¡Eso es grave! Porque Ray es el tipo de marido que, por naturaleza, se resiste a ver a un médico, terco y estoico, incluso cuando está claramente enfermo, el tipo de marido al que su esposa tiene que rogarle que pida cita al médico.
El tipo de persona con un umbral de dolor tan alto que, muchas veces, le dice a nuestro dentista que no le inyecte novocaína en las encías.
Ray hace un gesto cuando lo toco, como si le doliera. Tiene la frente caliente y fría a la vez, húmeda. Hace ruido al respirar. De cerca veo que su rostro tiene una palidez enfermiza, pero está sofocado; sus ojos están llenos de venas finísimas y no parece enfocar del todo bien.
En un ataque de pánico, se me ocurre: «¿Habrá tenido un derrame?».
Un amigo nuestro tuvo un derrame hace poco. Un amigo al menos diez años más joven que Ray, y en muy buena forma física. El derrame no fue grave pero nuestro amigo se quedó conmocionado, todos nos quedamos, de ver que un hombre en tan buena forma había sufrido un derrame y tenía que reconocer que era mortal, cosa que antes no parecía, con su aire arrogante y luminoso entre todos nosotros. Y Ray, nunca igual de arrogante ni luminoso, nunca tan claramente en forma, toma medicinas para la hipertensión -la tensión alta-, unas medicinas que se supone que deben ayudarle mucho; y, sin embargo, ahora se le ve sofocado, un poco aturdido, molesto, no se ha acabado el desayuno, ni ha leído más que el primer cuadernillo del New York Times, en cuyas fotos de guerra, cada vez más goyescas, y en cuyos artículos sombríamente impresos reside un hastío de tal gravedad que el alma sensible puede caer aplastada si no tiene cuidado.
¡Estados Unidos tras el 11-S! ¡La guerra de Irak! ¡La manipulación fríamente calculada de la crédula opinión pública estadounidense por parte de una administración empeñada en alimentar un patriotismo paranoico! Leyendo con avidez el New York Times, la New York Review of Books, el New Yorker y Harper's, como tantos de nuestros amigos y colegas de Princeton, Ray es uno de esos que se atragantan de alarma e indignación; desprecia los crímenes de guerra del gobierno de Bush como desprecia sus artimañas, su hipocresía y su cinismo; su habilidad para manipular al amplio porcentaje de la población que parece inmune a la lógica, el sentido común y la historia. El optimismo natural de Ray -su alma optimista de jardinero- ha quedado reducido al mínimo tras meses y años de esa repugnancia activa y muy frustrada por todo lo que representa George W. Bush. Yo he aprendido a no agitar su indignación, sino aplacarla. O evitarla. Ahora pienso: «Quizá es algo de las noticias. Algo terrible que hay en las noticias. ¡No preguntes!».
Pero Ray está demasiado enfermo para preocuparse por el último atentado suicida en Irak, o la última atrocidad en Afganistán, o la Franja de Gaza. Las páginas del periódico están esparcidas, como pañuelos arrugados. Tiene la respiración forzada, difícil, un estertor inquietante que parece un trozo de plástico que vibra con el viento.
Con calma, le digo que quiero llevarle a Urgencias. De inmediato. Me dice que no:
– No es necesario.
Le digo que sí, sí es necesario.
– Vamos ahora mismo. No podemos esperar a… -nombro a nuestro médico de Pennington, cuya consulta no abre hasta dentro de una hora o más y que probablemente no podrá ver a Ray hasta la tarde.
Ray protesta, dice que no quiere ir a Urgencias, no está tan enfermo, tiene mucho que hacer esta mañana para el próximo número de Ontario Review, cosas que no puede dejar porque falta poco para el cierre del número de mayo. Pero cuando se pone de pie se muestra vacilante, como si el suelo se moviera debajo de él. Deslizo el brazo alrededor de su cintura y le ayudo a andar y se me ocurre: «Esto no está bien. Esto es terrible», porque el orgullo de un hombre no suele dejarle apoyarse en ninguna mujer, ni siquiera en la esposa con la que lleva casado cuarenta y siete años. El orgullo de un hombre no suele dejarle reconocer que sí, está gravemente enfermo. Y las Urgencias -el «servicio de Urgencias»-, que representan el reconocimiento absoluto de su impotencia, su incapacidad, son precisamente el lugar al que hay que llevarlo.
Tose y hace gestos de dolor. Su piel desprende un calor enfermizo. Sin embargo, la noche anterior, Ray había estado aparentemente bien la mayor parte del tiempo, incluso había preparado algo ligero para que cenáramos; yo había estado de viaje y había vuelto a casa alrededor de las ocho de la tarde. (Nuestra última comida juntos en casa, la última comida que Ray iba a hacer para los dos, fue una de sus especialidades: huevos fritos, pan integral, sopa Campbell de pollo con arroz salvaje. Yo le llamaba desde el aeropuerto -Filadelfia o Newark- al aterrizar mi avión y él hacía la cena para cuando llegaba yo a casa, una hora después. Si estábamos en temporada, ponía además en mi mesa un jarrón con una flor de su jardín…) Durante la cena había estado de buen humor, pero poco después, hacia las diez y media, de manera repentina y desconcertante, había empezado a tener ataques de tos; se sentía muy cansado y se acostó temprano.
A partir de entonces siempre pensaría: estuve de viaje dos días. Fui como «escritora visitante» a la Universidad de California en Riverside, invitada por el distinguido crítico y especialista en estudios americanos Emory Elliot, antiguo colega de Princeton. En esos dos días, mi marido había enfermado. Ray reconoció después que seguramente había estado fuera sin chaqueta ni gorro y que quizá se había enfriado así, aunque nos digan que eso no es verdad -las pruebas científicas han demostrado-, que ni el aire frío ni la humedad causan resfriados; los resfriados los causan los virus; los resfriados más fuertes, unos virus más virulentos; uno no «coge» un resfriado por salir corriendo al buzón sin chaqueta ni sacar los cubos de basura a la acera; a no ser, claro está, que esté exhausto, o que su sistema inmunitario esté debilitado. Así sí se puede «coger» un resfriado, pero lo normal es que no sea fatal, en todo caso sólo un «resfriado fuerte», que es lo que mi marido parece tener de pronto y que se ha descontrolado.
Otra cosa que resulta rara -luego la recordaré-, mientras razono con mi marido en la cocina, mientras nuestros dos gatos nos observan con sus ojos grandes y leonados, por lo incongruente que resulta nuestro comportamiento, a esta hora entre dos luces, antes de amanecer, cuando normalmente estamos en otra parte de la casa: de pronto, cede y dice, vale, sí.
– Si lo crees conveniente. Si quieres llevarme.
– ¡Por supuesto que quiero llevarte! Vámonos.
Mientras ir a Urgencias sea idea de la mujer, y decisión de la mujer, quizás no pasa nada. El marido consentirá para seguirle la corriente. ¿Es ése el caso? Además, como dice Ray, mientras se encoge de hombros para indicar que todo esto le parece una pérdida de tiempo, nuestro médico de Pennington seguramente querrá que se haga análisis y tendrá que ir al Centro Médico de Princeton de todas formas.
Sin mi ayuda -aunque se la he ofrecido-, Ray se prepara para ir a Urgencias. No quiere que me preocupe tanto por él, ni siquiera que le toque, como si le doliera la piel. (Ése es un síntoma de gripe, ¿no? Nuestro médico de Pennington me intranquiliza a veces, por la facilidad con la que le receta antibióticos a Ray cuando tiene un «fuerte resfriado» que le estorba para trabajar; me da miedo que un exceso de antibióticos afecte a su sistema inmunitario.)
Los gatos nos miran cuando salimos de casa. ¡Qué pronto es todavía, apenas ha amanecido! Algo en nuestra actitud los inquieta, les hace sospechar. Y qué extraño resulta conducir nuestro coche, con mi marido sentado al lado. Yo no suelo conducir el coche -no tenemos más que uno, el Honda- con él al lado; a no ser que estemos de viaje, entonces nos lo repartimos; pero, aun así, Ray suele conducir la mayor parte del tiempo, y siempre en los ratos difíciles, en las zonas urbanas y las carreteras más congestionadas. Me siento menos nerviosa, porque es evidente que hemos tomado una buena decisión; tengo controlada la cosa, me parece. Aunque todos nuestros amigos de Princeton, sin excepción, hablan del Centro Médico de Princeton como si fuera un hospital de campaña en el Congo, e insisten en que sólo es posible encontrar atención médica competente en Manhattan y (tal vez) en Filadelfia, este servicio de Urgencias es el más cercano, con gran diferencia, y el más cómodo; tratarán inmediatamente a Ray y se pondrá bien, estoy segura.