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Hasta ahora, no sé cómo interpretar esos hallazgos. No sé si me vigilaban para que no les causase problemas o por una genuina preocupación, como se vigila a una menor de edad. Ahora supongo que, para ellos, entre ambas cosas no existía diferencia.

El hostigamiento no cesó. Progresivamente, me quedé sin crédito. El acceso a mis cuentas fue cancelado. A casa llegaron advertencias de embargo y, en el último momento, avisos de cortes de agua y luz. Y entonces, cuando mamá y yo estábamos desesperadas, derrotadas, Fairfax hizo una oferta. Nos ofreció dos pequeños trusts que no podríamos tocar más y de los cuales deberíamos vivir en adelante.

En total, ambos trusts no representaban ni el tres por ciento de la fortuna en juego. Nos íbamos a vender por migajas, pero ¿quedaba alternativa? El banco contaba con que éramos dos mujeres sin experiencia, una de ellas de casi ochenta años. Teníamos una casa en República Dominicana, dos apartamentos en Nueva York y sólo siete mil dólares en cuentas entre las dos. No podíamos meternos en un pleito. No teníamos dinero ni para pagar a los abogados. Los abogados americanos preveían un caso largo y recomendaban firmar aun sin ver los estados de cuenta, que Fairfax ocultaba. Pero yo todavía les debía dinero a los anteriores abogados. Mamá y yo no sabíamos qué hacer.

Tras muchas dudas, mamá decidió aceptar la oferta. Y yo la secundé. Era la única forma de sobrevivir y evitar un lío legal.

Lo que no evitamos fue la ruptura total con mi hijo. A mi madre, Manuel le mandó decir que sólo iría a visitarla si no le hablaba de finanzas. Ella le respondió que no se molestase entonces. Él apenas le volvió a dirigir la palabra para exigirle garantías de que su finca de campo no pasaría jamás a mis manos. Minetino ya nos había tratado como problemas de negocios. Ahora Manuel trataba a mi madre como a una empleada del área de Asuntos Familiares. A ella, porque a mí no me trataba. Nuestro contacto se limitó a cartas entre sus abogados y los nuestros cada vez que encontrábamos alguna anomalía en los estados de cuenta que nos enviaba el banco.

No tardamos en volver a enfrentarnos en un litigio, cuando mi hijo decidió comprar todas las propiedades y empresas del trust. Para entonces, Dianita ya era mayor de edad, y nuestra relación era buena. Ella tenía dos hijos que habían nacido en mi casa. Mamá y yo íbamos tranquilas porque la teníamos de nuestro lado. Pero conforme el juicio avanzaba, su abogado cada vez hacía menos por apoyar nuestra causa. En una ocasión nos llamó «animales de litigio». Cuando protestamos ante Diana, ella dijo que lo obligaría a pedir excusas. Nunca las pidió. Más adelante supimos que Manuel le había ofrecido a su hermana una parte de los beneficios. Sentí que mis hijos, al llegar a la mayoría de edad, desertaban de mi lado.

Yo también quería desertar de la República Dominicana, cuyo aire se había vuelto irrespirable para mí. Pero mamá estaba decidida a resolver todas las injusticias de ese país, particularmente las que le incumbían. Todas las semanas llegaba con alguna cuestión que quería resolver en tribunales. Se sentía despojada y quería revancha.

Su última aventura legal fue tratar de recuperar una casa, una hermosa construcción en el centro histórico que, por casualidad, había terminado en sus manos después de todas las reparticiones de la herencia. Al revisar sus propiedades, mamá había descubierto que esa casa funcionaba como burdel. Y se negaba a ser la beneficiaria de una casa de pecado.

Le pidió al chofer que la llevase. Él intentó negarse:

– ¿Usted sabe lo que hay en esa casa?

Y mamá retrucaba:

– ¿Y usted cree que alguien pensará mal de mí a mis años?

Vencida la resistencia del chofer, mamá logró entrevistarse con la jefa del lugar, que la recibió con una bata casi elegante, según sus palabras. Mamá le explicó que no estaba de acuerdo con sus actividades, y además, le reprochó que no restauraba la construcción ni pagaba un buen alquiler. Para su sorpresa, la mujer entendió su posición y se mudó de ahí con sus chicas.

Pensando que haría un gran negocio, mamá le alquiló el lugar a un americano. El contrato seguía siendo bastante desventajoso, pero era un poco mejor que el anterior y mamá era una orgullosa empresaria, así que preferí no decirle nada. El inquilino subarrendó el local ilegalmente. Mamá contrató un abogado. El abogado no hizo nada, pero usó el poder de mamá para vender otra casa suya y quedarse con el dinero. Un año después, a mamá le embargaron la casa del centro histórico por deudas del americano.

Al final, la única persona decente que habitó ahí fue la dueña del burdel.

Frustrada, abandonada por su familia y golpeada en su último intento de ser alguien por sí misma, mamá envejeció de repente. Perdió la cabeza. Deambulaba por la casa amenazando con denunciar al mayordomo y la mucama. Dejó de reconocerme. Creo que toda su vida se había vuelto irreconocible.

Me la llevé a Nassau a morir. Dedicó su último año de vida a montar en un carrito de golf con una enfermera a cada lado, y pasear viendo las flores y los jardines. Lo único coherente que repetía era:

– Quiero que me entierren en Santo Domingo.

Cuando supe que se acercaba el día de su muerte, intenté asegurarme de que sería enterrada donde quería. Pero no existen pequeños jets privados que uno pueda alquilar para llevar un féretro. Para eso es necesario alquilar un avión de veinte personas y meterlo ahí. Existía la posibilidad de hacer el viaje vía Estados Unidos, pero no era muy tentador multiplicar los papeleos y los viajes con un cadáver y un ataúd. Alguien sugirió que la llevásemos en una bolsa negra, como las que usan en la guerra, pero eso me parecía horrendo.

La decisión final fue llevarla antes de morir. Ahora bien, entre Nassau y Santo Domingo no había vuelos comerciales, ni ella estaba en condiciones de soportarlos. Mi hijo tiene un avión privado pero nunca lo ofreció. Tuvimos que alquilar una avioneta y un enfermero con oxígeno.

Cuando ya todos los papeles estaban listos y el avión preparado en la pista de aterrizaje, el piloto se me acercó para advertirme que, si ella moría durante el vuelo, habría que llevarla al puerto más cercano, Puerto Rico. Tuvimos que contratar a un médico también, porque sólo así la dejarían llegar a Santo Domingo.

Dos horas después de su llegada, mamá finalmente falleció.

Lo hizo en paz, estoy segura. De su muerte guardo un palomar gigantesco, donde continúan reproduciéndose las palomas que compré para soltar el día del funeral. Y guardo también el recuerdo de mi hijo. Entró al cementerio cuando la tumba ya se había cerrado, pasó a mi lado y me miró como si jamás me hubiera visto antes. Mi hijo. La palabra ya me suena extraña.

Ahora, todos esos rostros desfilan ante mí. Algunos están borrosos. Se han ido evaporando, dejando sólo un vaho sucio y húmedo, como el aire de Santo Domingo. Otros, como el de mi madre, permanecen en mi retina como un reclamo sin resolver.

A comienzos de los ochenta, en un restaurante de Londres, me quedé mirando a una niña muy mona de la mesa de al lado. Cuando ya me iba, me acerqué a saludarla y a decirle lo linda que era. Le pregunté su nombre. Era mi nieta. Ni entonces ni hoy sería yo capaz de reconocerla.