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Escribí como un poseso esos días, sin salir de mi estudio, movido por un intenso sentimiento de culpa. Paula no había regresado, pero yo tampoco la había buscado. La muerte siempre es más urgente que el amor.

Escuché de nuevo todas las grabaciones, empecé a tratar de pintar el tiempo en que vivía Diana, a transcribir sus recuerdos, ya no los más escandalosos sino los más pequeños, las pinceladas de su vida que representaban personas, hechos y lugares mencionados sólo una vez pero sellados para siempre en su memoria, esa memoria de la que sólo quedaría un montón de papeles, un espacio de mi disco duro con copia de seguridad en disquette. Quise rescatar cada recuerdo y robarle a la muerte los momentos dispersos de Diana. Me arrepentí de cada frase dejada de oír, de cada palabra que había discurrido entre mis ansias de champán y mis delirios conspiratorios. Eran como metros de terreno abandonados a la nada, perdidos para siempre.

Como Diana no estaba para hablar con la agencia de viajes, compré yo mismo los pasajes a París. Incluiría el gasto en mi última factura. Nunca había tenido que recordarle a Diana que me pagase, esperaba no tener que hacerlo ahora, en su lecho de muerte. Me levanté todos los días a las ocho y me acosté a las tres de la mañana, sin dejar de trabajar para que toda la vida de Diana pasase frente a sus ojos en el momento final.

Para el sábado, el libro estaba terminado. No habíamos llegado a las cuatrocientas páginas y quedaban muchos detalles que revisar, pero pensé que bastaría como versión preliminar de lo que ella nunca llegaría a ver.

Me levanté a las seis de la mañana sin necesidad de despertador. A las seis y cuarto, cuando estaba a punto de salir, sonó el teléfono. Era Mankiewitz.

– No podés venir, viejo. Diana no puede ni hablar.

– Ya tengo los pasajes. Iré y esperaré, a ver si mejora…

– Aquí no te va a atender nadie, como comprenderás. Las cosas no están para eso. Mándame el libro por mail que yo se lo muestro. Creo que podremos salir de la crisis la próxima semana, al menos podemos darle unos días de consciencia más. Y venite el próximo fin de semana.

La batalla se limitaba a eso, a darle a Diana unos instantes más para revisar su vida y preparar su muerte. Según Mankiewitz, en sus momentos de vigilia ella no hacía más que firmar papeles, ordenar movimientos de cuentas, dejar todo atado y bien atado para que no hubiese problemas de sucesión. Ella detestaba muy especialmente los problemas de sucesión.

– Odio decir esto, Mankiewitz, pero yo también tengo que cobrar los últimos dos meses y los pasajes.

– Manda la factura con el libro. Yo me ocuparé de todo. Adiós.

No pude cambiar los pasajes de avión, que por baratos eran intocables. Tuve que comprar otros y dar por perdidos mis últimos ahorros. Pero, al menos, gané más tiempo para redondear el libro, para que cualquier detalle de nuestras conversaciones tuviese un lugar en él. Me obsesionaba que toda la memoria debía quedarse registrada para trascender a la muerte. Para eso son los libros, ¿no?

Un par de veces, al tomarme un respiro y salir de mi estudio, tuve la sensación de que algo había cambiado en la casa. Como estaba absorbido por el trabajo, no le daba demasiada importancia. Sólo la víspera de mi viaje, al abrir el armario para hacer la maleta, comprendí que faltaban cosas. Paula había estado yendo a la casa para recoger su ropa. Y yo ni siquiera lo había notado.

Me había olvidado por completo de ella.

En fin, mi viaje a París nos daría tiempo para enfriar las cosas y dinero para salir de apuros. Diana siempre me había salvado y esta vez no sería la excepción. Por la noche, soñé conmigo mismo. Tenía ochenta años y era un escritor rico y famoso, pero sufría del mal de Parkinson y había contratado a un chico para escribir mis memorias. Después de un año trabajando, el chico había escrito un tratado sobre política peruana. Mi nombre sólo aparecía en un capítulo: «Cómo perdí a la última persona que me amó en mi vida». Después el chico se convertía en Paula y me estrangulaba con sus propias manos. Desperté sudando con el timbre del teléfono. No sabía si me lo estaba imaginando o el teléfono sonaba como si fuese a explotar, como apremiándome a contestar. Una vez más, era Mankiewitz, la única persona que me llamaba:

– Olvidalo. Esta semana tampoco venís.

– Ya he comprado otros pasajes.

– Sí, bueno, decíselo al cáncer. Él también compró pasajes ya para Diana.

– Mankiewitz, por favor…

– Por cierto, está muy bien el libro. Podría ser un best seller de aeropuerto eso.

– ¿Se lo has leído a ella?

– Todavía no tiene suficiente consciencia. Pero escúchame. Me ha dicho algo interesante. Dice que tenés un contrato de confidencialidad firmado. Que no podés publicarlo.

– Qué estupidez. Ella quiere que se publique.

– Sí, ella está preocupada porque quiere que se publique. Pero con ese contrato de por medio, te puede caer una denuncia…

– ¿De qué estás hablando?

– A ver si me explico. Yo quiero que el libro se publique. Ella quiere que se publique. Pero hay que ver cuál es la situación legal de ese libro, ¿me entendés?

– No.

– Yo voy a tratar de ayudarte con este tema, vos quedate tranquilo. Y considerá la posibilidad de pasar un porcentaje de los derechos a mi fundación contra el cáncer. Eso sería lo correcto.

– ¿Por qué?

– Esos son los deseos de Diana. Me ha donado en herencia veinte millones de dólares. Y creo que también va a querer que un porcentaje de sus memorias vaya a la fundación, y que en ellas se mencione el trabajo que hacemos aquí. Podríamos conversar al respecto…

– Conversaremos con Diana.

– Diana no está en condiciones de conversar. Yo le hablaré de esto cuando la vea bien, junto con el tema de tu factura. Todo está en mis manos.

– Voy este fin de semana.

– No podés…

– Voy este fin de semana, Mankiewitz. Ya hablaremos.

Colgué. Necesitaba orden y concentración. ¿Qué estaba tratando de hacer Mankiewitz? ¿Embolsicarse un porcentaje? ¿O chantajearme directamente? Sólo él podía hablar con Diana, sólo él la veía todos los días. ¿Se aprovecharía de eso en esos momentos? No se lo permitiría. Viajaría a París a hablar con él y ver a Diana en cualquier caso.

No podría quedarme en su casa, claro. Necesitaba un lugar para pasar un par de noches, sólo eso, un par de noches mientras arreglaba las cosas con Mankiewitz y Diana, los tres reunidos con mi factura y mi libro. No podía posponerlo más, cada minuto valía oro. Llamé a Mariela.

– Hola, linda.

– ¿Quién eres? No me digas que eres el cabrón que un día dejó de visitarme y nunca más llamó por teléfono siquiera…

– Mariela, no te pongas así… Mi vida se complicó un poco.

– Ni una llamada.

– Ya, es que…

– ¿Cuántas veces has estado en París? ¿Cuántas?

– Unas ocho o doce, no sé.

– Qué cabrón. ¿Qué pasa? ¿Te aburrías conmigo?

– ¿Qué dices, Mariela? Si eres simpatiquísima…

– Ja, ja.

– Recuerda cómo nos hemos reído siempre juntos. Siempre la hemos pasado bien… Si no te vi más fue porque no pude, de verdad…

– ¿Y entonces ahora qué quieres?

– Es… un poco largo de explicar, pero… Si quieres que nos veamos, podemos hacerlo este fin de semana. Ya te contaré. ¿Me puedo quedar en tu casa?

– No sé.

– Mariela, por favor, no me hagas esto. Necesito quedarme contigo y hablaremos de lo que quieras, ¿ok? No me falles. Será sólo un fin de semana.