Después del afeitado, Ray vuelve al New York Times esparcido por la cama. La visita a Radiología -ha estado allí cuarenta minutos- no parece haberle causado ningún efecto apreciable, no ha sido sino una más de una serie de pruebas hospitalarias, menos invasiva que otras.
Tiene los dos brazos amoratados, descoloridos de la sangre que le han sacado. Incluso para un estoico, las extracciones constantes de sangre son ya dolorosas, pero él no se queja, Ray no es de los que se quejan.
Da la impresión de que no se acuerda de su «leve delirio» del otro día, y yo no voy a recordárselo.
¡Una habitación en la casa de una enfermera! Qué convencido estaba Ray de que era ahí donde le habían llevado, por alguna razón que no podía decir. Prefiero pensar que algún día -tal vez-, cuando esté bien y en casa -y la vigilia en el hospital no sea más que un recuerdo-, le contaré esa idea que tuvo y nos reiremos juntos.
¿Y cómo transcurre el resto de este domingo? Lánguidamente, leyendo, hablando, oyendo música coral en un canal de televisión que pone programas de artes los domingos. Por casualidad, es el mismo programa de música clásica que ponen los domingos por la tarde en la radio y que solemos escuchar en casa.
Una vez, mientras oíamos una grabación de la Misa de Réquiem de Mozart, Ray había comentado, con esa seguridad con la que, cuando uno es joven, puede hablar de la muerte, como si no le tuviera el menor miedo:
– Prométeme que pondrás esta música en mi funeral.
– Pero si dijiste lo mismo de la Misa de Réquiem de Verdi.
– ¿De verdad? ¿De verdad?
Fue hace años. En otra vida. Vivíamos en Sherbourne Road, en Detroit, Michigan. Vivíamos en medio de las consecuencias de los llamados disturbios de Detroit de julio de 1967: incendios, disparos y saqueos a sólo dos manzanas, en Livernois Avenue, una cacofonía terrorífica de sirenas de bomberos, sirenas de policía, gritos y alaridos, la Guardia Nacional desplegada para proteger los edificios municipales con fusiles, un olor acre a humo, fuegos que ardieron durante días, una ciudad norteamericana que era un «polvorín racial», como decían los discursos llenos de tópicos, y que al mismo tiempo era nuestro hogar.
En el hospital, en esta tarde de febrero de 2008, decenios después, no quiero pensar en eso. En nuestra inocencia, nuestra ignorancia.
Habíamos sido muy felices en aquella casa de Sherbourne Road, donde, en un cuarto del piso de arriba -un antiguo dormitorio de niño, con las paredes rosas y sin ningún mueble más que una mesa, una silla de respaldo recto y una sola estantería-, escribí mi novela Ellos mientras Ray iba todos los días a la Universidad de Windsor, en Ontario, Canadá, al otro lado del río Detroit.
Yo daba clases de Lengua Inglesa en la Universidad de Detroit, una institución de los jesuitas en Six Mile Road, a poco más de un kilómetro de nuestra casa en Sherbourne Road. Me encantaban mis clases en la UD y tenía muy buena relación con mis colegas (en su mayoría hombres), pero antes de un año iba a irme para dar clase con Ray en la Universidad de Windsor, donde estuvimos de 1968 a 1978 en una casa de ladrillo de una sola planta, sobre el río Detroit, enfrente de Belle Isle…
Las vigilias de hospital nos inspiran esa nostalgia. Las vigilias de hospital transcurren a cámara lenta y durante ellas la mente vaga en libertad, un globo frágil que sube hacia el cielo como si fuera hacia el infinito.
A media tarde del domingo 17 de febrero de 2008 -cuando cae el crepúsculo y se convierte en noche-, decidimos que hoy voy a irme pronto a casa y mañana regresaré temprano. ¡Qué exhausta me encuentro de pronto!, aunque éste ha sido el mejor día de Ray en el hospital hasta ahora, y nos sentimos -casi- excitados.
¿Le darán el alta para ir a la clínica de rehabilitación el martes? Unos cuantos días en rehabilitación y luego a casa. ¿El próximo viernes? ¿El próximo fin de semana?
Le doy a mi marido un beso de buenas noches. Mi marido tan guapo, con su rostro suave y afeitado. No es ninguna despedida extraordinaria, porque parece muy provisional; voy a regresar a esta habitación dentro de nada.
– ¡Buenas noches! Te quiero.
14 . La llamada
18 de febrero de 2008. La llamada llega a las 12.38 de la madrugada.
Me despierta un teléfono que suena cuando no debe.
Durante mucho tiempo, cuando mis padres vivían y eran ancianos, y su salud iba empeorando, había existido el miedo a un teléfono que sonara tarde, cuando no debía.
Todos conocemos ese miedo. No hay forma de escapar de ese miedo.
Por fin había conseguido dormirme, en nuestra cama y con la luz apagada, qué esperanzados estábamos cuando salí del hospital al anochecer, por primera vez desde el lunes había podido cerrar los ojos y dormir, y ahora esto parece un castigo, mi castigo por confiarme, por bajar la guardia, por salir temprano del hospital; aturdida y con la boca seca me bajo de la cama y voy a la habitación de al lado -que es el estudio de Ray, a oscuras-, donde está sonando el teléfono. Y cuando levanto el auricular -«¿Diga? ¿Diga?»- han colgado.
¿Un número equivocado? Quiero desesperadamente pensar eso.
Casi de inmediato vuelve a sonar el teléfono. Cuando lo descuelgo oigo las palabras, si no la voz -la voz es la de un desconocido, un hombre, con tono de urgencia- que llevo temiendo desde que comenzó la vigilia de pesadilla, informándome de que «su marido», «Raymond Smith», se encuentra en «estado crítico», su tensión arterial ha «caído en picado», sus pulsaciones se han «acelerado», la voz me pregunta si deseo «medidas extraordinarias» en el caso de que el corazón de mi marido se detenga, y yo grito:
– ¡Sí! ¡Se lo he dicho! ¡He dicho que sí! ¡Sálvenle! ¡Hagan todo lo posible!
La voz me indica que vaya rápido al hospital.
Pregunto:
– ¿Está vivo todavía? ¿Está vivo mi marido todavía?
– Sí. Su marido está vivo todavía.
Así que ahora estoy yendo a Princeton en plena noche, por Elm Ridge Road, luego por Carter Road, y a la izquierda por Rosedale; Rosedale, que lleva directamente al distrito de Princeton, a varios kilómetros; estas carreteras rurales, muy transitadas de día, están desiertas de noche, no hay farolas, no hay faros de frente, las carreteras están oscuras, bordeadas de nieve, y voy pensando: «Esto no puede estar pasando. Esto no es verdad». Esto, la llamada que tanto he temido, quería pensar, con una fe infantil en la magia, que, si temía la llamada, si me imaginaba las palabras que me iban a decir en la llamada, entonces la llamada no se produciría; ¡no era algo imposible! Aunque estoy desesperada por llegar a Princeton y al hospital, me obligo a conducir respetando el límite de velocidad, como si hubiera tenido cuidado de conducir despacio y con toda la concentración posible durante la semana pasada, porque sería irónico, sería desastroso que sufriera un accidente en este momento, cuando Ray me está esperando; en mis oídos tengo un rugido a través del cual la voz del teléfono ha adquirido un tono más urgente, casi de reproche. «Todavía vivo.» «Su marido está vivo todavía.» En voz alta digo:
– Todavía está vivo. Mi marido está vivo todavía -con voz de asombro, terror, desafío, «Ray está vivo todavía», qué trágico es ese todavía, qué provisional y desesperado; esta semana me he acostumbrado a hablar conmigo misma, a darme órdenes, a animarme como anima uno a un niño que se cae: «Puedes hacerlo. Todo va a salir bien, puedes hacerlo. ¡Todo va a salir bien!». Cuando me he vestido en el dormitorio para emprender este trayecto frenético, esa voz me aconsejaba en un remedo de calma confusa: «Ten cuidado con lo que te pones, quizá tengas que llevarlo puesto durante mucho tiempo».