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Sin embargo, Manuel tenía planes para el niño. Sabía que donde estuviese mi hijo, estaría también el dinero de papá, y esa fuente de recursos podría salvarlo de la ruina en Cuba. Durante una visita -que sería la última- se mostró inusualmente simpático. No peleamos -lo que ya era todo un logro-, y él pasó mucho tiempo con el niño. Incluso se quedó a dormir. Tanta amabilidad, claro, sólo podía tener un propósito oculto. A la mañana siguiente, durante el desayuno, mi madre me preguntó:

– ¿Tú sabías que tu esposo se quiere llevar a tu hijo a Cuba?

Yo me quedé helada. Ni sabía ni quería saberlo. Ni él había hecho jamás una insinuación al respecto.

– Eso no es posible -le dije.

Ella respondió:

– Le he oído hacer una reservación aérea para el jueves. Dos pasajes: él y su hijo, tú vas a ver.

Y siempre que ella decía «tú vas a ver» tenía razón.

El teléfono de la planta baja estaba al pie de la escalera. Manuel había hecho las reservaciones desde ese aparato sin saber que mi madre pasaba por arriba. Está claro que mi marido no podía tener un poco de sentido común ni siquiera para mentir.

Llamé a la compañía aérea fingiendo que quería confirmar la reserva. Del otro lado de la línea, una voz recitó lo que yo temía escuchar: Manuel Rodríguez y su hijo, Manuel Rodríguez. Al colgar, mis primeras palabras fueron:

– Mamá, ese niño no va a salir de Miami.

Y las segundas:

– ¿Y ahora qué diablos voy a hacer?

Llamé al abogado de la familia en Florida. Y él tramitó una sentencia de emergencia que prohibía a los niños salir del país.

Un día antes del pretendido viaje, ofrecimos una cena para la embajadora italiana que nos había ayudado a salir de Cuba. En pleno aperitivo, sonó el timbre de la casa. Afuera había un teniente y un sargento de la policía. Entraron al salón y el teniente se dirigió directamente hacia mi esposo:

– ¿Usted es Manuel Rodríguez? -preguntó.

Mi esposo asintió y recibió la carta. Antes de abrirla, comprendió que era una citación judicial y la soltó. Noté que sabía cómo eludir una citación. Calculo que habría recibido muchas antes, si sus métodos de negocios eran como los familiares. Yo, que no podía más, exploté:

– ¿Y tú te creías que te ibas a llevar a mi hijo?

Manuel no podía creerlo. Se puso tan furioso que me empujó contra una silla, que se rompió con la fuerza del golpe.

El abogado, astutamente, había agregado una cláusula a la sentencia: si mi esposo me ponía un dedo encima, iría a la cárcel sin tener que pasar por el juzgado. Así que el teniente sacó las esposas. Todo se volvió muy confuso entonces. Mamá gritaba:

– ¡El padre de mis nietos en la cárcel, qué horror!

La embajadora italiana preguntaba:

– ¿Cara, cosa pasa?

Y yo repetía como un disco rayado:

– ¿Y tú te creías que te ibas a llevar a mi hijo?

Y entonces mamá decía:

– ¡La carne! ¡Se va a pasar la carne en el horno!

Minutos después, la policía se llevaba a Manuel a un hotel, no a la cárcel. Y mis hijos, mi madre y yo cenábamos a salvo. Mamá otra vez tenía razón. La carne se había cocinado demasiado.

No volvería a ver al padre de mis hijos nunca más.

Resolví iniciar un proceso de divorcio. Ahora la ley estaba de mi lado, y con el antecedente del intento de secuestro, todo sería más fácil. Pero el que no estaba de mi lado era mi padre, que se opuso con todas sus fuerzas. Hombre al fin, temeroso de que yo me casase con alguien más o me enredase con alguien, puso todos los obstáculos posibles. Dentro de sus ideas sobre el matrimonio -las ideas que funcionaban en su propio matrimonio-, yo debía aguantar a mi esposo en las buenas y en las malas, en la salud y la enfermedad, aunque mi propio padre no lo aguantaba mucho. En última instancia, según papá, si yo insistía en reconstruir mi vida, debía hacerlo con un cubano:

– ¿Para qué quieres divorciarte si no te vas a volver a casar? -decía-. Esperemos volver a Cuba. Y entonces, si te casas, lo harás con alguien de tu nivel.

Papá vivía con la esperanza de que Castro, como Trujillo, terminaría por caer y todos podríamos volver a la isla. Ni siquiera creía que algo cambiaría después de la Revolución. Soñaba con volver al mismo remanso pacífico de siempre, donde sus hijos podrían vivir, los clubes estarían abiertos y yo me casaría con algún título nobiliario, más respetable que el anterior. Han pasado cuarenta años y yo, de haberlo creído, aún seguiría esperando volver a Cuba.

Mi madre también se oponía con todas sus fuerzas a mi divorcio, que consideraba un disparate. Mi madre ni siquiera imaginaba la vida sin un esposo.

Y sin embargo, yo tendría otro esposo. Después de mucho insistir, y de buscar a Francisco sin éxito por todos los Estados Unidos, me divorcié y me metí en un segundo matrimonio. Bueno, llamarlo «matrimonio» es un exceso debido a que hubo una ceremonia formal. En realidad, por su duración, más merecería el nombre de «visita prolongada».

Como todo en mi vida, esta historia de amor -o de lo que sea- empezó con una dictadura: la del general Gerardo Machado, que había gobernado sangrientamente Cuba en los años treinta. Como todos, Machado se había enriquecido durante el gobierno, pero sus descendientes despilfarraron la herencia. Treinta años después, la nieta del general vivía en una casa enorme pero desvencijada en Ocean Drive, una ruina que la familia ya no podía mantener. La casa -con el retrato del dictador presidiendo el salón- era su última propiedad, el último rescoldo de la prosperidad. Cada marco roto de sus ventanas era un paso hacia la pobreza, cada mancha de humedad en las paredes representaba una distancia mayor de la gloria pasada, y cada pared descascarada, un mundo que se iba derrumbando. Para sobrevivir, la nieta se vio obligada a subdividir la casa y alquilarla por partes. Uno de sus inquilinos era Andrés Antúnez Goliardi, mi segundo marido. Debí haber sabido que de una casa así no podría sacar nada bueno.

Como si fuese una condena, Andrés era primo de mi primer esposo. Pero en cierto sentido, en La Habana todos éramos primos. Y además, este hombre era completamente diferente de Manuel. Casi su reverso exacto. No era ni bruto ni inteligente, ni simpático ni pesado, ni buen mozo ni feo. En suma, era tan anodino que no me daba miedo casarme con él. Imaginé que un hombre así, con esa presencia lánguida, casi fantasmal, no me pasaría por encima. Como él era apenas perceptible aun cuando estaba en casa, no pensé que pudiese abandonarme. Me casé justamente porque no pensé.

Andrés, todo hay que decirlo, era un verdadero amor con mis niños, especialmente con Manuelito, que tenía trece años y necesitaba una figura paterna. A una mujer divorciada se la conquista conquistando a los hijos. Y a los hijos varones se los conquista con un rifle. Manuelito formaba parte de los Knickerbockers, un grupo de instrucción premilitar que les enseñaba el empleo de armas de fuego y patriotismo americano. Nada más conocernos, Andrés llegó una mañana con un rifle y una invitación a cazar. El niño se volvió loco de contento. En consecuencia, puedo decir que fui seducida por un rifle.

En adelante, Andrés y el chico irían a pescar, a escalar y a hacer todas las cosas que una no hace porque es mujer. Cuando Andrés estaba en casa, los dos conversaban y jugaban. Se divertían. Y yo pensaba que era eso lo que necesitaba mi vida: una etapa de serenidad, de cazar y pescar y conversar.

Poco a poco, Andrés y yo empezamos a acercarnos. El nuestro no fue un amor fulminante. Todo lo contrario. Avanzaba lenta y plácidamente, sin prisas. Yo comencé a pensar que Andrés era una persona dócil, atenta y decente, que podía hacer mucho bien a mis hijos. Pronto, sin saber bien cómo, estaba comprometida en matrimonio una vez más.

Nos casamos en las Bermudas, en una ceremonia muy pequeña, sin grandes fiestas. Yo quería un matrimonio opuesto por el vértice al anterior. Aquél había sido espectacular, éste fue discreto. El primero había sido el sueño de mi madre, éste era para mí solita y yo lo decidía todo. La noche de bodas, por cierto, fue bastante mejor que la primera, aunque eso no era difícil. Sin embargo, tuve pesadillas toda la noche con mi primer esposo, como si él me persiguiese, como si me hubiese dejado un estigma de infelicidad y tristeza.