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Roncagliolo fue directamente a sentarse delante del escenario, al centro, donde mis alpaquitas se veían más ridículas y menos reivindicativas de escritor de izquierdas que en el restaurante de los medallones de venado, las pobres. Pensé que seguramente él estaba escribiendo algo sobre putas y que todo esto debía ser un trabajo de campo, al menos esperé que así fuese porque cada copa en ese lugar costaba diez euros, de modo que no quería ni preguntar cuánto costaba una puta, de todos modos daba igual porque no podría pagarle ni la conversación. Decidí ser totalmente honesto al menos por una vez y para evitar malentendidos:

– Mira, Santiago, no tengo dinero para pagar una copa aquí.

Pero Roncagliolo, que ya tenía a dos sentadas una a cada lado (una egipcia y una rusa según les oí decir), sacó su tarjeta de crédito y dijo:

– Pide nomás, yo invito.

Así que pedí un whisky. Buena gente, Roncagliolo, compartía conmigo su trabajo de campo y su tarjeta de crédito. Lo que no compartía era a la egipcia y a la rusa, que parecían reírse de todos sus chistes, celebrar todos sus comentarios ingeniosos, y eso que en ese lugar la música estaba muy fuerte y ellas no hablaban muy bien español, debían ser muy despabiladas y cultas.

Al rato se me sentó una a mí. Muy simpática, rumana era, y empezamos a conversar. Yo le conté que era peruano y ella me dijo que el gerente del local también era peruano. No me extrañaba, de algo hay que vivir, pensé que seguro que un compatriota sí me habría empleado con contrato, que me había equivocado de puticlub cuando fui a buscar trabajo. Luego le pregunté qué tal era Rumania, dijo que muy bonito, y ya no teníamos mucho más de que hablar, así que se me ocurrió preguntar cómo iba el proceso democrático y qué tal marchaba el país después de Ceaucescu, yo sabía que había sido muy duro, sí sí, muy duro, dijo ella. Y qué tal el tema de los papeles, consulté, porque a mí me complican mucho la vida con eso, fíjate que soy escritor y eso legalmente es como decir que soy vago, hasta que ella empezó a perder la paciencia -siempre con una sonrisa deliciosa, eso sí- y me preguntó:

– ¿Por qué no me invitas una copa?

Y yo dije la verdad:

– Porque no tengo un céntimo, cariño.

– ¿No te parezco guapa?

– Me pareces guapísima, pero aquí el de la Diners es ése, el que se la está pasando de puta madre con dos chicas mientras yo hago vergüenzas contigo, de todos modos no te preocupes por mí, hoy he tenido tiempo de acostumbrarme a hacer de imbécil.

Y en efecto, no se preocupó por mí, porque de inmediato se levantó y se fue a buscar a alguien que tuviese menos alpaquitas ridículas y más tarjetas de crédito mientras yo esperaba que, por favor, Roncagliolo acabase su trabajo de campo de una puta vez -nunca mejor dicho- y nos fuéramos de ese sitio que estaba empezando a ponerme nervioso.

Pero Roncagliolo parecía concentrado en su investigación -debía ser un libro muy complejo ese que planeaba- mientras yo seguía recibiendo una larga serie de chicas guapísimas con coños seguramente depilados hasta la crestita y de todas las nacionalidades menos europeas occidentales (¿será verdad entonces que los europeos no putean ni tienen enfermedades venéreas?), con las que hablaba de las dificultades de una migración igualitaria y de la nostalgia por el país dejado atrás, y de las alpaquitas y del gerente del local que sí, era peruano, pero no estaba esa noche, lástima porque le habría pedido trabajo, y no, cariño, no te puedo invitar ni un vaso de agua porque, además, las copas de putas son más caras que las de cliente y yo sé bien que ni siquiera tienen alcohol.

Ya como al tercer whisky y la décima chica que se hartó de mí y me pidió que cambiase de sitio con mi amigo, me sentí demasiado fuera de lugar y decidí confesarle a Roncagliolo que me estaba quedando sin temas de conversación y que lo mejor sería que me fuese, si no era mucha molestia y él sabía volver solo a casa. Pero antes de hablar, él se levantó con una de las putas (al final fue la egipcia) y se metió a un cuarto oscuro que había detrás del escenario. Por un momento pensé que eso no estaba mal, me había dejado libre y me podía ir, pero luego recordé que su abrigo estaba en el mismo sitio que mi mochila y que no podría irse sin mi botón numerado de veinte céntimos para recogerlo, y a mí las putas ya hasta me miraban feo porque ocupaba un sitio que podría ser mucho más productivo, pero con alguien tenía que conversar para fingir que conversaba, porque de eso se trata, las putas son de mentira, te dejan claro que conversarán contigo todo lo que sea necesario y se reirán de tus chistes pero por ninguna razón te dirán su verdadero nombre ni en realidad nada personal porque bajo ningún concepto podrás poseer nada de ellas que no sea exclusivamente físico, no te darán ni una palabra que no pagues y su lengua no se moverá ni siquiera por compasión hacia el ridículo que estás haciendo, que, a fin de cuentas, es asunto tuyo. Todo lo que te digan será mentira, todo lo que sientan será mentira, como en una novela, y es bueno que así sea, porque las mujeres no putas dicen la verdad (a veces) y eso trae muchos problemas, de modo que lo mejor es jugar el juego saludablemente, sabiendo que los dos se mienten y que eso es lo que quieren, y que si sabes hacerlo bien podrás irte con ellas al cuarto de atrás como Roncagliolo y dejar a tus colegas tirados en la sala, abandonados a sí mismos, a su pobreza, sus problemas con los papeles y sus alpaquitas de verdad.

Cuando empecé a notar que simplemente estaban huyendo todas de mí, fui al baño y me encerré a fumar, al menos ahí no sufriría en público. Acabé cuatro cigarros. Después de cada uno, salía a ver si Roncagliolo había terminado ya con su investigación de campo. Al quinto, finalmente salió. Casi lo arrastré hasta arriba. Estaba más borracho de como había entrado al cuartito. Se bamboleaba. Llevaba en la mano una tarjeta del local donde la puta le había escrito «Para que vuelvas, mi amor». Me la metió al bolsillo de la mochila entre risas. «Para que vuelvas, mi amor», me dijo. Luego se quejó de que sólo habían hablado de dinero y dijo que por mucho menos conseguía una mamada mejor con unas putas de alguna de las universidades del mundo en que enseñaba. Con las manos temblando cogió su abrigo y yo abrí mi mochila. Pensé que entonces podría darle al fin el libro y quizá ponerle una dedicatoria cómplice, «Compañero de letras y puticlubes» o «Colega de aventuras nocturnas», pero me pareció un poco peligroso, porque quién sabe, quizá tenía novia y sin saberlo le jodía la vida con una dedicatoria así. Simplemente le puse «Con un abrazo» y luego me di cuenta de que Roncagliolo ya no estaba ahí, de que se me había escapado y tomaba un taxi a diez metros de mí, y tuve que correr hacia él -siempre sonriente, siempre seguro de mí mismo- diciendo:

– ¡Santiago, mi libro, no lo olvides!

Y Santiago levantó los brazos con cara de aliviado en el taxi que ya se ponía en marcha y se despedía, y yo seguía corriendo casi hasta arrojar el libro como una jabalina, que se coló por la ventana del auto y creo que le dio en la cara. No estaba mal, un libro debe causar impacto. Al menos alguien tenía el único ejemplar vendido de mi novela, alguien que podía darle cierto eco porque, definitivamente, yo le había caído bien, por lo menos no la había cagado demasiado y me había revelado como un amigo confiable que le cuidaría el botón del vestuario mientras a él se la chupaban por más dinero que en cualquiera de sus universidades del mundo.

No sé bien cómo volví a casa, pero sí recuerdo que Paula estaba esperándome en la puerta:

– ¿Se puede saber dónde estabas? ¡Son las cinco de la mañana y no contestas el teléfono!