.
La escena con Diana se repitió al día siguiente. Me habló de un tirón sobre los años de su exilio y su juventud. Yo ni siquiera hacía ya preguntas. Ella hablaba y hablaba en asociaciones libres. Pensé que debíamos haber trabajado siempre así. Luego Mankiewitz nos volvió a interrumpir y se la llevó como si fuese un saco de arroz. Yo tenía la sensación de que quería apartarnos, quizá pretendía monopolizar a nuestra amiga de algún modo. Tal vez mi presencia ahí era el testimonio de la última resistencia de Diana a su extraña autoridad, una resistencia que se estaba derrumbando.