Выбрать главу

En el armario están la ropa y los zapatos de Ray. Una bolsa de ropa en la que Ray ha puesto calzoncillos y calcetines sucios. Está su chaqueta, la que llevaba el lunes por la mañana. Ahí, la camisa de franela de rayas azules y los pantalones. Quito la ropa de Ray de las perchas con torpeza, la camisa de rayas azules se cae al suelo… Me entra el pánico al pensar: «Voy a tener que hacer dos viajes al coche. Voy a tener que hacer dos viajes al coche».

Si salgo de esta habitación, no voy a ser capaz de volver. Nunca podré obligarme a mí misma a volver.

Debería llamar a alguien, a algún amigo. Debería pedir ayuda. ¡No puedo llevar todas estas cosas yo sola! No en un solo viaje.

Pero me apura llamar a los amigos. Es la una y media de la mañana, es un golpe terrible despertarse con el timbre de un teléfono y la noticia de la muerte de un amigo.

Mejor no. Mejor me voy a casa.

Con hacerlo por la mañana bastará. Y llamaré a la hermana de Ray, que vive en Connecticut, y a la que no conozco.

Y a mi hermano y mi cuñada.

«Ray ha muerto. Llevaba en el hospital menos de una semana con neumonía, estaba mejorando, pero ha muerto.»

En vez de salir de la habitación, levanto el auricular del teléfono. Debo de haber decidido llamar a un amigo, a amigos, parece que es lo que estoy haciendo, después de todo.

Y el timbre, en la distancia, invade el sueño de otro.

De esta forma, en este momento, la viuda actúa de manera instintiva, no va a casa sola como quizás había imaginado ni se hiere a sí misma como quizás había imaginado; llama a unos amigos.

Pero sólo a los amigos cuyos números de teléfono parece saber de memoria.

16. Páginas Amarillas

Tú me hiciste posible la vida. Te debo mi vida.

No puedo hacer esto sola.

Y, sin embargo, ¿qué otra opción hay? La viuda es alguien que ha descubierto que no hay otra opción.

Me proporcionan una bolsa de plástico en la que puedo meter los objetos más pequeños de mi marido. Estoy empeñada en llevar todo en un solo viaje y, no sé cómo, me las voy a arreglar.

Este empeño en arreglármelas, en salir adelante, en hacer sin ayuda todo lo posible, es prerrogativa de la viuda. Podrían decir que es un indicio de su deseo de parecer -que no es lo mismo que ser- autosuficiente; o podrían decir que es un síntoma de su enajenación.

Claro que, en los primeros minutos/días/horas de viudedad, ¿qué no es, examinado de cerca, un síntoma de enajenación?

Estos libros que Ray estaba leyendo, que me había pedido que le trajera de casa, y sus zapatos, en la bolsa de plástico estos objetos resultan extrañamente pesados y difíciles de manejar. Uno de los libros son unas galeradas cosidas que yo había estado leyendo de forma intermitente junto a la cama de Ray y, de vez en cuando, en voz alta para transmitirle algún fragmento interesante, un libro sobre el cerebro humano de un neurocientífico de Princeton al que conozco, el desenfadado título es Entra en tu cerebro. Al ver las galeradas me entra una sensación enfermiza, de hundimiento…

Me lo voy a llevar a casa. Voy a esconderlo en un estante. No voy a poder volver a mirarlo jamás.

– ¿Cariño? Creo que quieren que me vaya ya…

Tengo la voz fina, temblorosa. Quizá no es una voz sino una idea expresada débilmente.

Miro a Ray en la cama. No es natural -una sabe instintivamente que esto no está bien- ver a una persona tan compuesta, inmóvil.

Sin embargo, tengo la sensación -visceral, extraña- de que la persona que yace tan quieta, sin respirar, o respirando tan poco que no se nota, es muy consciente de que la están observando, y te observa a través de sus párpados cerrados.

Impotente, me quedo aquí, pensando -me viene la idea- que nunca habrá un momento apropiado.

Quiero decir, un momento para irme de la habitación del hospital.

Quiero decir, un momento para darme la vuelta y alejarme.

Dar la espalda a Ray, mi marido. ¡Cómo va a ser posible!

Con torpeza, y muy despacio, con pasos pequeños como una persona ciega, retrocedo para salir de la habitación. Con torpeza, porque tengo los brazos llenos.

Estoy intentando llevar demasiadas cosas. Últimamente se me han caído cosas con demasiada frecuencia, seguro que se me va a caer algo ahora. Me aterra llamar la atención. Me aterra perder el control en un lugar público. De pronto me parece, me he dejado el bolso, no puedo ver lo que llevo en los brazos. Me invade una ola de pánico -¡qué trivial es esto!, qué ridículo- ante la posibilidad de perder el bolso, la llave del coche, la llave de casa.

Ése es el terror: perder las llaves cruciales. Me quedaré colgada, sin poder moverme. Me veo al borde de la carretera, en la oscuridad, haciendo señales frenéticas para ¿qué?, los faros pasando a toda velocidad, cegadores. O quizá ése es un sueño. Los sueños recurrentes en los que no encuentro a mi marido son los que más me espantan, pero esto también es un espanto, porque es muy verosímil. Ray suele ser el encargado de las llaves, el que sabe dónde puede haber una llave de repuesto, fuera, pero ahora yo estoy obsesionada con las llaves, busco las llaves en mi bolso una docena de veces al día. ¡Qué alivio encontrar una llave que podría haber perdido!

La verdad es que voy a perder algunas cosas. Voy a descubrir que falta un par de gafas oscuras de mi bolso. Debieron de caerse cuando…

¡Voy a dejarme las gafas de Ray! Seré totalmente incapaz de comprender cómo pude olvidarlas, cómo no las tenía en la mano…

El reloj de pulsera de Ray no me lo he dejado.

En el iluminado puesto de enfermería -casi vacío a la 1.43 de la mañana-, le digo a una de las enfermeras que mi marido está en la habitación 539, que ha muerto y que qué hago ahora. Es el colmo de la ingenuidad, o el absurdo, pensar que las enfermeras no saben a la perfección que acaba de morir un paciente en Telemetría, a unos metros de distancia; pero estoy tratando de ayudar, e incluso pregunto con una débil sonrisa:

– ¿Llamo a una funeraria? ¿Puede recomendarme una funeraria?

La mujer con la que estoy hablando -una desconocida- me mira y frunce el ceño. No veo en su rostro la comprensión que he visto en los rostros de algunos otros. Dice:

– Ahora se llevarán el cuerpo de su marido a la morgue. Por la mañana puede usted llamar a una funeraria para que vengan a recogerlo.

Es un auténtico choque, un golpe, como si la mujer se hubiera estirado sobre el mostrador y me hubiera dado una bofetada.

¡El cuerpo! A toda velocidad, Ray ha dejado de ser un hombre para ser un cuerpo.

Tengo la sensación de que me voy a desmayar. No me puedo permitir un desmayo. Me humedezco los labios, que están terriblemente secos, con la piel cuarteada. Aunque puedo ver que la enfermera preferiría volver a lo que quiera que esté haciendo en el ordenador que hablar conmigo, le pregunto, vacilante, si puede recomendarme una funeraria, y me dice, con una sonrisa fugaz -quizás exasperada-, que no puede recomendar ninguna.

– Puede buscarlas en las Páginas Amarillas.

– ¿Las Páginas Amarillas? -me aferro a estas palabras, tan vulgares. Pero parece que no sé qué hacer a continuación.

Le pregunto otra vez si puede recomendar una funeraria -o si podría llamar a alguna en mi nombre (vaya petición, qué audacia, debo de estar desesperada a estas alturas)- y dice que no con la cabeza.

– Por la mañana puede llamar usted. Tiene tiempo. Ahora debería irse a casa. Puede llamar a la funeraria por la mañana.

De forma deliberada, da la impresión, la mujer no me llama por mi nombre. Es posible que, aunque el ala de Telemetría no es muy grande, no conozca mi nombre ni el de Ray; es completamente posible que nunca haya puesto el pie en la habitación de Raymond Smith.