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Recién a la mañana siguiente pudimos empezar a trabajar. Diana y yo nos sentamos en una mesa del jardín. Corría una brisa suave y pedí champán. Tenía un cuestionario listo. Pero era necesario entrar en materia y en confianza. Traté de ser cómplice, educado y completamente afeminado. Debía crear cierta atmósfera de complicidad, que le permitiese contarme sus experiencias, sus anécdotas, sus secretos. Diana tardó varios minutos en relajarse. Se distraía con nimiedades domésticas y comentarios sobre el mantenimiento del jardín. Le costaba abrirse.

Finalmente, cuando sentí que Diana Minetti estaba cómoda, encendí la grabadora.

2.

Nací en Santo Domingo en 1930, el mismo día en que el general Rafael Leónidas Trujillo, «el Chivo», dio un golpe de Estado. Para atender mi nacimiento, la partera tuvo que atravesar toda la ciudad entre los soldados golpistas. Por suerte no le pasó nada. Según dijo, las tropas se habían concentrado en la plaza de la Independencia con todas sus armas. Pero no tenían oponentes porque todos los militares estaban con Trujillo. Así que disparaban al aire, sobre todo para avisar que había un golpe. Cuando se acumulaba demasiada gente tratando de cruzar la plaza para ir al mercado, se detenían un rato y los dejaban pasar. Ya por la tarde, se retiraron a comer y a dormir la siesta.

Mi padre, Giorgio Minetti, era un calabrés muy emprendedor, que había sabido hacer fortuna en todo tipo de situaciones. En su juventud, durante la Primera Guerra Mundial, les vendía comida y vino a los soldados de todos los bandos que pasaban por Italia. Pero cuando se firmó la paz, su mercado se redujo a la mitad, porque los perdedores siempre son malos compradores. Y además, después de la guerra, Italia se llenó de comunistas. Por el contrario, todo el mundo decía que en América aún se podían hacer negocios con tranquilidad y libertad de empresa. Así que un domingo, durante uno de esos gigantescos almuerzos familiares italianos, papá le dijo a mi abuelo:

– Me voy.

– ¿A Roma?

– A la República Dominicana.

– Eso está muy lejos.

– Por eso.

Mi abuela lloró durante meses la partida de su hijo, pero mi abuelo pensaba que los obreros italianos en cualquier momento iban a montar una revolución y les iban a quitar las tierras y las mujeres, así que le parecía buena idea invertir en otro sitio. Y América era un lugar soleado y tranquilo. Algunos amigos de papá aseguran que, en realidad, él se fue de Italia persiguiendo a una cantante de ópera. También es posible. A él no le gustaba la ópera, pero sí le gustaban las cantantes.

En Santo Domingo no consiguió ninguna cantante, pero sí una esposa llamada Delia Ferrusola, mi madre, que provenía de una de las familias más importantes del país. Los Ferrusola tenían inversiones agrícolas que permitían que mi abuelo materno se dedicase a lo mismo que toda su familia: a no hacer nada. Solía pasarse los días en el Club de la Unión y frecuentar a sus amigos.

Mi abuela materna murió cuando mi madre tenía sólo seis años. Y como su padre no sabía hacer nada, ni cuidarla, la envió a un internado en Curazao, eso sí, al mejor internado posible, adonde iban las hijas de todos los dictadores importantes. Pero al volver a Santo Domingo hecha una jovencita, mamá descubrió la libertad. Y empezó a salir con algunos oficiales del ejército norteamericano, que por entonces solía invadir el país de vez en cuando. Salir con un soldado norteamericano era lo peor visto en una chica de la posición de mamá, bueno, aparte de salir con mulatos, lo cual no estaba mal visto sino que era imposible.

Por eso, para el abuelo, la aparición de Giorgio Minetti como pretendiente de mamá, aunque no viniese de una familia tradicional, fue un alivio. Papá no tenía un buen apellido, pero era un empresario de éxito: poseía la concesión de la Ford Motors y una creciente variedad de negocios que dirigía desde Minetti Inc., una enorme oficina con una rosa náutica de cedro en el centro.

El matrimonio de Giorgio y Delia se celebró con mucha elegancia y mucha ilusión, porque era el enlace entre los viejos y los nuevos tiempos: una de las mejores familias se unía con uno de los nuevos empresarios de éxito del país. Un año después de esa unión, llegó un hijo al que llamaron Giorgio por su padre, Humberto por el príncipe de Italia, Francesco por su abuelo paterno, Álvaro por el materno y Víctor Manuel por el rey de Italia. Entre tanto nombre, el pequeño Giorgio Humberto Francesco Álvaro Víctor Manuel nunca supo con cuál quedarse, y siempre fue conocido en la familia y fuera de ella como «Minetino».

Después de Minetino, los doctores le dijeron a mamá que no podría volver a tener hijos. Ella consideró la posibilidad de adoptar a una niña, pero sus tías se opusieron. Dijeron que, a la hora de repartir la herencia, un hijo adoptado siempre plantea problemas. Al final, no adoptó a nadie y de todos modos hubo problemas. Pero de eso hablaremos más adelante. De momento, basta saber que yo nací casi diez años después que mi hermano, y fui una sorpresa, porque nadie me esperaba ya.

Durante los primeros meses de mi gestación, mamá pensó que yo era un tumor. Estaba en París por entonces, porque viajaba a Europa todos los años. Cuando le dijeron que estaba embarazada tuvo que volver en el primer barco a Santo Domingo para dar a luz ahí. No quería que nadie pensase que yo era adoptada. Los preparativos del parto resultaron un poco apresurados, pero yo fui una bebé muy bonita.

El que no era tan bonito era el dictador Trujillo. En realidad, era un mulato horroroso y muy ambicioso. Quería formar parte de la mejor vida social, como si viniese de una cuna noble. Y hay cosas que no se logran si no se nace con ellas. Su carrera militar lo había llevado de teniente segundo a general de brigada y comandante general del Ejército en menos de diez años. Antes de dar el golpe, cuando no le quedaba más jerarquía militar que escalar, trató de ascender en la sociedad. Quería ingresar en el selecto Club de la Unión. Mi abuelo, que era miembro del club de toda la vida, estaba indignado.

La candidatura de Trujillo al club fue presentada en medio de pifias, porque nadie lo soportaba cerca. El problema no era sólo su origen y sus maneras prepotentes, sino sus escandalosas relaciones extramatrimoniales con María Martínez, una chica bien nacida que había sufrido el rechazo de todas las familias importantes a raíz de su affaire. Debido a ella, a Trujillo trataron de negarle hasta los ascensos a la jefatura del Ejército. Así y todo, su candidatura al Club de la Unión se sometió a votación.

En los comicios participaban todos los socios, introduciendo en ánforas balotas blancas o negras para aceptar o rechazar a cada candidato. El día de la votación, el mismo presidente de la República colocó una balota blanca ostensiblemente en el ánfora de Trujillo y no votó a favor ni en contra de ninguno de los demás candidatos. Aun así, Trujillo necesitó un fraude: antes del conteo, alguien retiró las balotas negras hasta conseguir una mayoría de aceptación. Y según mi abuelo, tuvo que retirar muchísimas.

Debido a las circunstancias de su ingreso, Trujillo nunca se atrevió a presentarse en el club. Y cuando asumió el gobierno, una de sus primeras medidas fue hacerse nombrar presidente del club para clausurarlo. Poco después del cierre, mi abuelo se murió de tristeza, porque ya no tenía adónde ir.

Ya como presidente, Trujillo empezó a usar pomadas blanqueadoras y a alisarse el pelo ensortijado de negro que tenía. Estaba obsesionado con ser cada día más blanco. Hasta cambió de mujer. Acabó casándose con María Martínez, para tener una compañera más presentable que la campesina con que andaba. Francamente, no lo logró. Pero al final, como premio a sus esfuerzos, y como era presidente, Trujillo logró lo que quería: ser uno de nosotros.

De todos modos, Trujillo era tan impresentable que las buenas familias no lo invitaban a sus reuniones ni siendo dictador. Él se organizaba a sí mismo homenajes en las casas de los demás. Y decidía la lista de invitados. Mi propia madre tuvo que aguantar un par de «invitaciones» en su propia casa. Siempre era igual. Un buen día, dos uniformados se presentaban en la puerta sin aviso: