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– He estado en un prostíbulo con Santiago Roncagliolo.

– Estás ebrio.

– Sí, pero puedo informarte que Rumania está mejor sin Ceaucescu.

Luego me desmayé.

Cuando desperté, Paula ya no estaba en casa.

– ¿Qué tal, Txema? Creo que acabo de conseguir una crítica que firmará Santiago Roncagliolo. Buen chico, nos llevamos muy bien.

– Ah… sí… Le daré tu libro cuando lo vea.

– No le preocupes, ya se lo di yo.

– Sí, me dijo. Desayunamos juntos, pero me contó que se lo dejó en el taxi. Por ahora viaja a dar un curso en Michigan, pero ya lo veremos a la vuelta.

– Ah…

Hubo un silencio incómodo en la línea. Txema lo rompió:

– Tenía mucho interés en tu otro libro, el próximo, ¿ya está listo? ¿El de la familia de la Mafia?

– Casi listo, a punto de terminar.

– Todo el mundo quedó muy impresionado con él. Mándamelo en cuanto lo termines.

– Ya. Y este libro de ahora, mi novela…

– Ah, sí, pues ya veremos…

– Claro, será mejor si la crítica de Roncagliolo coincide con la presentación del libro, ¿verdad?

– ¿Presentación? No, mira, se vienen unos meses muy complicados… No creo que tengamos tiempo de presentar tu novela…

– Ah…

– Pero bueno, ya veremos qué hacemos. Nos vemos.

– Escucha… Pero… algo de prensa habrá, ¿no? Hay que dárselo a los periódicos y eso…

– Pues mira, ya que lo dices, ¿por qué no publicamos una crítica en la revista de la editorial?

– Claro, Txema. ¿Por qué no? Además, es tu editorial y tu revista, será una buena crítica, ¿eh?

– Sí, escríbela y mándamela.

– ¿Quieres que la escriba yo?

– Sí, hazte una buena crítica y ponte algún seudónimo bonito, ¿vale? Que sea convincente, ¿eh? Bueno, yo acabo de llegar, así que vuelvo al trabajo, ¿vale? Adiós…

– Hola… ¿Txema? ¿Txema, estás ahí?

No estaba ahí. Como tampoco estaban las pocas reservas de dignidad que había tratado de conservar hasta la noche anterior. Eso era todo. El fin de mi carrera como escritor sería una reseña autoelogiosa en una revista de la editorial. Ni siquiera habría libro de la Mafia. Diana me mataría si lo intentaba. Mi sueño de ser escritor se había convertido en pesadilla.

Me encerré a escribir el libro de Diana. Al menos era un trabajo decente. Todavía me faltaba transcribir su historia en el exilio. Trabajaba igual que bebía alcohol, para no pensar. Escribí furiosamente, tratando de que el tecleo borrase el sonido de mis lágrimas cayendo sobre la mesa.

Me interrumpió el teléfono. Ilusamente, imaginé que sería Txema, arrepentido, con un nuevo plan para promocionar mi novela. Pero al otro lado de la línea reconocí una voz argentina, ronca y maleducada:

– ¿Qué hacés? Te rascas las pelotas, supongo.

– ¿Mankiewitz? Qué sorpresa.

– Mira, viejo, voy a ser claro y rápido. La vieja se muere.

– ¿Qué?

– ¡Que se muere! ¿No me escuchas o qué? No nos va a durar nada.

– ¿De qué carajo estás hablando?

– Ha tenido cáncer siempre, viejo. Cuando te contrató ya sabía que se iba a morir. Pero ahora está mal, mal, mal. No llega a fin de mes. Con suerte, al fin de semana.

14.

Mi familia, mi mundo y yo llegamos a Estados Unidos como un ejército derrotado. Las buenas familias no tenían ni para comer. Y los millonarios del Country Club, de un día para otro, vivían de la caridad. O no vivían.

Afortunadamente, mi padre tenía inversiones fuera de Cuba, que salvaron nuestra situación financiera. No tengo muy claro qué inversiones. Según mi hermano, papá tenía una amante en Puerto Rico, y para disimular sus constantes visitas a San Juan, había comprado acciones de empresas ahí. Al final, cuando cayó Cuba, muchas empresas se trasladaron a Puerto Rico, sus índices bursátiles subieron como la espuma y esas acciones nos salvaron el pellejo. Aunque tal vez Minetino dijo eso sólo para mortificarme.

En los primeros tiempos en Miami, todos nos quedamos en un hotel. Mamá y yo tratábamos de actuar con modestia, para mostrarle a papá que estaríamos con él en cualquier circunstancia. Pero pronto comprendimos que éramos incapaces de sobrevivir sin servicio doméstico. No conocíamos ni las labores más básicas. Hicimos de cocineras y casi quemamos la suite. Hicimos de lavanderas y la ropa tendida se cayó en la piscina del hotel. En una ocasión, la niña se nos quedó encerrada en el baño. Otra vez, una puerta automática le machacó un dedo. Tuvimos que llamar al ingeniero del hotel para que retirase todas las cerraduras de la suite.

De todos modos, nuestra situación era privilegiada. Muchos amigos españoles y americanos volvieron arruinados a sus países y sus familias les dieron la espalda. Los cubanos que no tenían propiedades en el exterior se quedaron en la isla, donde se fueron marchitando lentamente. Y de los que huyeron a Miami, la mayoría nunca recuperaron la vida que tenían en la isla.

Una amiga mía, Elodia Martínez, se convirtió en un símbolo de la caída. Al menos para mí. El esposo de Elodia tenía ingenios azucareros, así que en Cuba ella había llevado una vida de cuento de hadas, dedicada a tiempo completo a su matrimonio: tuvo diez hijos, que fue dejando sucesivamente en manos de un ejército de nanas y mucamas. Para aliviar sus pocas tensiones, pasaba la mitad del año en su preciosa casa de playa, donde recibía como si fuese un palacio.

Tras la Revolución, Elodia salió de Cuba casi con lo que tenía puesto. Ya en Miami, por dignidad, seguía invitando a cenas maravillosamente bien servidas. Los manjares: pollo y arroz. Los mayordomos: su batallón de hijos, que se turnaban para que todos pudiesen cenar con servicio alguna vez al mes. La familia entera trataba de vivir como si nada hubiese cambiado.

El esposo de Elodia permanecía en La Habana, preguntándose cómo sacar de ahí sus propiedades. Al fin, cuando recibió el permiso de salida, pregonó por calles y plazas que se llevaría su dinero con él, en billetes de cien dólares escondidos en una escayola falsa. Estaba tan orgulloso de su plan que se lo contó a toda la ciudad. En efecto, el día en cuestión llegó al aeropuerto con el brazo y parte del pecho enyesados, como si hubiera tenido un grave accidente. Y en efecto, no le creyeron y dieron orden de abrir el yeso. Tenían que estar al tanto de la artimaña, porque toda Cuba estaba al tanto. El hombre gritó, empujó y protestó, pero no hubo modo de disuadirlos.

Y sin embargo, cuando cortaron el yeso y lo deshicieron, no encontraron nada. Sólo gasas y argamasa blanca.

La policía de aduanas no entendió qué había pasado. El hombre gritó y dio terribles muestras de dolor mientras ellos se disculpaban avergonzados. Al día siguiente, regresó al aeropuerto con un yeso nuevo que ningún agente se atrevió a abrir. En ése sí llevaba el dinero. El señor Martínez aterrizó al aeropuerto de Miami y se dirigió directamente al banco, donde rompió su yeso con un serrucho y abrió una cuenta. Los billetes estaban un poco blanquecinos pero sanos y salvos.

Los Martínez vivieron de ese dinero durante un par de años. Y luego se fueron degradando. Se mudaron a barrios cada vez peores, hasta que desaparecieron de mi vista. Mucho antes de la desgracia total, ya ni siquiera respondían mis llamadas. La vergüenza les impedía mirar a la cara a su pasado.

En cambio a mí, mi pasado me visitaba periódicamente. Y tampoco me gustaba. Mi esposo Manuel venía a ver a sus hijos cada semana a nuestra nueva residencia de Sunset Island. Por suerte, se fue aburriendo. Al cabo de dos o tres años, sus visitas se espaciaron. A menudo aparecía en casa sólo cinco minutos para justificar el viaje pagado por papá. Después de marcar tarjeta y tomar café en casa, no volvíamos a verlo en todo el fin de semana. Llegamos a descubrir que su familia tenía apartamentos y negocios en Miami, pero los mantenían en secreto para que mi padre siguiese financiando sus desplazamientos.