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Al volver a Madrid me encontré directamente con una buena noticia. Mario Bellatin me había escrito un maiclass="underline"

Tu novela está muy bien. Las próximas vacaciones llevaré a mi hijo a la selva. ¿Qué tengo que hacer ahora? ¿Tengo que decir algo? ¿Qué tipo de cosa?

La faja de mi portada estaba asegurada. Txema estaría contento. Y sobre todo, a Bellatin le había gustado el libro, lo cual era un alivio. Pero ahora tenía que responderle: ¿qué tenía que poner en la faja del libro? ¿Debía decirle yo qué escribir? ¿No era eso un poco descarado? Pensé que él diría algo espontáneamente, algo como «Genial». Con una palabra así bastaba, ¿no? O «Impresionante: cinco estrellas». O «La nueva promesa de la narrativa peruana». Pero no tenía valor para dictarle la frase de mi libro.

Quizá podía usar algo de su maiclass="underline" «Esta novela está muy bien». No. No despierta convicción. «Las próximas vacaciones llevaré a mi hijo a la selva.» Tampoco sirve.

Fui a recorrer librerías buscando alguna fajita convincente que sugerir. Paseé por los estantes de todo tipo de literatura. Un libro de Rodrigo Fresán decía:

Gabriel García Márquez filmado por David Lynch

Guau. Eso estaba bien. Sonaba espectacular. Quizá podía sugerir para mi fajita: «Apocalipsis Now» filmado por… por… Es que «Apocalipsis» ya estaba filmada. «Apocalipsis Now» escrita por… No. Eso no funciona. La novela de Martin Amis ponía, con firma del New York Times:

Brillante y divertida

Eso. Eso me gustaría escribir a mí. Una novela brillante y divertida certificada por el New York Times. ¿Sería mejor ser más brillante o más divertido? Mejor a partes iguales, sí. Pero mi novela no era de las que se llaman «divertidas», es decir, no era para reírse. Era triste más bien, sórdida a veces. Busqué algo sórdido. Un libro de McEwan ponía:

Cuidado con este libro: puede resultar adictivo

Empezaron a marearme todas esas fajitas, todas esas declaraciones. Tres novelas estaban clasificadas como «La mejor novela de los últimos diez años», otras dos eran «Revolucionarias», abundaban las «Clases maestras de estilo» y las «Prosas como un estilete». ¿Mi prosa sería como un estilete? A lo sumo, como una navaja de afeitar, supongo. Una navaja usada. Me pregunté si había escrito «Un libro fundamental», «Una radiografía de su tiempo» o por lo menos «Una de las obras más influyentes de su era». Me respondí que no, que sólo tenía una novela falsa, un ejercicio de mentiras sobre países de mentira, un libro del que había vivido cuatro meses. Podía decirle a Bellatin que pusiese «Una farsa» o «Una gran muestra de lo que hace la angustia de no tener papeles». No, tampoco debía ningunearme, pero es que uno se siente tan chiquito, tan poquita cosa entre todos esos ejemplos de literatura universal, entre todas esas frases firmadas por las autoridades, como si tuvieran que gustarle a cualquier don nadie porque le han gustado a alguien que sí es alguien, como si alguien tuviese claro qué carajo es «Una novela indispensable».

Salí de la librería mareado, tenía náuseas, veía portadas de libros por todas partes, llenas de críticas favorables, de reseñas importantes, de sonrisas editoriales satisfechas, ninguna con mi firma. Corrí a la cabina de Internet. Le escribí de vuelta a Bellatin:

Mira, supongo que debes poner lo que te parezca. El editor querrá algo que suene vendedor, me imagino.

Bellatin me envió su frase al día siguiente:

¿Qué tal esto? «Un nuevo Corazón de las tinieblas de Conrad para todos.» ¿Te gusta?

Parecía publicidad de baratillo, pero no podía responder: «No, mándame algo más elogioso, por favor. Que se note que te fascina mi libro». Se lo reenvié a Txema.

Mi editor ni siquiera me respondió el correo, pero como ya era habitual, lo llamé todos los días hasta que contestó de casualidad.

– ¿La faja? Ah, sí, la faja. Llegó justo a tiempo para sacarla con el libro. ¿Te gusta cómo ha quedado?

– ¿Cómo que si me gusta? No lo he visto.

– ¿Qué? ¿No te lo han mandado?

No. No me lo había mandado nadie. Pero ya estaba en librerías, con faja y todo, la última novedad literaria amazónica. Mi libro en una librería. Era una imagen que llevaba esperando toda la vida. Entré en la librería más cercana. Busqué en la mesa de novedades, luego en la parte de narradores latinoamericanos, después en el estante que correspondía a mis iniciales, la de mi apellido y la de mi nombre. No lo encontré por ninguna parte. Le pregunté a la vendedora sobre «ese nuevo libro del Amazonas». Me sacó uno de Isabel Allende. Le dije que era literatura de viajes. Me mostró uno de Javier Reverte. Acabé por decirle el nombre del autor seguido de un «o algo parecido» para que pensase que yo tampoco estaba muy seguro del nombre. Me dijo que el nombre del libro y del autor no le sonaban para nada, pero de todos modos buscó en la computadora. Después me mandó a un oscuro estante confinado al rincón más húmedo y remoto de la librería. Ahí, entre la literatura de viajes, estaba mi libro. Me quedé mirándolo embelesado. La edición era hermosa, la carátula parecía el póster de la película que algún día alguien dirigiría para que yo pudiese cobrar los derechos y decir que me parecía una mierda de película. Pero lo mejor era la faja:

«Una novela tierna y estremecedora que me ha dejado varias noches insomne. Un nuevo Corazón de las tinieblas de Conrad en el Amazonas.»

Mario Bellatin

Un poco largo, pero maravilloso. Tomé consciencia de que yo era, oficialmente y certificado por las autoridades, el nuevo Conrad. Pondría eso en mi curriculum. Y rogaría al cielo que Mario Bellatin nunca viese la fajita.

Al salir de la librería, dejé caer como por descuido mi novela sobre la mesa de novedades, en la parte más visible. Por la tarde, visité cuatro librerías más, donde coloqué mi libro en las mesas de «Recomendaciones» y «Los más vendidos». En la última, casi me descubren. Ya en casa, llamé por teléfono a las librerías que me quedaban demasiado lejos. Dije que era de la editorial y que quería saber dónde habían colocado ese nuevo libro sobre el Amazonas. Tres de las librerías no lo habían recibido. Dos pensaban que les hablaba del libro de Isabel Allende. Una de ellas no recibía nunca libros de mi editorial. Y la cuarta tenía el libro en la base de datos, pero nadie consiguió encontrar el estante donde lo habían colocado.

Paralelamente a mi estrategia de posicionamiento del producto, inicié una nueva serie de llamadas a Txema. Esta vez logré que me contestase al cuarto día. Progresaba.

– ¿Qué hay, Txema? Quiero saber cuándo vamos a presentar el libro.

– ¿Presentarlo? ¿A quién?

– Pues… presentarlo, al mundo, no sé… A la prensa o algo así.

– Ah… bueno… Andamos un poco ocupados por acá. ¿Te hable de mi casa nueva?

– Algo me has dicho, sí.

– Además, no sabía que tú vivías acá. ¿No vives en Latinoamérica?

– Txema, llevo dos años viviendo en este país.

– Qué bien. ¿Y qué tal? ¿Estás contento? Es que Argentina está difícil, ¿no?

– Soy peruano, Txema.

– Bueno, eso… Mira, estaré en Madrid para un evento de la editorial. ¿Por qué no pasas por ahí y conversamos?

– ¡Excelente!

Ahora sí, aclarados los malentendidos, Txema empezaba a tomarme en serio. Nos veríamos, seguramente iríamos a cenar, conversaríamos de nuestros proyectos, de nuestra visión del libro como un retrato de la miseria, acabaríamos hablando de cosas más personales, seríamos amigos. No habíamos tenido tiempo de conocernos bien, eso era todo. Como él pensaba que yo no vivía en España, no había querido comprometerse emocionalmente, pero ahora todo estaba solucionado. Como todavía no había recibido mi lote de libros, compré un ejemplar de mi novela por si aparecía en el evento algún crítico o periodista. Y también para asegurarme de que al menos vendería uno.