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Tal vez era así. Antes de mi primer matrimonio, yo había tenido la cabeza llena de pajaritos acerca del amor ideal y la relación romántica. Ahora, sólo tenía la ilusión de una familia feliz. Pero tampoco lo conseguiría. Puedo precisar que el sueño duró dos semanas, ni un día más, ni uno menos.

El colegio de los chicos empezaba quince días después de nuestra boda. Permanecimos todo lo que pudimos en la tranquilidad de la playa, y luego volvimos. A partir de ese día, la actitud de Andrés dio un giro de ciento ochenta grados. A los niños no volvió a invitarles ni una Coca-Cola. Por alguna razón que nunca expuso, dejó el trabajo que tenía y se dedicó a zanganear en la cama hasta el mediodía. Durante el resto de la jornada veía televisión, actividad que sólo interrumpía para hacer un poco de ejercicio, ida y vuelta hasta la nevera. Si el fútbol o la película eran interesantes (noticias no veía) se limitaba a dar la orden al servicio doméstico de que le sirviera. No volvió a mover un dedo ni por sí mismo ni por nadie. Era como si hubiese muerto el hombre que yo había conocido, pero hubiese muerto en mi cama y roncando. Yo siempre he sido muy madrugadora. Cada mañana desde las siete, tenía tiempo sobrado para explorar esa masa informe que se iba ensanchando a un lado de la cama y preguntarme: «¿En dónde me he metido?».

Y esta vez, como había tomado mis decisiones sola y con independencia, no tenía a quién echarle la culpa del parásito que se había colado en mi vida.

Tenía que terminar con esa relación antes de que mis hijos se encariñasen y todo se volviese más difícil. Una mañana lo encaré y le dije:

– Me voy a pasar la Navidad en Santo Domingo. Creo que lo mejor será que no estés aquí cuando vuelva.

– ¿Que no…?

– Esto ya no funciona y me parece que lo menos doloroso será…

– Ok.

– ¿Ok?

Andrés ni siquiera protestó mucho, no trató de convencerme de nada. Supongo que le daba igual. Cualquier atisbo de vitalidad había abandonado su cuerpo desde nuestro regreso de las Bermudas. Durante mi estancia en Santo Domingo, yo llamaba con inquietud todos los días a la criada y le preguntaba si él seguía ahí. Ella siempre respondía sí. Creo que se mudó la noche anterior a mi regreso, después de vaciar la cocina de cervezas y papas fritas. Eso fue en enero. Y nos habíamos casado en agosto.

Tiempo después, un amigo de mi padre se encontró con él y le dijo:

– Supe que tu hija se casó, pero cuando iba a enviarle una felicitación, me enteré de que se divorció.

Papá, con su sentido del humor, le dijo:

– Lo peor del caso es que hizo bien en las dos instancias.

A mí, en cambio, papá no me dijo nada. Igual que durante mi primer matrimonio, respetó a mi esposo como tal mientras nuestra relación duró. Sólo después de la separación me espetó:

– Espero que ahora sí tengas claro que el matrimonio no es para ti. Es momento de que te dediques completamente a tus hijos.

No tomé muy en serio esas palabras de mi padre, pero sí descubrí con esa experiencia que hay muchas maneras de que un matrimonio no funcione. Afortunadamente, también hay muchas maneras de divorciarse. Mi primer matrimonio había sido tormentoso, me había hecho sentir burlada y abandonada, y el divorcio había pasado por dos legislaciones diferentes. Esta vez, el matrimonio fue anodino y sin gracia, me hizo sentir aburrida, y el divorcio fue «a la mexicana», en un día.

Hizo los arreglos el mismo abogado al que había recurrido cuando Manuel quería llevarse a mi hijo. El abogado conocía todas las formas de destruir familias. Ésta en particular era bastante expeditiva. Una mañana, después de dejar a los niños en el colegio, viajé a México, me hice residente del estado de Chihuahua (donde había «residido» aproximadamente dos horas) y solicité el divorcio. Me lo concedieron de inmediato. El paquete completo incluía coche del aeropuerto al juzgado, trámite de residencia, trámite de divorcio y sentencia, todo por un módico precio. La única condición era que fuesen divorcios de mutuo acuerdo, sin pleitos. Mi esposo -ex esposo- no tenía ni que aparecer.

Aún tendría una relación más mientras vivimos en Estados Unidos. Al fin, me enamoré de un hombre que no era cubano. Y sólo con él entendí que mi vida nunca estaría en mis manos. Yo jamás sería libre.

Todo comenzó en Nueva York. Yo estaba de compras en Manhattan, y una amiga me invitó a una especie de recepción en Long Island para embajadores latinoamericanos ante las Naciones Unidas. Horror de horrores, era un domingo.

Yo asistí por amistad. Mi amiga necesitaba ayuda con el idioma. No me hacía ninguna gracia vestirme temprano un domingo para ir al campo, y menos considerando que no tenía coche. Pero conseguí un chofer que me llevase y mi amiga aseguró que algún invitado me traería de vuelta. Esa mañana, por única vez en mi vida, me puse medias verdes. En el almuerzo había un americano, el delegado de Estados Unidos ante la ONU. Cuando nos presentaron, me dijo:

– Veo que trae usted medias a juego con el paisaje.

Y yo respondí:

– Veo que trae usted la lengua muy suelta.

No suena como un comienzo muy romántico, pero en ese momento, algo hizo clic entre nosotros. Y yo supe que ese almuerzo no sería tan aburrido como yo esperaba. Al final de la tarde, prescindí del chofer. Mi nuevo amigo me llevaría de regreso a casa.

John Tate, que así se llamaba, era un hombre casado. Pero no se notaba. Prácticamente hacía vida de soltero, y no porque fuese un mujeriego o algo así. Era sólo que tenía una esposa extraña. Nadie me llegó a explicar nunca si era enfermiza o alcohólica. Quizá las dos cosas. John, que era un caballero, no hablaba de ella. Pero estaba claro que se trataba de una mujer terriblemente dependiente que no lo dejaba respirar. Cuando una mujer está postrada, si quiere ayudar a su esposo con la vida de diplomático, puede al menos agarrar un teléfono y hacer un par de llamadas coordinando las cosas. Esta mujer, en cambio, no ayudaba ni en eso. Si John tenía una recepción, debía trabajar todo el día y luego volver a casa, limpiarla, comprar flores, ponerlas en el florero, ocuparse de la comida y la bebida, recibir a la gente, despedirlos, recoger los platos y limpiarlos. Y si los invitaban a otro sitio, ella sufría a última hora un malestar o un dolor de cabeza y lo dejaba solo. Sus ausencias eran tan frecuentes que la gente empezó a invitarlo sólo a él.

Yo me sentí muy contenta de saber que era casado. Un affaire con él era la mejor manera de eludir cualquier posibilidad de matrimonio. Yo ya había tenido suficiente de eso. John era perfecto porque los casados no se casan.

Iniciamos una relación secreta. Bueno, era menos secreta de lo que me gusta pensar. Yo era muy torpe para ocultar las cosas, como para casi todo. La misma amiga que nos presentó nos encontró juntos una vez durante las compras navideñas, en una boutique, mientras paseaba con su madre. La escena parecía de comedia de enredos:

– ¡Hola, qué sorpresa!-dijo ella.

– Pues sí, estábamos…

– Comprando, supongo.

– Eso, sí…

– Ésta es mi madre.

– Encantada, señora.

– Mucho gusto -dijo la señora-. Forman ustedes una pareja encantadora.

– No me diga…

– No son pareja, mamá -aclaró mi amiga, pero luego preguntó, como si hiciese falta-: ¿Verdad?

– Claro que no, es decir, no…

Risas, despedidas y mutis por la izquierda.

Después de vernos, la madre le preguntó a mi amiga cuándo nos íbamos a casar.