Выбрать главу

– Me tenés que pasar el libro de este chico, me gustaría leerlo.

Y fui feliz. Si Cozarinsky se portaba bien, le regalaría el que llevaba en la mochila con un autógrafo cariñoso que algún día pudiese usar de fajita en uno de sus libros.

Fuimos a un lugar cerca de la Gran Vía que resultó elegantísimo. La mesa estaba decorada como si fuese a cenar el príncipe de Asturias con su modelo noruega. Al llegar faltaba una silla. El camarero insistía en que sólo le habían pedido cinco reservaciones. Txema me dijo:

– ¿Y por qué no dijiste antes que venías a cenar?

Tuve que ir a otra mesa y arrastrar desde ahí una silla más. En el camino pisé a una señora y me di cuenta de que yo era lo peor vestido que había pisado ese restaurante desde su fundación en 1876. Así que me senté un rato en silencio, a esperar a que se me bajase el rubor de las mejillas. Por suerte, los demás de la mesa eran simpáticos.

El sumiller sirvió un vino que me pareció imposiblemente delicioso, considerando que mi único criterio para seleccionar vinos había sido siempre que costasen menos de tres dólares. Roncagliolo se quejó de que el vino estaba dos grados demasiado frío. El sumiller lo cambió sin cobrarlo. Fue increíble. Yo pedí medallones de venado en salsa de frambuesas, que ni siquiera era lo más caro. No quería que Txema pensase que me estaba aprovechando de su invitación. La conversación fluyó en torno a anécdotas de Sábato en restaurantes, todas muy hilarantes. Hasta el tarado de Roncagliolo sabía anécdotas de Sábato en restaurantes paraguayos que aún no me explico de dónde sacó (como no me explico qué hacía Sábato en Paraguay ni qué hace quien sea en Paraguay). Empecé a sentirme más cómodo. Me acogían, me querían, me consideraban uno más de ellos, quizá el joven escritor en ciernes, el Rimbaud de los narradores en lengua española. De vez en cuando, Cozarinsky me preguntaba:

– Por cierto, ¿no sos argentino vos?

– Peruano.

– Qué raro. Tenés un tonito así… como argentino.

A los postres, yo ya había bebido suficiente para sentirme como en casa. Dejé de pensar en mí como el peor vestido. Me imaginé que era el «escritor joven que no se preocupa por las formalidades». Hasta las alpaquitas de mi chompa adquirieron un aire reivindicativo, claro que sí, de escritor de izquierdas que come medallones de venado y vino dos grados demasiado frío. Muy combativo. Cuando estábamos en lo mejor, llegó la cuenta. Manguel la miró y anunció:

– Son noventa euros por persona.

Era mi presupuesto para la alimentación de un mes.

Todos sacaron sus billeteras y empezaron a recolectar el dinero con aire satisfecho. Revisé la mía: doce euros y un abono transporte. Miré a Txema con pavor, esperando que hiciese un gesto como «No te preocupes, la editorial paga», pero ni siquiera se movió. Cuando ya todos habían depositado su aporte en la mesa, me aclaré la garganta y solicité:

– Txema, creo que me tienes que prestar un poco de dinero porque… porque mi tarjeta, pues, la tarjeta de crédito, claro…

Txema me odió con la mirada, pero no se pronunció. Pidió que nuestras cenas se cargasen a la tarjeta de la editorial. Nadie más dijo nada. Al salir, traté de cambiar de tema para que se olvidasen mis vergüenzas. Pero no se me ocurría nada de que hablar. Le dije a Txema que me acompañase a un cajero, que le pagaría, pero la gente empezaba a desbandarse y no encontrábamos un cajero cercano. Caminamos bajo una noche inusualmente fría con Txema preguntándome hasta dónde tendríamos que ir. Al final, todo el mundo se despidió confusamente. Cozarinsky me dijo:

– ¿Vos estás seguro de que no sos argentino?

– Sí, de verdad.

– Qué raro. Es que tenés ese tonito así como… como argentino.

Y subió a un taxi. Txema había hecho lo mismo dos metros antes. De repente, en la acera no quedaba nadie más. Volví la cabeza a un lado y otro. Me pregunté si alguien se había despedido de mí y yo no le había contestado. Temía haber resultado un maleducado sin saberlo. En la calle desierta, mi mirada se topó con un tipo alto y delgado con un acento perfectamente neutral. El tarado de Roncagliolo, el único sobreviviente de la velada, estaba conmigo. Pareció reparar en mi presencia de repente. Sonrió. Pensé que se burlaba de mí, pero era una sonrisa amable. Dijo:

– ¿Entonces? ¿Vamos a tomar una cerveza?

Al fin encontraba un alma gemela.

Lo llevé a un sitio barato cerca de Gran Vía. Se me ocurrió que quizá no era tan tarado ni tan pedante. Al contrario, era el único al que no le importaba mi pobreza. Me esmeré en invitarle un par de cervezas. Después de un rato, le propuse publicar una crítica de mi novela en alguna de las revistas en que escribía, y no se negó. A la cuarta cerveza, Roncagliolo, con su apellido ridículo y sus maneras de señorito, ya me caía bien: era lo que yo quería ser, era lo que quizá yo podría ser, era un amigo natural, un alma gemela del Paraguay.

Empecé a hablar de literatura con gran entusiasmo. Mencioné autores que pensé que le gustarían. Al principio parecía escucharme con atención. Luego descubrí que, por encima de mi hombro, estaba viendo el partido de fútbol que ponían en el televisor del bar. Traté de hablar de fútbol, pero no es mi tema. Hablé de Brasil, sabía algo de Brasil por Paula.

– Me gusta más el juego europeo -dijo él.

Hable de los grandes jugadores europeos como Redondo o Batistuta.

– Ésos son argentinos -dijo, pero todo lo decía así, sin sorna, como al descuido, con los cinco sentidos verdaderamente puestos en los veintidós jóvenes en pantalón corto que se disputaban la pelota en el cuadrado de veinte pulgadas. Finalmente, pareció reflexionar, recordar que yo era un ser humano después de todo, que ya llevaba un día bastante vapuleado, que no merecía arrastrarme por tan poco, me miró como si lo hiciese desde un edificio altísimo y yo estuviese en el piso 28, y casi a gritos por la distancia, pero con voz de perfecta corrección de universidades de tres países a mi edad, dijo:

– Vamos a otro sitio, ¿no?

Salimos, yo con mi mochila, pensando que mejor me despedía de una vez y le daba mi libro a ver si lo leía. Le pondría alguna dedicatoria bonita, «Por nuestra pasión común por el fútbol», algo así de humillante. Él en cambio andaba con pasos tranquilos, no parecía arrastrarse como yo, que caminaba como una oruga, hasta que se acercó uno de los propagandistas de un bar de putas como el que me había empleado a mí. Al principio pensé que era el mismo bar, temí que el chico me conociese o, peor aún, me reconociese, pero no, era otro bar de putas, cercano, seguramente igualito, pero era otro. El que repartía la publicidad era un europeo del Este, rubio y guapo pero pobre, que en Europa sí se puede:

– ¿Chicas? ¿Chicas? -dijo-. Lo show empieza ahora.

Roncagliolo mostró cierto interés.

– ¿Son buenas tus chicas?

– Oh, sí, son lo más buena que tienen.

– ¿Y caras?

– Lo más buena que tienen, sí.

Roncagliolo empezó a seguir al polaco y yo empecé a seguir a Roncagliolo pensando en que me despediría, le daría el libro y ya, que fuera lo que Dios quisiera. Le escribiría mi teléfono abajito por si le había caído bien. Pero el sitio de las putas estaba demasiado cerca, y antes de atinar a despedirme, una señora me quitó la mochila y me dio un botón, y Roncagliolo dejó su abrigo ahí mismo, con mi mochila y con mi botón, con total calma, como si todos los días fuese a bares de putas y pagase ¡cinco euros! de guardarropa. Al fin y al cabo, y sin saber por qué, acababa de pagarlos yo y a cambio sólo había recibido un botón de plástico numerado que no debía valer ni veinte céntimos.

Desde abajo emergían luces rojas y azules. Descendimos por una escalerilla que parecía llevar a los infiernos. Y los infiernos eran un lugar maravilloso. Un grupo de chicas bailaban desnudas en la pista con el coño afeitado, apenas con una crestita que despuntaba arriba en el centro, generalmente negra, a veces rubia. Las luces se reflejaban en las alpaquitas bordadas de mi chompa, que ese día parecía estar condenada a verse ridícula en todos y cada uno de los lugares por los que pasase.