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Aún no teníamos sospechas de que ocurriese nada anormal. Pero no estábamos seguras de qué estaba pasando. Y Minetino no nos tomaba en serio. Decía que él se estaba ocupando de todo. Preocupadas, mamá y yo decidimos ir a Nassau y hablar directamente con el administrador del fondo, un tal Andrew Fairfax. Fairfax, a quien nunca habíamos visto antes y a quien papá jamás conoció, resultó ser un hombre pequeñito y arrogante, con ese complejo de superioridad que tienen los enanos. Desde que lo vi, supuse que podíamos esperar exactamente lo que recibimos de él.

Entre los nervios y el aire acondicionado al máximo, yo entré a esa oficina temblando. Fairfax no se puso de pie para saludar. Tampoco fue capaz de ofrecer reducir el aire acondicionado o siquiera invitar un café. Cuando dio la hora de almuerzo, mandó traer unos sándwiches envueltos en papel. El resto del tiempo, se limitaba a examinarnos con sus ojitos de rata desde atrás del escritorio. Se esmeraba por no olvidar el más mínimo detalle que pudiese hacernos sentir incómodas. Yo nunca había tratado a mis empleados con la misma prepotencia con que él nos trató a nosotras. Pero lo peor no fue el trato, sino sus respuestas. La primera que preguntó fue mamá:

– Nos interesa saber a cuánto ascienden los bienes dejados en herencia y qué parte de ellos están incluidos en el trust que mi esposo dejó.

Fairfax sonrió cínicamente.

– ¿Bienes?

– Bienes, cuentas, lo que haya para dividir.

– Fuera del fideicomiso, dice usted.

– Exacto.

– Ah. Fuera del trust no queda nada, señora Minetti.

– ¿Cómo?

– Pensé que lo sabría usted. Usted firmó ese papel. Y el trust incluye todos los bienes de la familia.

– El trust…

– Sí. En esa medida, todo ha sido cedido al banco. Pensé que lo sabría usted.

Según la explicación de Fairfax, papá había hecho testamento separando el porcentaje de mi hermano y el mío sobre bienes valorados en cero dólares. Y todo lo demás, lo había dejado en un fideicomiso sin decírselo a nadie y haciendo fideicomisario, en la práctica, a un desconocido en un banco, con la aprobación de mi madre. No tenía ninguna lógica. Al menos para nosotras.

Al regresar de Nassau, Minetino nos recibió con una explosión de ira: nos acusó de no confiar en él, y dijo que nosotras ni siquiera sabíamos leer un documento bancario. Probablemente tenía razón, pero tampoco nos enseñó a leerlo, ni escuchó nuestras preocupaciones. Lo más que hizo fue ofrecer abrirme una cuenta y darme una mesada para que yo pudiese mantener mi nivel de vida, como una limosna para que dejase de importunarlo. En ese punto de la discusión, comprendí que Minetino se había convertido en mi padre o, por decirlo así, mi propietario. Ofrecía una pensión. Y a cambio, quería mi obsecuencia. Terminé esa conversación con un portazo.

Conforme la temperatura familiar se caldeaba, mi hermano comprendió que mamá era la más confundida, y empezó a ponerla en mi contra. Contaba con su machismo inherente y su voluntad de creer siempre, en cualquier caso, que todo en la familia estaba perfectamente bien. Influida por él, mamá empezó a dudar de mis intenciones, como si yo quisiese (o pudiese) quitarle algo. Dado que vivíamos juntas, la tensión se fue volviendo cada vez más insoportable. A menudo, Minetino aparecía en la casa «para llevarla a pasear». Y al volver, ella me recriminaba lo mal que yo trataba a mi hermano. Decía que Minetino estaba sufriendo mucho.

Pero no estaba sufriendo tanto. Más bien, estaba conspirando. Intentaba mantener a mamá tranquila mientras maniobraba en el banco y la herencia. Hasta el día en que nos llamó a las dos y nos citó en nuestra casa. Ni siquiera nos saludó al entrar. Sólo anunció:

– He puesto todas las cosas de la familia a mi nombre. Ahora, en esta casa, mando yo. Y si quiero las puedo dejar en la calle.

Minetino nunca había sido tan agresivo con nosotras. Pero ahora se mostraba seguro. Ya ni siquiera tenía que ganarse a mamá. Lo más inexplicable y terrible fue que, mientras discutíamos, mi hijo Manuel bajó a escuchar. Por entonces, Manuel tenía veintipocos años. Pensé que nos defendería, que sería su primera señal de adultez. Para mi amarga sorpresa, se puso del lado de su tío. Y cuando Minetino abandonó la casa, Manuelito se fue tras él.

Te he dicho ya que mi hijo necesitaba una figura paterna. Desde nuestra llegada a Santo Domingo, Minetino se había convertido en esa figura. Eulalia Picciardi y él no tenían hijos ni los tendrían, y prácticamente habían adoptado al mío durante toda su adolescencia. Aun así, cuando recuerdo ese momento, no me explico por qué Manuelito se fue con ellos.

La cercanía de la muerte me hace reflexionar mucho, y ahora supongo que la única respuesta posible es que yo no era una buena madre. Ni una buena hija o hermana. Trato de rememorar los momentos felices de mi familia, los ratos alegres que pasamos juntos, y nada viene a mi cabeza. ¿Acaso no todas las familias tienen recuerdos felices? Pues parece que la mía, no. Ni siquiera ahora puedo saber si fue por mi culpa, o si nadie me enseñó a ser feliz. Y por entonces, además, ni siquiera era capaz de pensar con claridad. Las brumas de la muerte de mi padre aún no se despejaban. Por el contrario, se hacían más densas, como una pesada niebla húmeda sobre la memoria de la familia.

Mamá era la más afectada por todo esto. No comprendía qué había ocurrido en su mundo feliz. Después del episodio de mi hermano y mi hijo, encargó una cruz de orquídeas blancas y le pidió al chofer que la llevase al cementerio. Al llegar a la tumba de mi padre, dejó la cruz sobre su lápida y empezó a gritarle:

– ¿Cómo has podido dejar las cosas tan enredadas? Ahora hay problemas entre nuestros hijos. ¡A ti te toca decirme qué tengo que hacer!

Papá no se lo dijo, claro.

Comenzamos los preparativos para una batalla legal. Un ejército de abogados desfiló ante nosotras haciendo propuestas, mostrando documentos y presentando presupuestos. Cuando íbamos a contratar a uno, otro aparecía y lo acusaba de trabajar para mi hermano, o de tratar de estafarnos. La magnitud de la herencia era tal que todos los estudios de abogados querían participar en el litigio. Éramos como un sabroso pedazo de carne rodeado de fieras.

Hasta que ocurrió lo más extraño de esta historia. Y lo más inexplicable.

Un fin de semana, mientras visitaba a una amiga en Miami, llamé a casa a preguntar por mamá. La empleada me contestó el teléfono con la voz temblorosa, atragantándose de los nervios:

– Señora, qué bueno que llama ahora, no se puede imaginar…

– ¿Qué pasa, chica? ¿Mamá está bien?

– Sí… bueno… no…

– ¿Te puedes calmar? ¿Me puedes decir lo que está pasando?

– Acaban de llamar…

– ¿Quién ha llamado? ¿Mi hermano? ¿Ha sido mi hermano?

– Sí… bueno… no…

– ¡Aclárate de una vez!

– Su hermano Minetino, señora, acaba de sufrir un ataque al corazón.

Yo pensé inmediatamente que eso era teatro puro, que mi hermano quería ponerse mal para luego decirle a mamá que lo estaba matando a angustias o algo así. Antes de hablar con mamá, llamé a una amiga de Santo Domingo, que me dijo que habría al menos algo de verdad, que habían visto llegar la ambulancia a casa de mi hermano. Entonces, volví a llamar a casa y anuncié mi regreso inmediato.

Cuando llegué a Santo Domingo, mi hermano estaba ya en el ataúd. Ésta es la tercera escena del último acto de mi vida. En adelante, todo es cuesta abajo.

Dos funerales en menos de un año eran demasiado para mí. Pero traté de mantener el tipo. Mamá y yo asistimos a la ceremonia de un lado del féretro. Del otro lado, la familia de su esposa, Eulalia Picciardi. Entre ellos, como si perteneciese a los Picciardi, mi hijo Manuel. A pesar de los golpes, no derramé una lágrima. Tampoco lo había hecho en el funeral de papá. Los hombres que me han hecho llorar nunca han sido mis parientes. Pero cuando me asomé al féretro y vi el rostro pétreo y verdoso de mi hermano, con la boca llena de algodón para mantener la forma, el único pensamiento que pasó por mi mente fue: «Dios mío. ¿Cuándo fue la última vez que yo te vi sonreír?».