– Nunca podré ser como tú.
– Bueno, nadie puede ser como yo…
– Pero yo menos que nadie, no seré capaz… -y ahora, Ramfis estaba sollozando.
– Tendrás que serlo, porque te casas.
– ¿Con quién?
– Con Octavia, idiota.
– Yo no quiero…
– Mira, pendejo. Soy tu padre y este yate y este país son míos. Así que vas a hacer lo que yo te diga hasta que demuestres la madurez suficiente para valerte por ti mismo. Y si no, te vas buscando un trabajo sin mi ayuda, que no quiero mantenidos en la familia, ¿está claro?
Menos de tres meses después, se repartían los partes de boda. El dictador en persona le envió a mi tío Alfredo uno matrimonial en el que había escrito: «Por la unión eterna de las familias decentes».
Pero a la larga, el matrimonio sólo creó nuevos problemas. Octavia, sintiéndose dueña de la situación, empezó a llevarse mal con doña María, la mujer de Trujillo, a la que acusaba de ayudar a Ramfis en sus salidas y de conspirar contra ella. Doña María, está claro, no era mujer que se dejase mangonear aunque su relación con el Benefactor fuese casi una réplica de la de Octavia y Ramfis.
En vez de ayudarse, como habría sido natural, las dos mujeres tuvieron una relación cada vez más áspera. Lo peor era que Octavia perdió todo el respeto por la familia, y hasta empezó a disfrutar burlándose del nombre de la hija de doña María, María de los Ángeles del Corazón de Jesús. Decía que con ese nombre, el único hombre que podría pretenderla era el Cristo de la catedral.
Ramfis nunca mejoró su conducta y mi tía Octavia no dejó de culpar a doña María de ello, sabe Dios por qué. Llegaron a arrojarse las copas de vino mutuamente durante una cena familiar en la cual ni siquiera Trujillo pudo controlarlas. Y a veces, en las reuniones de trabajo e inclusive diplomáticas, Trujillo debía contestar llamadas de las dos mujeres, que le hacían llegar sus quejas recíprocas al mismo tiempo.
Al final, así como había dado orden de que se casasen, Trujillo mandó divorciar a Ramfis y Octavia. Su sentencia salió en 1953, pero ese mismo año Ramfis prometió cambiar y los Trujillo anularon el trámite en el juzgado. Siguieron casados hasta 1960, cuando el matrimonio se rompió definitivamente. Octavia parece haber olido la caída del régimen para divorciarse justo a tiempo. Creo que después se casó con un industrial al que no le importó que tuviese seis hijos del subnormal ese.
En fin, lo que quiero decir: por ese tipo de cosas, Santo Domingo era un lugar insoportable. El dictador y su esperpéntica familia acabaron con todo lo que brillaba y corrompieron los mejores apellidos del país, incluso el mío. Por fortuna, nosotros -papá, mamá, mi hermano y yo- teníamos un refugio contra toda esa ordinariez, un paraíso a salvo de la vulgaridad que se llamaba Cuba.
Nos mudamos a Cuba a fines de los años treinta. Por entonces, La Habana mezclaba lo mejor que se podía encontrar en Europa con lo mejor de Estados Unidos. Era definitivamente muy conservadora y se limitaba a clubes y casas de familia. En La Habana, mis clubes favoritos eran el Havana Biltmore y el Yacht and Country Club. Eran lugares muy exclusivos que no hacían concesiones.
En ellos las familias decentes estaban a salvo de bochornos. Ahí conocíamos a nuestros esposos. Bueno, papá odiaba a mi esposo, pero aun así, él era de la crema y nata, comme il faut. Ahí, de hecho, todos éramos comme il faut, y todo era perfecto: jugábamos tenis, golf, hacíamos velita y bajábamos a la playa a las cinco de la tarde. Hoy en día eso parece muy avanzado, porque se ha vuelto a poner de moda protegerse del sol. Pero en esa época, nosotras mirábamos a las americanas atónitas por su costumbre de tumbarse al sol como una tostada por el día entero. Por eso, las señoras de la edad de mi madre tenían una piel fantástica: blanca, sin manchas, sin sequedad. Fue mi generación la primera que empezó a broncearse por placer. A mí me gustaba la playa, también el tenis y la equitación, y estuve en una de las primeras canoas de mujeres que se organizaron en el Biltmore: eso fue revolucionario.
Éramos muy inocentes, eso sí. Yo fui siempre a colegios de monjas, y nunca supe de drogas ni escándalos ni homosexuales. Todo el mundo era muy consciente de sus deberes sociales, en ambos países. Mi peor travesura era huir de casa algunas noches para bailar en las fiestas que daba Hemingway. Era un viejo borrachín pero muy simpático, Hemingway. En sus fiestas se reunían los jóvenes de la mejor sociedad y los pescadores de la bahía de Cojímar. El escritor bailaba con todo el mundo, especialmente con las chicas más guapas, a las que decía tonterías al oído. Todas salían pensando que él estaba enamorado de ellas, pero en realidad ninguna entendía nada de lo que estaba diciendo. Y no era por el inglés, era porque siempre estaba demasiado bebido cuando hablaba.
Hemingway tenía un aura especial que mantenía a la gente a su alrededor aunque dijese incoherencias. A veces se llevaba a alguna conquista a la playa, pero se dormía nada más llegar. Las chicas volvían al baile diciendo que habían pasado una noche inolvidable con el escritor, una noche de pasión y poesía (sin sexo, eso sí, nada que comprometiese la virtud). Y él no podía desmentirlo porque estaba tirado en la orilla del mar con la barba llena de arena. Al día siguiente, salía a pescar. No quiero decir que yo fuese con él alguna vez, a mí todo esto me lo han contado. Yo estuve siempre en colegios de monjas, y la mayoría de las cosas buenas de esta vida las descubrí demasiado tarde.
3.
Acabé el viaje por la Toscana tres días después, hinchado de champán, relleno de huevos poché y, sobre todo, seguro de que Madame Minetti conocía la vida íntima de todo el Caribe de la primera mitad del siglo xx. Por primera vez, asomaban posibilidades editoriales para el libro: podíamos escribir una radiografía del glamour y la sordidez prerrevolucionarios, y crear una Estefanía de Mónaco de las islas. Quizá podría cobrar incluso unas regalías, aparte de las mensualidades de Madame. Y quién sabe, podría publicar un libro con olor a éxito.
Eso sí, antes habría que organizar el torrente de historias que manaba de la boca de mi clienta. Diana narraba en el más absoluto caos y, aunque le encantaba hablar de la vida de los demás, se mostraba reticente a hablar de la suya. Cada vez que yo trataba de que profundizase en sus novios de juventud, o en su relación con sus padres, se escabullía con alguna anécdota sobre el animal de Ramfis o las barbaridades de Trujillo.
De todos modos, era divertido. Y ella también lo era. Sus amistades eran fatuas e insoportables, pero Madame tenía mundo y cultura, aunque viera la realidad desde una burbuja de mármol. Y, a su manera, era cariñosa. Me llevó de día de campo a pesar de mis impertinencias políticas y me regaló unos aretes etruscos para Paula. Eso fue todo un detalle. Cuando nos despedimos, la llamé Diana. La seguí tratando de usted, pero por su nombre de pila. Pensé que era un tratamiento respetuoso y a la vez cordial.
Como por arte de magia, a mi regreso a Madrid todo empezó a mejorar sustancialmente. Con el dinero de mi pago, logramos salir a comer y al cine, cosas que una semana antes nos parecían lujos imposibles. Además, Paula vendió algunos guiones en el Brasil y pudimos vivir más desahogados. Quizá podríamos estar juntos después de todo. Queríamos estar juntos para siempre.
Claro, que, para eso, el dinero no bastaba: necesitaríamos también papeles. Nadie nos ofrecería un trabajo sin permisos de residencia. Y nadie nos concedería la residencia sin el número fiscal de la empresa contratante, sus certificados tributarios, su razón social y miles y miles de inalcanzables documentos. Es muy difícil migrar en condición de escritor internacional. ¿Cómo hicieron Cortázar, García Márquez y todos los demás? Supongo que eran otros tiempos. En el siglo xxi, se habrían tenido que quedar en sus países y no habría ni Boom Latinoamericano ni cojones. Puedes ser abogado, ingeniero, cocinero o agricultor, pero los escritores no existimos legalmente. Se ha perdido el romanticismo. Y en ese momento, yo estaba a punto de perder la residencia legal por vencimiento del plazo.