Выбрать главу

Mientras escribo estas líneas, esa niña debe estar cumpliendo los veinticinco años. Me sorprende que a esa edad no tenga curiosidad por conocer a su abuela. Supongo que le han dicho cosas horribles de mí, a ella y a su hermano, y no los culpo. Ahora mismo, con todo lo que ha pasado, he perdido hasta las ganas de verlos. Ya no me interesa si han engordado, si son bonitos o feos, si me quieren. A estas alturas, saberlo sólo aumentaría el dolor.

Durante los siguientes años, renuncié a la República Dominicana. En cambio, me dediqué a ser cubana. Participé en el Bloque de Prensa en el exilio en nombre de papá, tratando de mantener su memoria. Pero eso era tan falso como mi familia dominicana. Ahí conocí a Huber Matos, de quien tú querías saber. Matos había sido un fiel guerrillero de Fidel, y luego se había rebelado contra él. Se pasó veinte años en una prisión revolucionaria antes de partir al exilio. Yo lo encontré en Los Inválidos, en un seminario del Ministerio de Defensa francés sobre la Cuba después de Castro. Esas cosas que sólo se les ocurren a los franceses.

Matos era un conspirador a tiempo completo. Organizaba conferencias ilusorias, solicitaba financiamiento para planes imposibles y vivía de proyectar eternamente el día inalcanzable en que sacaría del poder al usurpador, un día que jamás habría de llegar para él. Sostenía que era perseguido, que pendía una amenaza de muerte sobre su cabeza. Después del seminario, aseguró que tenía algo muy importante que decirme. Me ofreció una visita y fijó la hora a las once de la noche. Llegó con dos guardaespaldas. Nadie lo mató esa noche. Ni nunca. No hacía falta. Yo lo recibí intrigada, sólo para descubrir que quería dinero. Matos tenía una causa. Todo el mundo tenía una causa, todo el mundo derrocaría al dictador y nos daría un futuro nuevo, aunque quizá su idea del futuro era un pasado remoto. Y todo el mundo necesitaba fondos.

Los cubanos eran asalariados de lo imposible. Vivían esperando un momento que nunca llegaría, soltando largas peroratas en el café Versailles de Miami y jurando que volverían a recuperar lo perdido. Y mientras tanto, cobraban por soñar. Para ellos, como para los dominicanos, yo sólo era una fuente de dinero. Me miraban y veían cheques y números. Qué remedio.

A partir de entonces, decidí no ser cubana. Ni dominicana, ni de ninguna parte. He sido una extranjera de mí misma. Y sobre todo, he tratado de rodearme de cosas y lugares bellos.

He escogido mi sepulcro, algo que papá no pudo hacer. Vivo en un lugar hermoso, y seré enterrada en uno más hermoso aún. Mientras espero ese momento, me rodeo de las mejores personas, de las mejores familias. No necesito a nadie más. Ni hijos ni novios ni nada. Quería escribir estas memorias antes de morir para que mi familia lo supiese. Para que se enterase de lo bien que me ha ido sin ellos. Para decirles que yo no los perdí: ellos me perdieron a mí. Pero ahora mismo, cuando el momento se acerca tanto, ya no recuerdo por qué quería hacer algo así. Es normal. Cuando miro por la ventana la torre Eiffel, o Montmartre, sospecho que soy inmensamente feliz, no por mis recuerdos, sino por mis olvidos. Quizá todo este libro, las cuatrocientas páginas que nunca escribimos, sólo haya servido para recordarme lo que tenía que olvidar.

Para terminar, debo contarte un secreto: desde el principio he sabido que no compartías mis ideas políticas. Querido, es demasiado obvio. Sin embargo, cuando papá trabajaba en el periódico, siempre contrataba comunistas. Decía que eran los que mejor escribían.

Aunque la verdad, tampoco creo que seas un comunista. Y la verdad, tampoco tengo yo muchas ideas políticas. Algunos creen que pueden decirle al mundo lo que debería ser. Tú y yo sólo somos lo que la vida nos permite.

Pero mi vida, al menos, ahora tiene un testigo: tú. Ha costado mucho trabajo que alguien me conozca. Tú has visto mi pasado y mi presente, o sea, todo, porque yo no tengo un futuro. Lo que has visto es lo que hay, con sus altas y sus bajas.

Es una buena vida, ¿verdad?

Ya nunca podré preguntártelo en persona.

Pero espero que sí.

Y que la tuya sea mejor.

Afectuosamente,

Diana

17.

Perlas a los cerdos. La propia Diana era una perla hozada por los cerdos. Toda una vida para ser saqueada, robada, sobrevolada por buitres como yo mismo. Toda una vida de plazos retardados y cobros mensuales, de mentiras, de esposos inservibles, hijos con contactos en el banco y biógrafos dispuestos a estafarle cada céntimo. Acabé de leer la carta con lágrimas corriendo por mis mejillas y goteando sobre el papel.

Al fin y al cabo, ella sólo quería contarle su historia a alguien. Decir que había conocido a Jackie Kennedy y al barón de Rothschild, a las horrorosas esposas de Batista y los salones palaciegos del jardinero de Buckingham. Fuera de esos momentos, su vida era una enorme, interminable piara revolcándose en el lodo. Para el mundo -y eso me incluye-, Diana había sido un enorme fajo de billetes ambulante. Ahora, despedidos los ejércitos de servidumbre y liquidados los esposos haraganes, lo único que quedaba de ella era un montón de palabras, quizá ya cuatrocientas páginas para que los gusanos no se comiesen su memoria.

El libro tenía que publicarse.

Y tenía que publicarse con sus nombres verdaderos.

Era lo menos que yo podía hacer por ella, era lo único que alguien alguna vez haría por ella, en realidad. En ese momento no me importaba que no tuviera mi nombre, ni que fuera un fracaso comercial. Me importaba que existiese, que llegase a la República Dominicana y Cuba, que lo leyesen sus personajes y sus apellidos se ruborizasen al menos un poquito al ver lo que se habían hecho a sí mismos.

– Javi, necesito un pequeño préstamo. Es sólo… sólo un poco de dinero…

Javi posó en mí sus ojos hinchados, desde el mostrador del alquiler de vídeos. Sobre su cabeza, había un cartel de dibujos animados que decía «Monstruos».

– ¿Cómo? ¿Dinero de un perdedor? Pero ¿tú no eres un escritor famoso con muchos contactos?

– Si no me lo vas a dar, dilo de una vez. Pero tengo que ir a Barcelona, hablar con Txema. Él sabrá ver la importancia del libro. Quién sabe, quizá lo publique después de todo. Te pagaré con el adelanto.

Prestarme ese dinero era la mejor muestra posible de desprecio. Javi sabía que no se lo pagaría jamás, pero no dejaría pasar la oportunidad de humillarme. Sólo esperó hasta que le supliqué. Y mientras me daba el dinero, dijo algo que no quise escuchar, pero que incluía la palabra «asco».

Reuní todos los papeles dispersos, escribí un nuevo texto que incluía la última carta de Diana, tomé un tren nocturno, que son los más baratos, y me planté en Barcelona a las seis de la mañana. Para variar, llevaba días llamando a Txema, y él nunca me había devuelto la llamada. Como me presenté de improviso en su editorial, él no tuvo más remedio que recibirme. En su oficina, una vez más, estaba Santiago Roncagliolo.

– Santiago ya tiene lista su próxima novela -dijo Txema orgulloso, contento, como si me presentase a su nuevo hijo-. Un thriller político con asesino en serie que sin duda será un éx…

– Tengo listo el libro -interrumpí.

– ¿Cuál libro?

– El que querías, el de la familia de la Mafia.

– Ah, sí. ¿Cómo era esa historia?

– La historia de una mujer de la aristocracia dominicana, hija de un conspirador mafioso, fascista y agente de la CIA. Una mujer que nace entre palacios y mármoles, y termina destruida por su propia familia y su propio dinero. Un libro de no ficción. Realidad pura y documentada.

– Una biografía -dijo un aburrido Santiago con la voz más imbécil que pudo conseguir.

– Una biografía real -dije yo.

– Las biografías tienen que ser de personas conocidas -dijo Txema-. Si no, no funcionan.