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Costó muchos mimos y arrumacos convencerla. Le dije «corazón», le dije «te adoro», le dije «te compensaré» y «necesito pasar estas noches contigo». Al fin, aceptó. Me quedaría en su casa, y desde ahí llamaría todo el fin de semana a Mankiewitz hasta que se dignase recibirme. Todo estaba resuelto. Todo… excepto la cara de Paula, que estaba en la puerta y había escuchado mi conversación con Mariela, mis arrumacos, mis «corazón».

Había odio en su mirada.

Traté de pensar una reacción rápida, pero nada llegó a mi cabeza.

– No puedo creerlo -dijo una Paula pálida-. Te ha faltado tiempo para buscarte a otra, ¿verdad?

– ¡Paula! No es lo que parece. Es que… Verás, Diana se está muriendo y…

– No necesitas buscar explicaciones.

– Te estoy diciendo la verdad, mi amor, por fav…

– ¡Deja de mentirme!

Se encerró en el cuarto. Toqué la puerta varias veces, la llamé. No contestó, pero me pareció oír sus sollozos. Quizá me los imaginé. Pasé el día volviendo a su puerta cada media hora y preparando mi viaje: revisé el libro y la factura, anoté en varios sitios el número del doctor para no olvidarlo en ningún caso. A la hora de comer, le dejé a Paula una pizza en la puerta. Una hora después, la pizza seguía intacta y pastosa, como un enorme chicle de queso. Recién al anochecer, Paula salió. Tenía los ojos hundidos y la cara verde. Dijo:

– Bien, lo he pensado… Creo que podemos arreglar esto.

– Yo también. Me alegra oír eso. Conversemos como dos adultos.

Hablábamos bajito, como quien escucha un rezo fúnebre, un réquiem por el amor. Paula rechazó el té que le ofrecí. Dijo:

– Te quiero mucho, te he querido todo este tiempo y he aceptado muchas cosas para quedarme contigo. Pero si vas a la casa de Mariela este fin de semana, te puedes olvidar de mí.

– Paula, lo de Mariela es una tontería, no significa nada…

– Creo que no me estás escuchando.

– Ni siquiera vamos a dormir en la misma habitación.

– Ese apartamento sólo tiene una habitación. Tú mismo lo dijiste.

– No me pidas eso, Paula. Por favor. Ese doctor de mierda me está chantajeando…

– Sigues con tus delirios de la Mafia. Pero tú ¿qué crees que soy? ¿Por quién me tomas?

– Paula, es verdad.

– Es mi última palabra. Dormiré en esta casa. Mañana, cuando despierte, quiero verte aquí. De lo contrario, cuando vuelvas, serás tú el que no me vea.

Luego se volvió a encerrar en el cuarto. Hice algunos intentos más para que saliese, le toqué la puerta, le canté, le supliqué. Pero no podía dejar de ir a París. Estaba en juego el libro, la vida de Diana y el hijo de puta de Mankiewitz. Pasé la noche temblando en el sofá, preguntándome por qué la única verdad de mi vida parecía mentira. Como la vida de Diana, que ni siquiera sabía quién era, de dónde venía, rodeada de mentiras hasta en los rincones más ocultos de su historia. No me costó despertar a las seis. No dormí realmente en toda la noche. Dejé en la puerta de Paula una nota pidiendo que me esperase, por favor, te amo, y salí.

En el aeropuerto Charles de Gaulle compré una tarjeta telefónica y me dirigí a casa de Mariela. La saludé cariñosamente, la puse al tanto de la historia y dediqué la mañana a joder a Mankiewitz:

– Ya llegué, Mankiewitz. Quiero verlos a Diana y a ti.

– Llamame en dos horas.

Y yo llamaba en una hora. Pasé el día así, esperando, tenso, mientras él me daba largas. Al final apagó su teléfono. Me di cuenta de que no tenía nada más que hacer que esperar. Estuve llamando a casa en Madrid, tratando de hablar con Paula. Ella nunca contestó el teléfono. Pensé que me daría un infarto de tanta angustia.

Para relajarme, Mariela me llevó a pasear a los jardines de Luxemburgo. Había una fuente llena de pajaritos y muchos niños franceses rubios y robustos jugando en torno a ella. Dije:

– Ya habíamos estado antes aquí, ¿verdad?

– Tú y yo, no. Estuvimos yo y el chico que tú eras antes de publicar libros y viajar por el mundo.

– ¿Eso crees? ¿Que publico libros y viajo por el mundo?

– Es verdad, ¿no? Antes eras un irresponsable. Y eras divertido. Ahora parece que sufrieras estrés de ejecutivo.

Le hablé de mis trabajos como repartidor de volantes porno, mis problemas de papeles, le conté mi colección de bochornos con escritores importantes. Se rió:

– Tú querías ser un escritor, ¿no? Ahora eres un escritor. Tienes que vivir esas cosas para poder contarlas.

Tenía razón. Pero sobre todo, me conocía. Hacía tiempo que no oía a nadie que me conociese de verdad. Fue como si un peso abandonase mis hombros, mi espalda, mi último año de vida.

Mariela no estaba tan contenta. Todas sus experiencias sexuales con franceses habían sido lamentables, quizá más por su fastidio contra Francia que por culpa de sus amantes. Estaba harta de ser empleada del hogar a cambio de alquiler y de tener que salir de su casa para ir al baño y mear de pie porque así son los baños en Francia. Estaba cansada de hacer un doctorado en estudios latinoamericanos y no conseguir trabajo más que cuidando bebés. No soportaba más el vino y el queso, que además eran carísimos, ni los ásperos modales parisinos. Estaba sola, con su carota mexicana de árabe un poco opaca de tristeza. Comprendí que mi vida, que yo consideraba penosa, seguía siendo mejor que otras.

– Me voy a regresar en un mes -dijo Mariela-, así que supongo que ésta será la última vez que nos veamos.

– Nos podemos ver en México, ¿no?

– ¿Algún día vas a ir a San Luis Potosí? N'hombre. Ahí no va nadie. Sólo los que somos de ahí.

Después fuimos a la plaza de la Concordia. La rueda de la fortuna ya no estaba. Nos desviamos y caminamos a lo largo del Sena conversando, interrumpiéndonos cada hora para que yo llamase a casa y a Mankiewitz. Tras la cuarta llamada sin respuesta, comprendí que no tenía más remedio que relajarme y disfrutar de Mariela. Nos habíamos perdido un pasado juntos y ya no tendríamos un futuro. Eso le da a uno cierta tranquilidad para conversar de todo: de los planes, de los recuerdos, de las imágenes del tiempo que se proyectan en el presente, como la sombra de los puentes sobre el río. París parecía una buena ciudad para ser feliz. Mariela la consideraba la peor del mundo para estar triste. Diana la había escogido para estar muerta.

Al final de la tarde, Mankiewitz contestó al fin el teléfono.

– ¿Qué tal? ¿Estás chingando con tu amiga mexicana?

– No seas imbécil, Mankiewitz.

– Quedate tranquilo, ya pasé tu factura. Deben hacerte un giro el lunes.

– ¿Y qué pasa con el libro?

– Mira, viejo, te diré la verdad: esta casa está llena de gente compitiendo por ver quién quería más a la vieja para ver qué le sacan en el testamento. No hay tiempo para hablar de boludeces. Yo te digo que no te voy a denunciar por publicarlo, pero que ese contrato sigue por ahí firmado y nadie sabe dónde carajo está.

Mankiewitz se estaba desembarazando de mí. Le resultaba incómodo discutir conmigo, una complicación más de las que surgen en tropel cuando hay que repartir la vida de alguien. No estábamos lejos de la casa de Diana. Le pedí a Mariela que me acompañase hasta ahí. No había ningún movimiento especial en la avenida Roosevelt. No me atreví a tocar el timbre de Diana.

Por la noche, bebimos tequila que Mariela tenía en su apartamento, «para preparar el regreso». Bebimos demasiado, creo. Se suponía que yo había conseguido algo de ese viaje, pero aún no sabía qué. Cuando ya íbamos bastante borrachos, me di cuenta de que estábamos sentados, casi recostados, muy juntos en el sofá cama de su apartamento.

– ¿Cómo es que no tienes un novio aquí?

– Ya te he dicho que los pinches franceses son imposibles, güey.

– Hay de todas partes aquí.

– Hay algunos argentinos. Siempre hay argentinos en todas partes.