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Nuestras relaciones jamás habían llegado a ser buenas en toda su vida. Al principio, yo no comprendía lo que ocurría entre nosotros. Ahora, creo que yo nunca le perdoné ser hombre. Ser el favorito, el que contaba en los planes, el que monopolizaba la atención de papá. Y él nunca me perdonó el simple hecho de haber nacido. Yo fui una niña tardía que llegó para quitarle la exclusiva. Él decidió desde muy temprano ser un hijo único. Y yo también.

Más aún, he llegado a pensar que él trataba de protegerme. Del mundo exterior, de tomar decisiones, de la libertad. Su idea de una mujer era ésa. Alguien que necesitaba que él la protegiese de sí misma.

La muerte de mi padre, la extraña reacción de mi hermano, su propia muerte eran demasiada tristeza junta. Pero aún no habíamos atravesado el infierno. ¿Alguna vez has subido a una montaña, y ya en la cresta te has dado cuenta de que la montaña no termina ahí, que hay otro pico lejano que escalar? Pues lo mismo ocurría con nuestros problemas.

El mismo día del entierro de Minetino, Eulalia Picciardi y mi hijo Manuel entraron en su oficina y arramblaron con todos los documentos que encontraron. Sacaron tres maletas llenas de papeles a vista y paciencia del personal administrativo y de seguridad. Nadie se atrevió a detenerlos.

Con lo poco que me quedaba de autoridad materna, llamé a mi hijo:

– ¿Por qué entraste a la oficina de mi hermano?

– Mamá, yo no…

– Manuel, te vio hasta el vigilante. Todo el mundo sabe que entraste, no me lo niegues.

– No te preocupes. Se trataba sólo de acomodar ciertos registros para cumplir la última voluntad de mi tío. Eulalia está al corriente.

– ¿Quieres decir que mi hermano, moribundo, agonizando en una clínica, dedicó sus últimos pensamientos al reacomodo de registros de la oficina? Manuel, por favor…

– Es bueno para todos, mamá. Para ti también. Se trata de proteger los bienes del fisco.

Veintipocos años.

Y ya sabía cómo «proteger los bienes del fisco».

Supongo que ése era el entrenamiento Minetti a los varones de la familia. A mí siempre se me dejó al margen de eso.

– Tienes que ser muy generoso, Manuel, para proteger del fisco los bienes que no son tuyos.

– No…

– Devuélveme esas maletas de inmediato. Por favor, no creemos más problemas.

Al día siguiente, en efecto, las maletas llegaron a casa. En el interior sólo había facturas por la compra de material de escritorio: tres años de compras de lápices y sacapuntas por valor de quinientos dólares.

Los verdaderos documentos que contenían las maletas fueron llevados a las Bahamas por Manuel en persona, y depositados en el banco con un sello sin fecha, como si siempre hubiesen estado en el trust. La estafa quedaba consumada. Cuatrocientos millones de dólares en un fondo educativo para dos adolescentes. A salvo del fisco, claro. A salvo de su madre también.

Reiniciamos la pelea legal. El primer paso recomendado por mi abogado fue presentarme como la legítima heredera en todas las instancias. En consecuencia, entré en la oficina de mi padre y tomé posesión de su cargo. Mi experiencia laboral era nula, pero mi presencia constituía un símbolo. Mi obligación era recibir a quien me fuese a ver y dejar claro que ése era mi lugar. El primero en llegar fue mi hijo Manuel. Parecía un desconocido.

– ¿Has venido a ayudarme o a hundirme? -le dije.

– Mamá, tú no tienes idea de lo que estás haciendo.

– Nos están robando. Tú y los demás, tú y tu nueva familia.

– No voy a discutir eso.

– ¿Entonces qué quieres hacer?

– El revólver de mi tío aún está en la oficina. Quiero llevármelo.

– ¿Crees que lo voy a usar para algo?

Sacó el revólver y se lo guardó en el bolsillo. Me trataba como si yo estuviese desequilibrada. Ahora que lo pienso, todos me trataron siempre así.

– He encontrado una carta del abuelo para ti -continuó-. Pide que me des mi parte de la herencia.

– ¿Tu parte? Yo no tengo herencia, no tengo un centavo. Si quieres dinero puedes ir donde el ladrón de Fairfax, él lo tiene todo. ¿Lo único que te preocupa de todo esto es el dinero?

No respondió. Días después, volvió a la oficina con el ladrón de Fairfax. Esta vez, estaba violento.

– ¡Fuera! -me gritó-. ¡Tú no tienes nada que hacer aquí!

– Esto me pertenece.

Fairfax intervino entonces, con brillo en sus ojitos de roedor. Y recitó de memoria:

– Manuel Minetti es el heredero de Giorgio Minetti, Minetino, por lo tanto es dueño de todo lo que queda bajo la administración de nuestro banco.

Yo traté de decir algo, lo que fuera, algo de gente de negocios.

– Ustedes no están al tanto de las leyes dominicanas.

– ¡Bueno, ya está bien! -respondió mi hijo. Sus palabras aún me retumban en la cabeza-. O te vas o te sacamos.

– No puedes sacarme de aquí legalmente.

– Puedo sacarte de aquí cuando me dé la gana. Por las buenas o por las malas.

Pero no me sacaron ese día. No les servía de nada alimentar el escándalo. Simplemente se fueron y prepararon una estrategia de hostigamiento. En cuanto cerraron la puerta, estallé en llanto. Jamás habría imaginado llegar hasta ese límite. Y aún entonces, no pensaba que ésa sería la última vez que hablaría con mi hijo fuera de un tribunal. Para mí, fue como una tercera muerte, la del último varón Minetti. En menos de un año.

Al día siguiente hubo una misa para mi hermano. Mi madre y yo nos enteramos por el diario. Nadie nos había dicho nada, ni nos preguntó si el día y horario nos parecían bien. No asistimos.

Desde entonces, me presenté en la oficina todas las mañanas. Me levantaba, me arreglaba lo mejor posible y me dirigía al sillón de papá. Mi hijo y Fairfax ocupaban la oficina de Minetino, y libraban conmigo una guerra de nervios. Todas las mañanas, pegaban en mi puerta -y yo despegaba- una entrevista periodística con Fairfax donde explicaba su versión de la herencia de papá. Teníamos juntas de accionistas por separado. Por un lado, ellos. Por el otro, yo. Renovaron el mobiliario de todo el edificio menos el de mi oficina. Por la noche, volvía a casa y fingía ante mamá que estábamos ganando la lucha.

Recibí amenazas anónimas. Al principio eran sólo llamadas silenciosas. Luego, preguntaban por mí y colgaban. Al final empezaron a hablar:

– No te metas en problemas, niña rica.

– ¿Quién habla?

– Podemos hacer que te duela mucho, mucho…

– ¿Quién eres?

Empezaron a llamar también a mamá. Y entonces no pude más.

Empecé a andar con dos guardaespaldas. En Santo Domingo no se podía llevar uno solo porque a ése era fácil comprarlo. Me agencié un arma que entraba en mi maletín y, sin apenas saber usarla, empecé a llevarla conmigo.

En la oficina de papá, las cosas empeoraban. Al principio, los empleados me habían expresado su respaldo. Apoyaban lo que consideraban justo. Pero poco a poco iba perdiendo piso. Pensaban que no podría sola contra un banco, y veían que quienes realmente mandaban ahí eran mi hijo y el señor Fairfax. La última muestra de aprecio me la dio una operadora. Una mañana, cuando mi hijo no estaba, entró en la oficina y me enseñó que la instalación telefónica estaba dispuesta de modo que mi hermano podía escuchar todas las llamadas de papá. O sea, que mi hijo podía escuchar todas las mías.

De todos modos, cada día me llamaba menos gente. Pasaba las horas muertas tratando de hacer algo para no volverme loca. Comencé a revisar los archivos. Algunos descubrimientos me horrorizaron. En esos cajones estaba toda mi vida, repartida en ficheros. Había una copia de mi sentencia de divorcio. Y una carta en la que mi hermano solicitaba a un amigo de Washington información sobre John Tate. También estaba la respuesta del amigo: una copia de la reseña sobre John en el Who is Who? americano. Y lo que más me dolió: copias de una correspondencia entre Francisco Irureta y mi padre, de la época de nuestra llegada a Miami. Mi padre interrogaba cautelosamente a Francisco sobre el estado de sus relaciones conmigo. Y él le aseguraba que no me buscaría más, que tenía una vida propia, que no hacía falta preocuparse por él. Que no sabía nada de mí. Ni yo de él.