Ni siquiera lleva nada que indique que prevé tener que quedarse a pasar la noche.
De camino a Princeton, Ray me da instrucciones sobre varias cosas que necesita pedirme: hacer llamadas, procesar encargos de libros, hablar con el responsable de la composición tipográfica. Aunque está enfermo, también -sobre todo- está preocupado por su trabajo. (A Ray le preocupa en el último año, con angustia y con dolor, que en pleno declive de la economía estadounidense, con los presupuestos de las bibliotecas recortados, cada vez se compran menos libros de editoriales pequeñas y las suscripciones a Ontario Review no aumentan.) Hace ruido al respirar y suena como si tuviera la garganta en carne viva y cuando se calla me pregunto: ¿en qué piensa? Acerco la mano para tocarle el brazo; me conmueve ver que se ha afeitado. A pesar del malestar físico, no quiere presentarse en Urgencias sin afeitar y desaliñado.
Me parece que estoy haciendo lo debido, por supuesto. Y creo que es un episodio sin importancia, una mera visita a las Urgencias más próximas.
Le quiero, yo le protegeré, yo le cuidaré.
Ray ya ha estado en las Urgencias de Princeton. Hace unos años, empezó a tener latidos erráticos -«con fibrilación»-, y pasó una noche allí para un tratamiento cardiaco no invasivo y aparentemente normal. Entonces, todo fue bien. Volvió a casa con unos latidos «normales», plenamente restablecidos. Yo supe que Ray estaba bien cuando entré en su habitación del hospital y le vi poner mala cara ante las páginas de opinión del New York Times y su primer comentario fue una queja sarcástica sobre la comida del hospital.
¡Era buena señal! Cuando un marido se queja de la comida, su mujer sabe que no tiene nada grave de lo que quejarse.
Así que la visita a Urgencias de hoy también saldrá bien. Estoy segura. Mientras conduzco por Rosedale Road en medio del tráfico de primera hora de la mañana, hasta la Route 206, también llamada State Road, y luego hasta Witherspoon Street, sin poder saber qué familiar, qué desoladoramente familiar se me va a hacer enseguida este camino, tengo la certeza de que estoy haciendo lo debido; soy una esposa astuta y considerada, aunque poco excepcional, porque es evidente que esto es lo único razonable.
Como sabe lo poco que me gustan los aparcamientos de varias plantas -esos laberintos que suben y bajan, con su amenaza de encontrarte en humillantes callejones sin salida-, Ray se ofrece a estacionar él el coche. ¡No, no! Llevo el coche a la puerta de Urgencias para que Ray se baje allí; yo voy a aparcar y volveré en cuestión de minutos. Son sólo las ocho de la mañana. Cuánto tiempo va a estar Ray en Urgencias, calculo que varias horas. Estará de vuelta en casa para la cena, espero.
Qué alivio siento al encontrar un sitio en una bocacalle estrecha con un límite de dos horas. Pienso que quizá tenga que salir a mover el coche, entonces. Por lo menos una vez.
De esa forma, sin saberlo, la futura viuda está asegurando la muerte de su marido y condenándolo. Mientras cree que está comportándose con inteligencia -de manera «astuta» y «razonable»-, está llevándolo a una placa de Petri llena de bacterias letales, en la que, en el plazo de una semana, sucumbirá a una virulenta infección por estafilococos, una infección «hospitalaria» adquirida durante su tratamiento para curarle la neumonía.
Mientras se imagina que estará de vuelta en casa para la cena, está consiguiendo que no vuelva a casa jamás. ¡Qué inconscientes, todas las futuras viudas que imaginan que están haciendo lo debido, llenas de inocencia e ignorancia!
4 . «Neumonía»
¡Esto no nos lo esperábamos!
La primera reacción del enfermo:
– No he tenido nunca neumonía.
La primera reacción de la esposa:
– ¡Neumonía! Se nos tenía que haber ocurrido.
Pensando, con ingenuidad: «Qué alivio. No es un derrame, no es una embolia, no es una enfermedad cardiaca; nada que pueda ser mortal».
Rápidamente se llevan a Ray a Urgencias. Rápidamente le asignan un cubículo, el número 1. Ya está medio desnudo, ya es un paciente con todas las de la ley. La esencia de esa palabra debe de ser paciencia. Porque la experiencia del paciente, como la de la esposa del paciente, es esperar.
Cuánto tenemos que esperar, cuántas horas, no lo tengo claro en la memoria. Porque, mientras examinan, entrevistan, sacan sangre, reexaminan, reentrevistan y sacan más sangre a Ray, yo estoy a veces a su lado y a veces no.
¡Las minucias de nuestras vidas! Llamadas de teléfono, recados, citas. Ninguna de estas cosas tiene la menor importancia para los demás y sólo muy ligera para nosotros, pero constituyen una parte tan grande de nuestras vidas que se podría decir que éstas son concatenaciones de minucias interrumpidas en momentos imprevistos por hechos significativos.
Si yo hubiera sabido que a mi marido le quedaba menos de una semana de vida, ¿cómo me habría comportado en esas circunstancias? ¿Es mejor no saberlo? La vida no puede vivirse constantemente con una intensidad febril. Hasta la ansiedad se agota. Por ahora, tras las prisas del trayecto en coche hasta Princeton, parece que el tiempo, en Urgencias -en el cubículo asignado a «Raymond Smith»-, se ha desacelerado, incluso que quizá esté retrocediendo. Esperamos y esperamos, a los resultados de los análisis, al especialista, a un médico de verdad, con autoridad, hasta que, por fin, anuncian el diagnóstico: «Neumonía».
¡Neumonía! Se ha resuelto el misterio. Y es una buena solución. La neumonía es una cosa frecuente y tratable, ¿no?
Aunque nos llevamos los dos una decepción: a Ray no le van a dar el alta hoy mismo. Lo van a trasladar al hospital general, donde se supone que se quedará «por lo menos a pasar la noche».
Lo único que parezco oír de eso es «la noche».
Si tengo ocasión de hablar con amigos les diré que «Ray está en el centro médico con neumonía, va a pasar la noche».
O, con aire de incredulidad, como si no le pegara nada a mi marido: «¡A que no te imaginas dónde está Ray! En el centro médico con neumonía, va a pasar la noche».
No tengo ni idea de por qué nos sorprende tanto el diagnóstico de neumonía. En retrospectiva, no me parece nada sorprendente. Ray reacciona preguntando a médicos y enfermeros sobre la enfermedad, preguntándoles sobre ellos mismos, hablando de manera que sugiere que no tiene miedo y que tiene plena confianza en ellos. Como muchos otros pacientes de hospital que quieren que los consideren animosos, agradables, divertidos, bromea con los enfermeros y los auxiliares; durante su estancia en el Centro Médico de Princeton logra «caer bien», que lo consideren un verdadero caballero, amable, divertido, como si eso fuera a salvarlo.
Cuánta parte de nuestra conducta -de nuestra «personalidad»- se construye de esa forma. La supervivencia del individuo, al servicio de la especie.
Nuestro gran filósofo estadounidense William James dijo: «Tenemos tantas personalidades como personas nos conocen».
A lo que yo añadiría: «No tenemos personalidad si no hay nadie que nos conozca. Si no hay personas a las que aspiramos a convencer de que merecemos existir».
– ¡Te quiero! Volveré lo antes posible.
¡Pero qué alivio, a mitad de la tarde, salir por fin de Urgencias, escapar del indescriptible pero inconfundible olor a desinfectante del centro médico aunque sea para salir a un frío y triste día de febrero!