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– ¿Para qué le voy a mandar el libro?

– Porque, si no, se lo voy a dar yo. Pensátelo. No hagas boludeces. Él sólo quiere que su nombre no aparezca.

– Su nombre es lo que le da fuerza a este libro. Lo que le da la realidad. ¡Es una historia real!

– Bueno, yo ya te dije lo que te tenía que decir. Te mando sus datos por mail. Adiós.

Sólo conseguí moverme horas después, cuando descubrí que me había quedado sin cigarrillos. No hice grandes esfuerzos por bañarme ni parecer un ser humano. Bajé como estaba. Al volver, encontré un paquete en el buzón. Parecía una carpeta de documentos. Probablemente un envío de la abogada. No pensaba ni abrir el sobre, hasta que vi el remitente. Era de Diana. Tenía su sello y su sobre membretado personal.

Corrí por las escaleras hasta llegar a mi apartamento, encendí un cigarro, preparé café y traté de serenarme. Respiré hondo varias veces, aunque tenía los pulmones llenos de humo. Abrí el sobre. En el interior había veinte cuartillas llenas con la pulcra e inconfundible letra de las pasionarias de Diana. Sin duda, las últimas páginas que había escrito antes de morir.

16.

Cariño:

Si recibes esta larga carta, es que hay malas noticias. Supongo que ya las conocerás. Mi secretaria tiene orden de enviarte estas líneas cuando todo haya terminado. Ojalá no tuvieras que recibirlas nunca. Me temo que lo harás pronto.

¿Cuánto tiempo llevamos trabajando juntos? ¿Un año, más o menos? Tengo la sensación de que nunca hemos hablado de lo más importante. No es culpa tuya, mi biógrafo. Has sido un buen chico. Hasta me has enseñado cosas que yo no sabía. Debo agradecértelo. Llego al final de mis días sabiendo quién fui. Y no todo el mundo puede decir eso. Pero aun así, todas nuestras entrevistas, los viajes, todas esas páginas que has escrito sobre mí, siguen sin llegar al punto. Y me temo que ya no tendremos tiempo de llegar juntos.

No me quedan muchas fuerzas. Paso mis horas de conciencia administrando mi muerte, y trato de dejar un recuerdo para cada persona que haya estado conmigo. Para ti, mi biógrafo, tengo estas páginas que garabateo en mi cama, antes de que se apague la luz. No están bien escritas, supongo, pero tú sabrás disculpar mis errores de estilo. No soy escritora como tú. Sólo soy yo.

Después de tantas vueltas, mi historia termina donde empezó: en Santo Domingo. Otra vez esa ciudad caótica, con sus edificios coloniales y sus callejones malolientes. Otra vez ese mundo microscópico. Y otra vez, querido, una boda de relumbrón en la familia, con orquesta y champán y promesas de felicidad para siempre.

Ya has escuchado esta escena, ¿verdad? Las buenas familias uniendo sus destinos y sus cuentas bancarias, como familias reales de un imperio tropical. Pero el vestuario de la escena es diferente: corre 1970. Es el último acto de la obra. Y los personajes también son otros. Frente al cura, no estoy yo, ni mi madre, ni ninguna de las mujeres de la familia. Esta vez, es mi hermano Minetino el que intercambia anillos y promete fidelidad. Minetino, ya conocido por todos con ese nombre, como una réplica en miniatura de mi padre. Los Minetti volvemos a casa y, como siempre, entramos en ella por la puerta grande.

La novia se llama Eulalia Picciardi, y no es nueva. Durante los años treinta, Eulalia fue la parejita oficial de un Minetino que aún ni siquiera tenía pelos en la cara. Pero ya lo sabes, ésa era una época difícil para nosotros: papá estaba exiliado, su relación con Trujillo era imposible y sus bienes estaban congelados. Sus padres le prohibieron a Eulalia casarse con mi hermano. Dijeron que podría contagiarles su desgracia a todos. Eulalia rompió la relación y terminó casándose con un americano.

Los volvería a unir yo.

Supongo que una siempre labra su propia desgracia. Es una ley de vida.

En el año 62, en Miami, miles de exilios después de nuestra despedida, volví a encontrarme con Eulalia en una fiesta. Qué pequeño es el mundo, ¿verdad? No. Qué pequeño era «nuestro» mundo. Eulalia tenía veinte años más, pero estaba igual que en mi memoria. La misma mirada de la niña que quiere tus juguetes. El mismo aire de berrinche, de chica mimada. Nos pusimos al día en nuestras vidas, y entre nosotras saltó una chispa de camaradería de los viejos tiempos. Eulalia se había divorciado, y decía tener ganas de vivir la vida loca. La invité a pasar el fin de semana en nuestra casa de Sunset Lsland.

Cuando llegó, Eulalia Picciardi irrumpió en casa con equipaje suficiente para un ejército. Traía vestidos de noche, de gala, de baño, todos carísimos. Los cubanos vivían años de dificultades. Le advertí que tendríamos poca vida social. Ella sonrió. Pronto comprendí que la vida social le importaba un pepino, y yo también. La razón de su visita era recuperar lo que había perdido mucho tiempo antes: a Giorgio Minetti junior, Minetino.

No hacía falta ser demasiado perspicaz para notarlo. Hasta mi padre, un negado para detectar sentimientos, le predijo a mi hermano que acabaría casándose con Eulalia. Aunque ahora no sé si era una predicción o una orden. En todo caso, Minetino era muy seco y nunca mostraba lo que sentía, si sentía algo. Cuando le hablábamos de Eulalia, él respondía lacónicamente:

– No me gustan los platos de segunda mesa.

Pero a nuestro regreso al país, sería él el segundo plato que Eulalia Picciardi se llevaría al altar.

Ésa es la primera escena del fin de mi historia: una boda.

La segunda es un funeral. El de mi padre.

Y con él, el de mi familia entera.

Papá murió en 1975, sin aviso, de un infarto, una muerte que no debe haberle gustado. Habría preferido morir luchando contra una enfermedad, o contra lo que sea. En cambio, se murió como por descuido. Habría querido estar avisado, como lo estoy yo, para poner orden en sus asuntos personales. Pero se murió de improviso, sin preliminares, y dejando al mundo explotar tras él. De haber sabido lo que se vendría, sin duda, habría preferido morirse lentamente, como un procedimiento administrativo penoso pero riguroso.

En el funeral, mamá y yo recibimos los pésames y los abrazos. No recuerdo la imagen de Minetino en ese momento. Estaba presente, sin duda, pero no sé dónde. A veces pienso que mi hermano ya tenía bien enterrado a mi padre desde antes de su muerte. Siempre había sido tan frío e introvertido que nunca pudimos saber qué tenía en la cabeza. Pero quizá me equivoco. Honestamente, mi memoria de esos días es confusa. Me había convertido en un perrito sin amo. Súbitamente, no sabía a quién lamerle la mano.

El cuerpo de papá aún estaba caliente cuando mi hermano nos reunió para hacer lectura del testamento. Me pareció bastante insensible de su parte ocuparse de eso tan pronto, cuando todos estábamos aún muy dolidos. Pero debo admitir que al propio papá le tenían sin cuidado esos detalles. De haber aparecido su fantasma, habría dicho: «¿Para qué tanta ceremonia? La vida continúa, y los negocios también». Y Minetino, al fin y al cabo, era su hijo.

El testamento adjudicaba el sesenta y cinco por ciento de la herencia a mi hermano y el treinta y cinco por ciento a mí, lo cual me parecía justo. Pero tras la lectura, mi hermano leyó también un documento nuevo: un trust. Con el tiempo, aprendí que un trust es un fondo con fines específicos que su propietario deja bajo la administración de un banco. Éste en particular era manejado por un banco de las Bahamas y, al parecer, había sido pensado para cubrir las necesidades básicas de la familia en caso de cualquier emergencia, como las que papá había sufrido en vida con los gobernantes y los exilios. Indicaba explícitamente que debía ser invertido en la educación de mis hijos, últimos herederos de la familia. Llevaba la rúbrica de mi madre, como muchos otros documentos que papá le había hecho firmar a ciegas. Pero al revisarlo mamá y yo con calma, en casa, un detalle nos alarmó: le faltaban las dos últimas páginas, precisamente las que definían los alcances y límites del fondo.