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Estos objetos de aseo que eran suyos pero ya no son suyos me resultan muy extraños.

Ahora son pertenencias.

Las pertenencias de su marido.

Una de las razones por las que me muevo despacio -quizá no tiene nada que ver con que me hayan aplastado la cabeza con un mazo- es que, con estas pertenencias, no puedo ir a ningún sitio más que a casa. Esta casa -sin mi marido- en la que no me es posible pensar.

El suelo de azulejos parece moverse bajo mis pies. Me había vestido y había salido de casa a toda prisa, ni siquiera estoy segura de qué zapatos llevo, tengo la visión borrosa, es posible que lleve dos zapatos izquierdos o que me haya puesto mal el derecho y el izquierdo; recordemos que, en la historia de la civilización, la designación de zapato derecho y zapato izquierdo es muy reciente, hasta hace no mucho las personas se consideraban afortunadas de llevar zapatos, sin más. Éste es el tipo de dato aleatorio, inútil pero interesante que Ray solía contarme o leerme en voz alta de una revista: «¿Sabías esto? Hace no mucho…».

Me sobreviene el impulso de correr a la otra habitación para contarle a alguien que es, o era -una mujer- una desconocida, tanto para mí como para Ray, la historia de los zapatos, la historia del derecho y el izquierdo, pero comprendo que no es el momento; y que Ray, en todo caso, por quien la habría contado, no puede oírla.

Esta semana me he vuelto asombrosamente torpe, inepta, olvidadiza; para llevarme las cosas de aseo de Ray debería haber traído algún tipo de bolsa, pero no lo he hecho, y las sujeto como puedo con las manos, los brazos; uno de los objetos se desliza y se cae, la crema de afeitar en aerosol, que hace mucho ruido al dar con el suelo, y cuando me agacho a recogerla se me sube la sangre a la cabeza, tengo una sensación de desgarro en el pecho: «¡La crema de afeitar! ¡En este terrible lugar!».

Ahora sería el momento de llorar. La crema de afeitar de Ray en la mano sudorosa de su viuda.

La vanidad de la crema de afeitar, el líquido de enjuagar, el desodorante de talco sin aroma para hombres.

La vanidad de nuestras vidas. La vanidad de nuestro amor mutuo, y nuestro matrimonio.

La vanidad de creer que, por alguna razón, somos dueños de nuestras vidas.

Me vienen a la cabeza los versos de una balada escocesa, «La Vanidad Dorada». Porque tengo el cerebro desconcertantemente poroso, sin defensas contra esas invasiones:

Había una vez un barco

Que se hizo a la mar.

Y el nombre de nuestro barco era

La Vanidad Dorada.

Hay algo vagamente burlón, incluso socarrón en estas palabras. Me quedo traspuesta escuchándolas, como bajo un hechizo. Las palabras me son familiares pese a que no las oigo -no pienso en ellas- desde hace mucho tiempo.

Había una vez un barco

Que se hizo a la mar…

Hace mucho tiempo, cuando era alumna de posgrado en la Universidad de Wisconsin en Madison, en 1961, tuve la tarea -la agradable tarea- de redactar una ponencia sobre baladas tradicionales inglesas y escocesas para un seminario de literatura medieval impartido por la maravillosa Helen White, una de las dos únicas mujeres profesoras de Lengua Inglesa en aquel departamento tan conservador, formado en su mayoría por gente educada en Harvard; después, ya casados, durante años, Ray y yo solíamos escuchar discos de baladas, en especial cantadas por Richard Dyer-Bennet. Lo que oigo ahora es la voz de este cantante. Nunca se me había ocurrido -hasta ahora, agarrando una lata de crema de afeitar en aerosol con la mano- que esta balada escocesa sencilla y lastimera ha sido la poesía de nuestras vidas.

Había una vez un barco

Que se hizo a la mar….

(Ahora que «La Vanidad Dorada» ha invadido mis pensamientos, no podré librarme de ella durante días o semanas; nunca puedo defenderme ante esa invasión de canciones, a veces una estrofa al azar, por más esfuerzos conscientes que haga.)

Vuelvo a pensar -es decir, me viene a la cabeza- en esa vaga fantasía en la que el masoquismo enmascara el miedo, el horror, el terror, con qué frecuencia me había consolado pensando que, «si le sucedía algo a Ray», yo no querría sobrevivirle. ¡No podía soportar la idea de sobrevivirle! Me tomaría una dosis fatal de pastillas para dormir, o…

Me pregunto si es muy común esta fantasía. ¿Cuántas mujeres se consuelan pensando que, si mueren sus maridos, ellas también morirán, de una u otra forma?

Es un consuelo para las esposas que aún no son viudas. Es una forma de decir «cuánto le quiero, le quiero muchísimo».

Cuando era un hombre maduro, y todavía no un anciano achacoso, mi padre solía decir con esa bravuconería masculina: «¡Si alguna vez llego al extremo de -el nombre de algún familiar mayor, enfermo crónico y quejica-, ayudadme a que deje de sufrir!».

Pero cuando papá envejeció, pasó años con mil enfermedades -enfisema, cáncer de próstata, degeneración macular- y no expresó ningún deseo de morir, ningún deseo de que le ayudáramos a dejar de sufrir.

Porque esos deseos son falaces, se expresan cuando se tiene «buena salud», no sirven para la persona que los ha manifestado más adelante.

De modo que la perspectiva de tomarme unas pastillas para dormir en este momento es impensable. Igual que no huiría del frío volando mañana a Miami. Mi responsabilidad para con mi marido no me permitiría comportarme de forma tan impulsiva.

– ¿Cariño? ¿Qué debo hacer con estas cosas?

No en voz alta, sino en un murmullo que otros no pueden oír. Por supuesto sé, sé a la perfección, que mi marido está muerto y no puede oírme, ni mucho menos responderme.

Otra costumbre iniciada esta semana: hablar conmigo misma, preguntarme cosas. Animadas conversaciones conmigo misma mientras conduzco. En casa, hablo con los gatos, con una voz viva y enérgica que pretende tranquilizar a los asustados animales y decirles que todo va bien. (Siempre es permisible hablar con nuestros animales. Hablar con los animales puede ser excéntrico, pero no una locura.)

He aquí un hecho, creo -creo que es un hecho-: en nuestros cuarenta y siete años y veinticinco días de matrimonio, nunca oí a Ray hablar consigo mismo. Era infrecuente que murmurase, que jurase, que maldijera.

Cuando regreso a la habitación de hospital -junto a la cama de Ray-, me alivia ver que no hay nadie más. Creo que hace un momento había una enfermera. Creo que me dijo algo, o me preguntó algo, pero no me acuerdo de qué era. Quiero llorar de alivio de que se haya ido. Estamos solos.

Ante la habitación de hospital de Ray, en el pasillo, no hay nadie. Esos cinco o seis profesionales que eran desconocidos para mí y para Ray, incluida la amable médico de origen indio, han desaparecido por completo.

¿Unieron esas personas sus esfuerzos -unos esfuerzos fracasados, unos esfuerzos inútiles- para salvar la vida de mi marido? ¿Existe algún término para lo que son o han sido -no un «Equipo de muerte», aunque en este caso sus esfuerzos hayan acabado en muerte-, un «Equipo de resucitación»?

Quiero hablar como sea con ellos. Quiero preguntarles qué ha podido decir Ray cuando se aproximaba al final de su vida. Si estaba delirando o confuso.

Esta idea apresurada, como otras, entra y sale de mi cabeza y luego desaparece.

Hay algo que tengo que hacer: una llamada. Llamadas.

Pero antes tengo que reunir las pertenencias de Ray.

– ¿Cariño? Dime: ¿qué debo hacer?

Me siento muy mareada. El timbre del teléfono que me despertó de ese sueño ligerísimo se confunde con el timbre que suena en mis oídos y los versos burlones de la balada -«Y se hizo a la mar y el nombre de nuestro barco era»-, pienso en que Ray admiraba mucho a Richard Dyer-Bennet, qué curioso que dejáramos de oír música folk, que en los años sesenta nos encantaba.