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En el Honda de un blanco espectral hago ligeras eses sobre la línea amarilla y me paso al otro carril, por algún motivo me cuesta agarrar bien el volante, tengo las manos desnudas, el volante está frío, pero noto las palmas de las manos sudorosas. También tengo dificultades para ver, la carretera, bajo los faros del Honda, se ve borrosa. Creo que me pasa algo en la vista, es como si estuviera mirando a través de un túnel, en la periferia de mi visión hay unas figuras en sombra, más allá de la carretera bordeada de nieve, tengo miedo de que me golpee un ciervo, en esta zona no es raro que los ciervos se adentren en la carretera y a veces incluso se pongan delante de un vehículo, como hipnotizados por las luces. Ahora, mi voz se alza asustada, fina:

– ¿Se va a morir Ray? ¿Se va a…?

No soy capaz de reconocer la posibilidad igual que no soy capaz de reconocer el terror que siento, y la impotencia, la frustración, mientras entro en el distrito de Princeton y el límite de velocidad baja a cuarenta kilómetros por hora. Aquí tengo que esperar muchísimo tiempo, ¡cuánto, cuánto tiempo! ¡Una pesadilla de tiempo perdido!, esperando a que cambie el semáforo rojo en el cruce de Hodge Road y Route 206 -que en Princeton se llama State Road-, no hay tráfico en State Road ni hay tráfico en Hodge Road, no se ve ningún tráfico en ninguna parte, pero estoy obligada a esperar el semáforo, tengo demasiado miedo de saltarme un semáforo en rojo, estoy demasiado condicionada a «obedecer» la ley y sobre todo en un momento así, el semáforo cambia por fin y voy hasta Witherspoon Street, giro a la izquierda y recorro varias manzanas hasta el hospital, por delante de casas a oscuras, consigo aparcar delante del hospital, en la acera, sólo hay otro vehículo aparcado allí a esta hora de la noche. Corro desesperada hasta la puerta principal del hospital que por supuesto está cerrada, el interior está en penumbra, con más desesperación aún corro hasta la entrada de Urgencias que está a la vuelta de la esquina, suelto un aliento como vapor, lleno de pánico, suplico a un guardia de seguridad que me deje entrar en el hospital, me identifico como la esposa de un hombre «en estado crítico» en el ala de Telemetría, le doy varias veces el nombre de mi marido: «¡Raymond Smith! ¡Raymond Smith!», y pienso lo asombrado que se quedaría Ray, lo avergonzado, en el hospital se da demasiada importancia a las cosas, dijo el otro día; el guardia de seguridad me escucha con educación, es de mediana edad, piel oscura, comprensivo, pero no puede dejarme entrar hasta que no haga una llamada, y eso supone cierto tiempo, unos segundos y minutos preciosos, me vienen ideas como mariposas con alas rotas en una sucesión frenética y al azar: «Sigue vivo. Está bien. Está esperándome, voy a verlo, todavía está vivo». Qué frustración, qué extraño, quienquiera que me ha llamado para que viniera al hospital no ha tomado medidas para que me dejaran entrar; ¿tal vez hay algún error? ¿No había que llamar a la mujer de Raymond Smith para que viniera al hospital? ¿Esperan a otra persona? Pero entonces el guardia de seguridad me informa de que a la señora Smith la aguardan en la quinta planta, puedo entrar por una puerta que abre, corro a ciegas a través de ella y me encuentro en el vestíbulo, al principio no reconozco el sitio, en penumbra y desierto, qué raro está, sin nadie, el vestíbulo vacío, el mostrador de información a oscuras, la cafetería desierta; mi corazón, aterrado, late como un puño enloquecido mientras corro hacia el ascensor, subo a la quinta planta, salgo del ascensor terriblemente asustada, giro a la izquierda hacia Telemetría como siempre y siento un gusto frío en el fondo de la boca: «Esto no está pasando, esto no es verdad, claro que Ray va a estar bien». En Telemetría no hay nadie, salvo en el control de enfermería, unas luces, figuras vestidas de blanco, en mi distracción no veo a ninguna enfermera de las que conozco, por cómo me miran, con el rostro impasible, saben -deben saber- por qué estoy aquí, a esta hora de la noche en la que no se permiten visitas en el hospital; y ahora, al extremo del pasillo, ante la habitación de mi marido, veo una imagen que me aterroriza, cinco o seis figuras, profesionales que están en silencio ante la puerta abierta, como si estuvieran esperándome; mientras me aproximo se adelanta una de ellas, una joven médico, una joven de origen indio que me es desconocida, señala en silencio la habitación y en ese instante lo sé, sé que, a pesar de mi prisa frenética, he llegado demasiado tarde, a pesar de mi cuidado en conducir justo al límite de velocidad, esperar a que cambiara el semáforo como un robot programado, he llegado demasiado tarde; entro en trance en la habitación, esta habitación de la que me había ido sólo unas horas antes con total ingenuidad, ignorancia, después de besar la suave mejilla de mi marido y decirle «¡Buenas noches!». Nuestros planes eran que yo llegara pronto a la mañana siguiente -es decir, esta mañana-, iba a traerle pruebas de imprenta del próximo número de Ontario Review, pero ahora Ray no está sentado en su cama esperándome, no está esperándome en absoluto, sino tendido boca arriba, inmóvil en la cama de hospital, que han bajado; me sorprende ver que algo no está bien, los ojos de Ray están cerrados, tiene el rostro lívido y relajado, le han quitado la vía intravenosa del brazo derecho amoratado, no hay monitor de oxígeno, no hay monitor cardiaco, la habitación está completamente paralizada; los párpados de Ray no se agitan cuando entro, sus labios no esbozan una sonrisa, no le oigo decir «¡Hola, cariño!», me acerco a la cama atontada, digo su nombre, le suplico como si fuera un niño:

– ¡Cariño, qué te ha pasado!, ¡qué te ha pasado! ¿Cariño? ¿Cariño?

Porque Ray parece lleno de vida, no tiene angustia ni tensión en el rostro; tiene la cara relajada, sin arrugas; no está despeinado; es verdad que ha perdido peso esta semana, tiene las mejillas más delgadas, hoyos bajo los ojos, que son unos ojos tan hermosos, de color azul grisáceo, azul pizarra, me inclino sobre él mientras yace inmóvil bajo la sábana, le abrazo, le abrazo con desesperación, le beso, lloro por él, le insto a que se despierte, soy yo, soy Joyce, soy tu mujer, le suplico, porque a Ray hay que coaccionarlo, convencerlo, no es un hombre cabezota, no es un hombre inflexible, si pudiera abriría los ojos y me saludaría, lo sé; murmuraría algo divertido e irónico, lo sé; le abrazo todo el tiempo que puedo, estoy llorando, su piel está caliente todavía pero empieza a enfriarse; pienso: «Esto no es posible. Esto es un error»; estoy tentada de sacudirlo, de reírme de éclass="underline" «¡Esto no es posible! ¡Despiértate! ¡Basta ya!», porque nunca, en toda nuestra vida juntos, ha sucedido nada tan extraordinario entre nosotros; le digo que le quiero, le quiero muchísimo, siempre le he querido; ahora ha entrado en la habitación la joven médico, en silencio; los demás permanecen en el pasillo, mirando desde fuera; en voz baja, pronunciando con exactitud cada palabra, la joven médico cuyo nombre se me ha escapado, cuyo nombre no sabré jamás, me explica que han hecho «todo lo posible» para salvar a mi marido, que acaba de morir hace unos minutos, que sufrió una «parada cardiaca» inesperada, su tensión arterial había «caído en picado» y sus pulsaciones se habían «acelerado», era una «infección secundaria», no la infección original de E. coli, lo que le había hecho subir la fiebre, en las últimas horas, invadió su pulmón izquierdo, invadió el torrente sanguíneo y, aunque intentaron todo lo posible, «no pudieron hacer nada más».

Estoy demasiado anonadada para responder. Estoy demasiado confusa para saber si debo responder. Me cuesta mucho oír la voz de la mujer a través del rugido en mis oídos. Creo que debo de tener un aspecto deshecho, enloquecido, la sangre me ha abandonado el rostro, los ojos están soltando lágrimas, pero no estoy llorando, no estoy llorando de forma normal, con los restos raídos de mi sentido de pudor social, estoy intentando decidir cuál es la reacción adecuada en esta situación, qué debo decir o hacer; ¿qué se espera de ? Sólo más adelante -días después- me daré cuenta de que Ray murió entre extraños, todos esos profesionales reunidos en el pasillo frente a su habitación, desconocidos; el doctor I. no está aquí, el doctor B. no está aquí, el doctor S. -el cardiólogo de Ray desde hace varios años- no está aquí; ninguno de los otros especialistas de enfermedades infecciosas que habían pasado a examinar a Ray y hablar conmigo está aquí; la sonriente enfermera Shannon que tan bien le caía a Ray no está aquí, ni siquiera la parlanchina Jasmine.