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Y me daba su número de teléfono. Volví a leer el mensaje varias veces. ¿Dónde estaban mis cien mil dólares? ¿Dónde estaba mi soborno? Mankiewitz lo había prometido. Sospeché que no quería ser demasiado directo, al menos no por escrito: «si usted cree necesario conversar más…». ¿Qué quería decir con eso? ¿Él sí quería? ¿Hablaríamos de dinero? ¿De mucho dinero?

No sabía qué contestar. Cualquier error podía ser fatal. Revisé los destinatarios del mensaje. Iba con copia para su hermana y para alguien más, seguramente un abogado. Quizá había también destinatarios encubiertos. Su carta debía haber sido asesorada legalmente palabra por palabra para no decir nada comprometedor. Pasé la noche pensando una respuesta. Cada vez que alguien me rechazaba un volante por la calle, yo pensaba: «Imbécil, te estás perdiendo de recibir algo de un escritor que va a ser rico muy pronto».

Al día siguiente, decidí que lo mejor sería presionar un poco más. Así se daría cuenta de que la cosa iba en serio. Él había dicho «no podemos autorizar su publicación». Pues escucharía mi respuesta. Le escribí:

Señor Minetti: dice usted que no le sorprende mi libro. Pues a mí sí me sorprende su carta. Usted no tiene nada que autorizar en este tema. Detento los derechos de autor de ese libro, como su madre reconoció en correspondencia a mi persona y a importantes figuras de las letras y la política internacionales que colaboraron con la redacción de este libro. Si usted quiere, le puedo vender esos derechos, y en ese caso, sólo en ese caso, tomará usted decisiones sobre lo que se pueda hacer con el texto.

Así, perfecto, con energía. Ahora quería verlo responder. Sospeché que si me viese, con mi barba sin afeitar, mi resaca, mi olor a alcohol y mis volantes porno, ni se tomaría la molestia de negociar conmigo. Pero él parecía creer que yo era importante. Corrección: para él yo era importante, él creía de verdad que mi libro podía ser un boom editorial en Europa. Que se joda.

Durante todo el mes siguiente, no respondió. Mi vida se limitó por entonces a repartir volantes, entrar a cada cabina de Internet que se me pusiese a tiro a cada momento del día y mirar los escaparates de las inmobiliarias con los apartamentos que compraría con el bien merecido dinero de mi soborno. Ya no me importaba la fajita de Vargas Llosa, ya no quería saber nada de Txema. Con un apartamento propio podría trabajar medio tiempo para sobrevivir y escribir el resto del día. Era todo lo que yo le pedía a la vida. Sin embargo, la respuesta no llegaba.

Sospeché que el heredero estaba poniendo patas arriba la casa de Diana hasta encontrar el contrato de confidencialidad. O quizá simplemente se había enojado y estaba contratando a algún matón para romperme todos los huesos. Al fin, una madrugada insomne en una cabina de veinticuatro horas, un mensaje de Minetti disipó todas mis dudas:

Perdón por la demora en responderle. Como le he dicho, no quiero crear con usted ninguna polémica innecesaria. Los documentos contractuales que obran en mi poder certifican que mi madre era propietaria del producto final de su investigación. Por lo tanto, en mi condición de heredero legal, me correspondería autorizar o denegar la publicación del libro. Sin embargo, si usted tiene documentos que refuten lo que digo, le ruego me los envíe por fax. Tras el análisis correspondiente, estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo.

Ya estaba. Un acuerdo. Empezábamos a hablar el mismo idioma.

Pero yo no tenía esos documentos.

Ahora, ¿tenía él ese contrato? ¿O estaba bluffeando igual que yo? Así las cosas, el que debía mostrar sus cartas primero era yo. Pero también podía decirle que ya no era necesario, que había llegado a un acuerdo con el gran grupo editorial para la publicación y que no me hacía falta su estúpido acuerdo. Pero, claro, entonces me demandaría. O me mataría. O me mataría y luego me demandaría. Busqué entre mis papeles algo que pudiese valer para decir que Diana quería publicar el libro. Una frase interpretable en sus cartas, alguna mención en sus grabaciones, un adjetivo utilizable en cualquier cosa en el mundo que ella hubiese dicho o firmado. Nada parecía aprovechable, pero igual lo llevé todo donde la abogada. Ella revisó los papeles. Imprimí inclusive los correos del heredero. La abogada lo miró todo con la misma expresión de total indiferencia con que miraba el mundo a su alrededor.

– No tienes nada -acabó por confirmar.

– Tiene que poder hacerse algo. ¿Y si falsifico una firma? Quizá por fax no se note…

– ¿Estás tratando de estafar a un millonario? ¿Quién te has creído que eres? Este hombre lleva en la sangre desde hace generaciones lo que tú quieres hacer como aficionado. Debe reconocer esas cosas por olfato.

– Mierda.

– Hay algo más.

– ¿Algo bueno?

– Para ti, no. Si tú estableces una correspondencia constante cuyo fin es cobrar para no publicar el libro, podrá acusarte de chantaje.

– ¿A mí?

– Se puede interpretar que es eso lo que estás haciendo. Y es delito. Y aunque no lo sea, sus abogados demostrarán que hasta tu respiración es un delito.

Yo estaba descorazonado. Ella tenía razón. Era la lección de toda la vida de Diana. Para tener dinero hay que mover papeles, hacer cosas, tener corporaciones de fachada, llevar estados de cuenta, justificar el origen del dinero, aunque sea de mentira. ¿Cómo le explicaría al fisco que en mi cuenta de empleado doméstico habían depositado cien mil dólares provenientes de un banco dominicano? Yo no tenía ni siquiera una tarjeta de crédito para puticlubes. ¿Cómo negaría estar chantajeando al hijo con el subterfugio legal de una venta de derechos de edición para no editar un libro? Toda mi vida legal era un contrasentido.

Con lo último que tenía de dinero, compré unos cigarros y una botella de ron, que empecé a beberme directamente del pico en el camino a la casa. Acabé tumbado en el saloncito, tratando de perder el sentido. Ya era medianoche cuando oí rechinar la puerta de entrada a mis espaldas. Me volví. Algo me hizo pensar que quizá Paula había vuelto, que podíamos comenzar desde cero, que podíamos llevar una vida de verdad. Pero en la puerta había un desconocido alto y moreno. Estaba de pie ahí sin decir nada. Me levanté con esfuerzo:

– ¿Quién eres tú?

– ¿Aquí vive Nicolás?

Hablaba con voz grave y resuelta. Tenía acento caribeño. Entre las brumas de la borrachera, empecé a pensar que quizá debía sentir miedo.

– Aquí no hay ningún Nicolás -balbuceé-. En este edificio no vive ningún Nicolás.

– Debo haberme equivocado entonces.

Pero no se movió.

– ¿Cómo has abierto la puerta?

– Estaba abierta.

– ¿La de abajo también?

Me pareció que sonreía. El umbral estaba en penumbra y yo veía doble, pero una expresión estaba cobrando forma en su rostro, y no era precisamente un gesto de amabilidad.

– Lárgate. ¡Fuera!

– Tranquilo, tranquilo. Yo sólo venía a ver si…

– ¡Fuera!

Le arrojé una silla contra la puerta. Ahora sí creí estar seguro de que estaba sonriendo. En un arranque de valor, me arrojé yo mismo sobre él, pero tropecé con la silla y me fui de bruces contra el borde de la puerta abierta. Sentí la sangre brotando de mi nariz. Pensé que ahora que estaba en el suelo, el desconocido aprovecharía el momento para atacarme. Me arrastré hacia la botella para usarla como arma. La empuñé y me levanté de un salto. Me sorprendí de mis propios reflejos, despiertos de susto. Cuando me di vuelta blandiendo la botella, ya no había nadie en la puerta.

Salí al pasillo y bajé un poco las escaleras, pero tampoco había nadie. Volví a mi apartamento, directamente al baño, y me abracé al váter.

Mi derrota estaba consumada. Mi cabeza quería explotar, no tenía libro, ni novia, ni amigos, ni éxito. Pensé en las palabras de Mariela: «Tienes que vivir esas cosas para poder contarlas». Pero ¿y si no puedes contarlas?