Es la 1.08 de la madrugada. Altas horas de la noche del domingo. Ninguno de los médicos titulares está de guardia a estas horas. Ninguno de los profesionales que veo, incluida la joven médico, tiene más de treinta años.
No volveré a saber nada de ninguno de los que habían tratado a Ray esta pasada semana en Telemetría. Ni siquiera el doctor B., que fue el médico que hizo el ingreso y cuya firma descubriré en el certificado de defunción para decir que «Raymond J. Smith» falleció de «parada cardiorrespiratoria, complicaciones de una neumonía. 12.50 a.m. 18 de febrero de 2008».
Es lo que más me horroriza de todo: mi marido murió entre desconocidos. Yo no estaba con él, para consolarle, para tocarle o abrazarle; estaba dormida a kilómetros de distancia. ¡Dormida! Este dato es demasiado tremendo para absorberlo, tengo la sensación de que voy a pasar el resto de mi vida intentando comprenderlo.
– ¿Señora Smith? -la joven médico me toca el brazo. Está diciéndome que, si quiero permanecer más tiempo con mi marido, me va a dejar sola.
En el pasillo, los demás se han dispersado. Miro fijamente a Ray, que no se ha movido, ni siquiera se han agitado sus párpados desde que entré en la habitación. La joven médico repite lo que me ha dicho y desde lejos consigo oírla y responder.
– Gracias. Sí. Muchas gracias.
II. Caída libre
«¡Oh, Vida, que comienzas derramando sangre,
y terminas apagada!»
Emily Dickinson, 1130
15 . «La Vanidad Dorada»
– Por favor, recoja las pertenencias de su marido y retírelas antes de irse.
Es mi deber -mi primer deber de viuda- quitar las cosas de mi marido de la habitación de hospital.
Precisamente hoy -es decir, ayer por la mañana, que era la mañana del domingo- había traído el inmenso New York Times, el correo, pruebas de imprenta de la revista y otros objetos que mi marido había pedido que le trajera del despacho. Ahora voy a tirar el Times y me llevaré todo lo demás a casa.
Todavía no soy consciente -tardaré un tiempo- de que, como viuda, voy a quedarme reducida a un mundo de cosas. Y esas cosas no retienen más que un debilísimo atisbo de su identidad y su significado originales, igual que en la cáscara muerta y seca de algo que era orgánico puede percibirse un atisbo de su identidad y su significado originales.
El reloj de pulsera en la mesa al lado de la cama de mi marido, en la que mi marido yace, muy quieto, como imitando un sueño profundo y pacífico: ese objeto, un reloj Acqua Quartz sin nada especial que Ray compró seguramente en nuestra tienda de Pennington, con una correa de cuero marrón oscuro, una esfera digital que proclama que es la 1.21 a.m. -mientras miro, cambia a 1.22 a.m.-, no tiene identidad ni significado, excepto que es el reloj de Ray y excepto que, como es suyo, me lo voy a llevar. Ésa es mi responsabilidad.
En esta primerísima etapa de la viudedad -estos primeros minutos, horas, casi se podría llamar pre-viudedad, porque la viuda todavía no se ha «enterado» de lo que va a suponer vivir en un mundo en caída libre del que se ha eliminado el significado-, la viuda se consuela con esos pequeños deberes y rituales; los perímetros del protocolo de la Muerte en los que otros más expertos van a guiarla como se podría guiar a un animal confuso y condenado para sacarlo del corral hacia una rampa, con un palo de tres metros.
– ¿Señora Smith? ¿Tiene alguien a quien llamar?
Me apresuro a responder: Sí.
– ¿Necesita que la ayudemos a llamar?
Me apresuro a responder: No.
Parecen ser las respuestas correctas. No es correcto responder: «Pero no quiero llamar a nadie. Quiero irme a casa y morirme».
Tal como habíamos imaginado; ninguno quería sobrevivir al otro.
Aunque a Ray le horrorizaba el suicidio -el suicidio no le parecía en absoluto una opción romántica- y, ahora que está muerto, seguro que le gustaría volver a la vida.
Estos pensamientos me dan vueltas por la cabeza como avispones desquiciados. No hago ningún esfuerzo para esquivarlos, ni mucho menos para detenerlos y examinarlos. Es extraño verme asaltada por pensamientos apresurados mientras me muevo tan despacio y hablo tan despacio, como alguien a quien han aporreado la cabeza con un mazo.
En el reloj de Ray, la hora que aparece es ya la 1.24 a.m.
Esta habitación de hospital está tan fría que han empezado a castañetearme los dientes.
En el pequeño cuarto de baño sin ventana, en el botiquín, detrás del espejo, bajo la horrible luz fluorescente, cierro los dedos entumecidos en torno a un cepillo de dientes -¿el cepillo de Ray?-, un tubo de pasta de dientes retorcido, líquido para enjuagarse, desodorante -un desodorante de bola masculino, desodorante para hombres transparente, invisible, sólido, con talco, sin aroma y antitranspirante-, crema de afeitar, en un pequeño aerosol; me muevo muy despacio, como si estuviera bajo el agua, reuniendo las pertenencias de mi marido para llevármelas a casa.
Alguien debe de haberme dicho que hiciera esto. No estoy segura de que se me hubiera ocurrido a mí. La palabra pertenencias no es una palabra mía, me parece una palabra curiosa que se me queda como un zumbido.
Pertenencias. Para llevar a casa.
Y casa también es una palabra curiosa.
Es extraño pensar que va a haber una casa ahora, sin mi marido, una casa a la que llevar sus pertenencias.
Aquí está el peine de Ray, un peine pequeño de plástico negro que he visto a veces entre sus cosas. Cuando viajábamos juntos, cuando dormíamos en una habitación de hotel, una intimidad más acusada que la intimidad de la vida diaria, que tiene su propio protocolo sutil; en esas ocasiones, veía el neceser de mi marido y en él artículos como el cepillo de dientes, la pasta de dientes, el desodorante, etcétera. Pero también cortaúñas, colonia para después del afeitado, pastillas. Me parecía conmovedor, me incitaba una sonrisa que un hombre, cualquier hombre, se preocupara tanto de cuidarse, como se cuidan las mujeres.
Que un hombre, cualquier hombre, se arreglara para estar atractivo, para que lo quisieran, me parece maravilloso.
Que un hombre, cualquier hombre, pareciera necesitar de esa forma que otra persona, una mujer, se sintiera atraída por él y lo quisiera, ¡qué misterioso es! Porque, para una mujer, la quintaesencia del varón es esquiva, imposible de conocer.
Hasta el hombre doméstico, el marido, tiene siempre algo de esquivo e imposible de conocer. Igual que en la vida de Ray, o quizá la personalidad de Ray, siempre ha habido, pese a nuestros cuarenta y siete años de intimidad -cuarenta y siete años y veinticinco días de matrimonio-, una cámara oculta, una región a la que podía retirarse, a la que yo no tenía acceso.
Ahora, Ray se ha retirado a un lugar al que no puedo seguirle. Justo detrás de sus ojos cerrados.