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– Hay peruanos.

Ella no respondió. Arrimé un poco mi cuerpo hacia el suyo. Una mentira más, pensé. Para rematar la faena. Le toqué la mano. Ella cerró los ojos. Acerqué mi cara hacia su cuello. Olía a perfume y tequila. Le pasé una mano por el pelo rizado y negro, de mexicanota. Le besé la mejilla, la base del cuello y el final del cuero cabelludo. Traté de voltearla hacia mi boca. Cuando nuestros labios estaban muy cerca, se apartó.

– Será mejor que vayamos a dormir -dijo.

– ¿Hice… algo malo?

Sonrió, como una madre le sonríe a un niño travieso y además tonto.

– No.

Lo dijo con naturalidad y sin explayarse en el tema. No dio explicaciones de por qué no ni por qué nada. Sacó un colchón del armario y me dio a entender con un gesto que era para mí.

Al día siguiente, con los croissants del desayuno, siguió hablando de otras cosas, como si nada hubiera pasado. Nunca volvería a verla.

Regresé a Madrid sin terminar de entender qué había hecho en París y por qué era tan urgente. Al llegar a mi apartamento, empecé a preguntarme lo mismo sobre España. Mi casa estaba vacía. Paula se había llevado hasta el colchón que recogimos de la basura. Sólo había dejado, en un sobre junto a la puerta, su juego de llaves y su mitad del último alquiler.

Durante los días siguientes, busqué a mi novia en casa de todos los amigos comunes. Llamé a quien pudiera conocerla: su primera residencia de estudiantes, los compañeros de la escuela. Recordé que había montado una obra de teatro en algún momento, quizá mientras yo estaba de viaje, porque no la había visto. Busqué a los de su grupo de teatro. Al fin, Javi me llamó por teléfono. Dijo que tenía un mensaje de Paula. Nos citamos en el café de las presentaciones de libros. Lo primero que él dijo fue:

– Paula te odia.

– Nunca le fui infiel, Javi.

Aunque no sabía si eso era verdad.

– Ella no me ha dicho que hayas sido infiel. Sólo que eres demasiado egoísta.

– Dile que hable conmigo. Lo aclararé todo. Cambiaré.

– Pudiste cambiar muchas veces. Te lo advirtió. Hasta yo te lo advertí, tío. Te lo digo como amigo: eres un monstruo.

– ¿Dónde está Paula?

La mirada de Javi me respondió por sí misma. Era una mirada que confesaba lo que sus labios no se atrevían a decir.

– Javi, no me digas que tú…

– Hombre…

– Tú y Paula…

– ¿Y qué querías? Tú ni siquiera estabas en la casa. Y cuando estabas, ni siquiera escuchabas.

– Y tú te follabas a mi novia para consolarla, ¿no? Eres un hijo de…

Traté de levantarme para golpearlo, pero no tenía fuerzas ni para eso.

– No es sólo Paula, ¿qué pasa con tu tía, la que te prestó el piso cuando llegaste a Madrid? ¿La has visitado una sola vez, cabrón, desde que se separó de su esposo? ¿La has llamado al menos?

– Ya. Sólo eso faltaba. ¿Me vas a dar lecciones de moral después de tirarte a mi novia?

– No es lo que crees -y ahora, el viejo Javi, el fumón de la PlayStation, adquirió un aire serio, casi adulto, antes de dictar la sentencia final-. Voy a casarme con Paula.

– Oh, mierda.

– Así arreglaremos su situación legal… y de paso, mi vida. Ella me ha dado estabilidad. Estoy trabajando.

– ¿Dónde?

– En un alquiler de juegos de vídeo.

– ¿En un alquiler…? -de repente, dejé de sentir rabia. Ya no sentía más que asco-. ¿Sabes lo que eres, Javi? Eres un puto perdedor. Eres lo más patético que he tenido la mala suerte de conocer.

– ¿Sí? Pues ya me dirás quién de los dos ha perdido esta vez.

Javi se levantó de la mesa y se largó.

Ni siquiera pagó su café.

Tuve que pagar yo, y me quedé sin efectivo. Afuera, al tratar de retirar dinero de un cajero, descubrí que mi cuenta de ahorros seguía en números rojos. El giro prometido por Mankiewitz no había llegado aún.

Rápidamente, se me olvidó el episodio Javi. Fui a casa y llamé a París para preguntar qué había pasado. Esta vez, me contestó la secretaria.

– Lo siento -me dijo-, hay demasiadas cosas que no hemos tenido tiempo de atender… Estamos saturados.

– Me lo imagino, sí.

– Trataré de resolver lo de la transferencia cuando acabemos con todos los responsos y el entierro.

– ¿El entierro? ¿Ya están viendo eso?

– Es hora de verlo, sí.

– ¿No es un poco prematuro?

– Oh, ¿no lo sabe usted? Pensé que el doctor Mankiewitz se lo había dicho. La señora Diana murió ayer. Ya no se podía hacer más por ella. Lo siento.

Ahora todo estaba sellado. Era el fin. Los jugadores abandonan la cancha ante el temporal y suspenden el partido sin hacer preguntas complicadas como cuál fue el marcador. Fin de campeonato: como en el fútbol peruano, todos pierden. Especialmente yo.

– Estamos muy ocupados por eso -continuó la secretaria-. Han venido los hijos a arreglar los detalles administrativos.

Los hijos. Al fin habían aparecido, con el tiempo justo para ver el rigor mortis. Me pregunté si habrían llegado a encontrarla viva, si la última imagen que su memoria había registrado era la de sus hijos al pie de la cama. Quién sabe si hubo una reconciliación final o no. Querer a alguien es olvidar, al menos parcialmente, sus defectos, sus traiciones, perdonar aunque joda. ¿Sabría olvidar Diana en su lecho de muerte, ella que nunca tenía conversaciones personales, que nunca admitía penas, que siempre estaba radiante con su peluca blanca y elegante cayéndole sobre los hombros, que era incapaz de confesar que estaba triste y sola y que su cuerpo luminoso de setenta años se lo iban a comer los gusanos? ¿En nombre de qué podría perdonar una mujer que siempre había estado sepultada, metida en su palacio impenetrable, aislada de la vida real?

No moví un músculo durante las siguientes veinticuatro horas. Me quedé como muerto yo también, paralizado en el sofá, deseando un infarto y rememorando cada segundo del último año con ella, con Paula y Mariela, con todas las mujeres que acababa de perder. Conforme a la tradición, me despertó el teléfono al día siguiente. No me sorprendió oír la voz de Mankiewitz.

– Viejo, se nos fue.

– Ya. Me lo habían dicho.

– No voy a soltarte una oda póstuma. Te llamo porque el hijo está aquí en París. Quiere ver el libro.

– ¿Y quién le ha hablado del libro?

– ¿Qué querés, que le mienta? Hay un libro y él tiene que autorizar su publicación.

– Le va a encantar. He pensado titularlo: «Mis hijos me robaron y mi padre era mafioso».

– Pará, viejo, pará. El tipo tiene clase. Es muy amable. Parece razonable. Y tiene mucho dinero. Ha venido en su avión privado.

– Sí, sé de dónde sacó el dinero.

– Mirá, las familias involucradas en tu libro son muy poderosas. Si sos un boludo salvaje, vas a publicar eso inmediatamente y vas a tener un best seller periodístico. Y te van a hundir. Cuando acaben contigo, no te vas a poder comprar ni un café por el resto de tu vida. Si no, quizá podés llegar a un acuerdo con el hijo.

– Un acuerdo.

– Y sí. Quizá te permita publicarlo cambiando un par de cosas. Quizá quiera hasta pagarte. ¿Cuánto te pagó la vieja?

– Pues…

– ¿Veinte mil? ¿Treinta mil? Él te puede dar el doble. Para él, esa guita no significa nada, viejo, es lo que le da al que le cuida el auto.

– ¿Cuál es tu interés en esto, Mankiewitz?

– No, ninguno, lo que sea mejor para vos y el libro, ¿viste? Al principio me preocupaba que se dijese que el dinero de mi fundación venía de la Mafia…

– Y viene de la Mafia.

– Pero este hombre no es un mafioso, che, por favor, tendrías que ver lo elegante y lo amable que es, un caballero. Ha mostrado la mejor disposición hacia la fundación…

– Qué generosidad. Tú lo que quieres es quedar bien con él.

– Y vos también deberías. Yo le he dicho que no te preocupa el dinero sino la gloria periodística. También le he dicho que le mandarás el libro…