Con el dinero de Diana, acudimos a una abogada de inmigrantes, una peruana lista de ésas, absolutamente antipática pero eficiente conocedora de todos los rincones de la ley. Llegamos a su oficina con todos los certificados de estudios y tarjetas de residencia que pudimos. Yo llevé el contrato que me había firmado Diana, por si acaso. La abogada nos recibió con frialdad ejecutiva, fumando mentolados. Ni nos miró a la cara. Sólo le interesaban nuestros papeles:
– ¿Cuándo llegaron a España?
– Hace un año.
– ¿Antes de enero?
– Sí.
– Necesito pruebas: matrículas, pasajes de transporte, empadronamientos, todo sirve. Entran en la amnistía para ilegales.
– Pero nosotros no somos ilegales.
– Ya. Ahora lo son.
– ¿Hay que ser ilegales para ser legales?
– Ya lo vas entendiendo. También les pedirán una oferta de trabajo, pero no hace falta enredarse demasiado. Basta con que el empleador rellene este formulario.
Nos tiró el formulario a la cara. No lo hizo por estar de mal humor. Su rostro nunca reflejaba ninguna emoción. Traté de explicar mi peculiar situación.
– Verás… eh… yo tengo un trabajo con contrato, pero es en Francia.
– Entonces hazte residente francés.
– ¿No sirve para España?
– No.
– Ah. Es que mi… trabajo no me deja tiempo para trabajar. ¿Tú crees que… quizá… con un contrato que no sea totalmente real…?
Empecé con todas las vueltas que los peruanos damos para proponer negocios ilegales. No puedes decirle directamente a alguien que quieres montar una estafa. Pero hay varios resquicios, fórmulas de cortesía, eufemismos, para que nadie diga nada inconveniente pero todos nos enteremos de qué se trata. Sin embargo, ella ya llevaba tiempo en el primer mundo:
– Presentar contratos falsos es ilegal y causal de anulación del proceso.
– Ya.
– Pero quien te haga la oferta no está obligado a contratarte cuando te den la residencia.
– O sea, que si consigo una oferta falsa…
– Presentar ofertas falsas es ilegal y causal de anulación del proceso.
– Pero si consigo uno que no me contrate después… ¿No es falso?
– No.
– No entiendo.
Por primera vez me miró, con la compasión surcándole el rostro. Suspiró y habló.
– ¿Quieres que te diga que presentes una oferta falsa? No puedo. Decírtelo es ilegal. Pero quien firme la oferta no tiene que contratarte después. Decirte eso sí es legal, ¿captas?
Todos nos quedamos mirando unos segundos. Luego Paula dijo:
– Aaaah… O sea que… Ya está.
– ¿Ya está qué? -pregunté.
– Vámonos.
– Pero, querida, si aún no…
– Muchas gracias -dijo Paula con seguridad-, volveremos con los papeles.
– El trámite cuesta ochenta mil pesetas por persona -se despidió la abogada, con tanta calidez que me pregunté si tendría hijos. Y si los querría.
Paula me arrastró hacia fuera y me volvió a explicar todo. Yo seguí sin entender la mayor parte. Pero esa tarde, por orden suya, fui con una copia del formulario a buscar a mi amigo Javi.
Javi era nuestro único amigo español. Había llegado a Madrid desde León para estudiar el curso de guión en la misma escuela que yo. Su padre pensaba que el curso duraba tres años y seguía enviándole dinero desde su pueblo, así que no necesitaba trabajar. Fumaba porros todo el día, tenía una capacidad pulmonar admirable. Me recibió en calzoncillos, entre latas de cerveza y cajas de pizza que llevaban varias edades geológicas ahí tiradas. Como siempre, la PlayStation estaba encendida, y en el salón flotaba una densa nube de humo.
– ¿Qué pasa, tío?
– Oye, Javi, necesito un favor.
– Hombre, claro.
– Tienes que contratarme como tu empleada doméstica.
– ¿Qué?
– Te vendría bien. Tu casa es un asco.
– Pero es mi asco, tío. Estoy orgulloso de él.
– Es para los papeles. Para la residencia.
– Pero ¿tú eres gilipollas? ¿Tú crees que me van a creer? Pero ¿tú me has visto, tío?
Y al decirlo, metió una mano en sus calzoncillos, de donde asomó una pelambrera espesa y un tatuaje de cannabis.
– Yo sí, pero ellos no te verán. Sólo necesitas firmar acá. Luego no tienes que contratarme.
– O sea, es un contrato falso.
– No, es un precontrato.
– Joder, pues es un precontrato falso. Luego van a venir a por mí.
– Eres español. Te tomarán en serio.
– ¡Coño, pero es falso!
– No es falso. Es una oferta verdadera. Si tuvieras dinero, ¿me contratarías?
Miré su estudio de un solo ambiente con un sofá cama. Algo verde goteaba desde la sábana que un día había sido blanca. Me pregunté para qué me podría contratar Javi. Creo que él se preguntó lo mismo, pero dijo:
– Pues sí. Somos colegas.
– Pues ya está. ¿Quién te dice que no tendrás dinero en dos meses?
– Pues no sé.
– ¿Lo ves? Firma acá.
Paula consiguió otra amiga que hizo lo mismo por ella y presentamos esos papeles. Era un trámite rápido de amnistía que debía durar dos meses. Y nuestra vida quedaría resuelta.
Durante las siguientes semanas, se hizo la paz. Trabajaba cinco horas al día en la transcripción de la larga entrevista, tratando de reproducir el estilo de Diana, su sentido del humor y sus apuntes irónicos sobre la alta sociedad caribeña. Cuando le envié los primeros avances del libro, ella quedó encantada. Me llamó por teléfono feliz, y me dijo que se casaría conmigo si yo no fuera tan joven. Fue un alivio saber que mi trabajo quedaba asegurado.
Sin embargo, Diana tenía algunas críticas a detalles que, según ella, yo había malinterpretado o consignado sin exactitud, como los diálogos. Decía:
– Yo no sé si los diálogos de Trujillo y Alfredo eran exactamente así. No hay cómo saberlo.
Traté de explicarle que en una historia, por muy real que sea, hay que poner detalles inexactos que son irrelevantes a fin de cuentas pero sirven para dar más emoción y humanidad a los personajes. Respondió:
– Pero ellos son humanos. Al menos, lo eran. No necesitan más humanidad.
– Ya, pero esos detalles no alteran la esencia de lo que se cuenta, ¿comprende? Simplemente, hacen un relato mejor. Queremos un buen relato, ¿no?
– Queremos un relato real. El que lo lea dirá que, si me he equivocado en esas nimiedades, puedo haberme equivocado en cosas más importantes. O puedo estar mintiendo.
– No se preocupe. Para probarlo, habría que mostrar grabaciones de esos diálogos. Todos los libros de memorias están llenos de diálogos que nadie recuerda. Para contar bien una verdad hay que decorarla entera con pequeñas mentiras.
Por lo demás, a Diana le gustaba el tono de novela frívola, aunque la historia del libro no tuviese ni ton ni son, ni más interés literario que una revista Hola del año cincuenta. Era basura pura. Basura de lujo vomitada por las alcantarillas de la aristocracia.
Como no quería avanzar demasiado rápido, y como Quería ser un-escritor-latinoamericano-profundo, no sólo trabajaba en el libro de Diana. Por las tardes, escribía mi propia novela, que me alimentaba el alma y me hacía sentir menos mercenario (porque soy un cobarde, pero un cobarde con principios).
En realidad, el origen de mi novela era tan azaroso y estaba tan sembrado de mentiras como mi trabajo con Diana Minetti. El joven y audaz editor Txema Kessler, a quien yo había conocido en alguna fiesta editorial donde logré colarme, estaba preparando una serie de novelas de viaje sobre ríos para un importante grupo editorial. Decía que el género estaba de moda y se podría vender bien. Yo le propuse de inmediato una novela sobre el Amazonas.